Familiar, un terror demasiado familiar
Declive y resurrección del imperio de la familia nuclear en el fantástico contemporáneo Por Marco Antonio Núñez
Introducción
El cine de terror contemporáneo se ha interrogado obsesivamente por la noción problemática de familia, delineando la relación compleja que mantiene con el sujeto como entidad derivada, su generación, metamorfosis y destrucción, así como con el conjunto de la sociedad. En continuidad con décadas anteriores, pero manifestando un inusitado vigor, el género ha elaborado un discurso lúcido, complejo, afilado, poliédrico, lleno de aristas acerca de las tensiones ineludibles que vertebra el modelo de familia nuclear, levantado acta de su crisis como institución asociada al patriarcado y diseccionando con alegría malsana su cuerpo decapitado, donde, al cabo, nos la devuelve como un recinto de alienación, represión y angustia, de culpa, caldo de cultivo de la psicosis y espacio surcado por ineludibles líneas de violencia.
La Ley del Padre
Here’s father, his heart screwed on
Yes, here he’s got it I’m sure
‘Cause he lost his life in an accident
Found his heart in the man next door
Family, Rolling Stones
Somos lo que somos
La figura del padre se identifica con la ley, soporte de la función simbólica que, desde la prohibición edípica, instituye y reglamenta la familia y, por extensión, la vida comunitaria.
Jug Face (Chad Crawford Kinkle, 2013) gira en torno a la transgresión del tabú fundacional de la civilización, en el contexto de una pequeña y miserable comunidad sureña embrutecida y arremolinada en torno al culto de una fosa habitada por un numen que ofrece dones y reclama sacrificios. La joven Ada (Lauren Ashley Carter) tratará de ocultar su falta y escapar del recinto claustrofóbico de la comunidad, mientras la fosa va cobrándose nuevas víctimas. En contraposición con una concepción de la familia que se disuelve en lo tribal, Somos lo que somos (We Are What We Are, Jim Mickle, 2013) esboza un retrato familiar como reducto impenetrable a lo comunitario por cuanto viola su ley, en virtud de un secreto incomunicable que engendra una ley paralela, la ley del clan.
El elemento cultual prescrito por la Ley del Padre es en sendos filmes fundamental, si bien la noción de transgresión se delinea de modo diverso, convergen en que el sujeto hereda de la familia su identidad, se inscribe en la función simbólica acatando la Ley del Padre, al tiempo que ve su albedrío fatalmente comprometido, incluso cuando se rebela contra el orden legal. Iris (Ambyr Childers) y Rose (Julia Garner) en su desafío, afirman y preservan la Ley paterna al comer su carne sacramental el Día del Cordero. En la ingesta lo interiorizan, lo asimilan, le otorgan omnipotencia que diría Freud en Tótem y tabú, al hipostasiarlo, y cuando huyen de la comunidad, llevan con ellas el diario fundacional de su estirpe caníbal. En este sentido Crudo (Grave, 2016; Julia Ducournau), ensaya una interesante variación en torno a este motivo, solo que la carne del padre se utiliza para saciar el hambre de las mujeres de su casa y evitar así conculcar la ley del grupo.
The Woman
Pero una de las sátiras más brutales sobre la Ley del Padre de los últimos tiempos, y con permiso de Canino (Kynodontas, Yorgos Lanthimos, 2009), es The Woman (Lucky McKee, 2011), donde asistimos a la colisión de un modelo patriarcal civilizado, encarnado por Roger (Brandon Gerald Fuller) frente al modelo salvaje y matriarcal de su antagonista, la mujer ignota del título (Pollyanna McIntosh). La audacia de McKee a la hora de juguetear con los tópicos de una cierta concepción de la familia consagrada por la tradición mainstream es de una lucidez salvaje. Roger hace partícipes y cómplices a todos sus miembros, incluyendo a la más pequeña, de la ocurrencia de mantener prisionera a la mujer montaraz, y cuando la profesora de Peggy pida hablar a solas del probable embarazo de la joven, le espeta que en su familia no hay secretos. Efectivamente, la madre está al tanto de los abusos.
El fin último de la captura se nos revela pronto en cuanto consumación de la fantasía patriarcal, el cuerpo de la mujer se elabora como territorio colonizado por el macho. Un cuerpo inscrito con las huellas de lo real, trazos de la alteridad radical, que, en consecuencia, habrá que lavar, vestir, incorporar al orden simbólico antes de gozar de él. The Woman deforma de forma barroca el paradigma de un orden falocrático, perfilando cierta verdad acerca del pater familias proveedor que goza impunemente de sus hembras y educa a su hijo varón en los mismos valores que consagran la dominación de la mujer. Todo ello suscribiendo triunfal un statu quo económico y social nunca problematizado y en solidaridad con el típico puritanismo anglosajón. Ya se sabe, los trapos sucios se lavan en casa.
Peggy (Lauren Ashley Carter), como Ada en Jug Face (curiosamente, ambas interpretadas por la misma actriz), es el sujeto roto legatario de la Ley del Padre, que emerge como un producto apto para la sumisión, la crianza y el sacrifico. Sobre nosotros caen lágrimas preciosas de esas dos adolescentes preñadas, lágrimas de una angustia solidaria ante la vida robada, lágrimas que no borrarán la rabia, el miedo, la frustración. Lágrimas que horadan la superficie bruñida e ilusoria de cierta noción de familia que, en particular McKee, lacera con regocijo criminal.
Por otro lado, la variante ginocrática en su afirmación fanática de la Ley del Padre, puede resultar igualmente lesiva para los hijos cuando se orienta por vectores impuestos por ciertas ideologías, como ocurre en el delicioso cuento perverso, Excisión (Excision, Richard Bates Jr. , 2012). Pauline (AnnaLynne McCord), esa mente disfuncional en un cuerpo anómalo constelado de herpes, convoca la repugnancia y frustración de su madre. En Pauline fracasan sus experimentos de ingeniería social de convertirla en una joven modelo y candidata a salir con el quarterback de turno. Para más oprobio, su otra hija replicada con éxito languidece presa de una enfermedad letal. Curiosamente, la figura del padre es del todo testimonial, anecdótica, un mero lector del periódico durante el desayuno o la cena, una presencia silente que comienza a manifestar la debilidad de una Ley que Pauline desafía.
Pauline es un saludable escupitajo al rostro nacarado de la corrección política y azote de cierta visión neoliberal y ultraconservadora de la familia. Pauline no cree en el dios al que no para de rezar, instrumentaliza a un compañero con fines sexuales haciéndole degustar su flujo menstrual, reta al profesor y al reverendo, es decir, manipula a su antojo al orden legal/simbólico/patriarcal.
En The Woman y Excisión, no se nos olvide, se nos sitúa ante recintos perfectamente estructurados, funcionales e integrados en el orden socio-comunitario, familias pudientes conformadas por “gente de bien”, que se decía antes. En ambos casos no se nos habla más que del lento declive de un paradigma que ya en la infravalorada 28 semanas después (28 Weeks Later, Juan Carlos Fresnadillo, 2008), se concretó en el derribo definitivo de la Ley, la abdicación del padre de sus deberes abandonando primero a su esposa a manos de una horda de infestados, y convirtiéndose en la principal amenaza de sus hijos cuando él mismo se infeste.
Más allá de lo inverosímil que resulta la premeditación de sus actos bajo los efectos del virus, el deseo obsesivo de dar caza a su prole entraña ya un discurso acerca del colapso de la familia nuclear deconstruida por tensiones internas, aporías insolubles que comprometen un orden para el que no parece haber alternativa salvo su contrario, esto es, la inversión de la jerarquía, el caos que anuncia la lectura límite acerca de la familia que en el presente milenio ha realizado Rob Zombie.
Pero antes veamos las primeras consecuencias que podemos extraer del lento crepúsculo malva de la Ley del Padre y cómo se relaciona con la madre.
Algo le pasa a mamá
There’s ma, she’s living dangerously
It’s a cinch she’ll try it anything twice
She thinks she can run right to the whirlpool’s edge
And stop herself just in time
Bajo la sombra
Y, no obstante, el agujero que la Ley del Padre genera, es decir, la quiebra del orden simbólico aboca al sujeto fatalmente a la psicosis, como confirman multitud de cintas que giran en torno al modelo de familia monoparental, bien por ausencia, bien porque el padre nunca estuvo.
En The Sublet (John Ainslie, 2015) y Bajo la sombra (Under the Shadow, 2016; Babak Anvari), se delinea la descomposición progresiva de la familia cuando el padre se ausenta y comienza a concretarse para la madre una amenaza que apunta al vástago.
En el filme de Ainslie, la rutina que sufre Joanna (Tianna Nori) como madre primeriza atrapada en una vida monótona, sin aliciente, llena de repeticiones merced a los cuidados que demanda su pequeño, en conjunción con el lento abandono del marido/padre, consagrado a una incipiente carrera de actor y el hallazgo del diario de una anterior habitante de la casa, la conducen a un brote psicótico que culmina con la destrucción total de la familia.
Por su parte, Bajo la sombra explora las frustraciones de Shideh (Narges Rashidi) en medio de un entorno fundamentalista después del reciente cambio de gobierno, generando de nuevo la fantasía de la desaparición del hijo. En ambos casos la falta del padre se siente como una ruptura del orden y dispensa a irrupción de lo real del deseo, que se configura en la amenaza del elemento sobrenatural, algo similar a lo que ocurre en otra pieza de cámara, The Monster (Bryan Bertino, 2016), donde, no obstante, la criatura crea una situación que contribuye a restaurar los puentes rotos en la relación entre madre e hija, al costo del sacrificio de la primera.
Goodnight Mommy (Ich seh, Ich seh, Severin Fiala, Veronika Franz, 2014), ensaya un giro brillante a la ausencia de la Ley paterna a partir del motivo de la pérdida y el duelo. Durante un juego, la madre de Elías (y de Lukas), no se identifica a sí misma tras la pista clave, “madre de dos hijos”, y el chico comienza a sospechar que esa mujer del rostro vendado (le han practicado una operación de estética) no es su madre, no puede serlo, su madre no ignoraría a su hermano Lukas, su madre le hablaría, no señalaría su ausencia ni, en consecuencia, denunciaría la culpa de Elías por su muerte.
La madre se muestra incapaz de mantener el orden simbólico comprometido con lo real de la muerte de Lukas, y, en consecuencia, la fusión mortífera con el hijo será cuestión de tiempo.
Dos grandes estirpes: Los Firefly & Los Mayers
La casa de los mil cadáveres
Dos clásicos de la década de los 70 operaron una inversión salvaje de los tópicos sobre los que se asentaba tradicionalmente la noción de familia, La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974) y Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, Wes Craven, 1977). Lo interesante del filme de Craven, por lo demás, una secuela oportunista de la obra maestra de Hooper, era que enfrentaba dos modelos de familia, la familia normal, legal, reglamentada por el orden simbólico, y su otro envilecido, psicótico, pulsional, una réplica en negativo. Analogía que Alexandre Ajá explora hasta sus últimas consecuencias en su soberbio remake donde las fronteras se difuminan cuando lo que está en juego es la supervivencia de la prole, y bajo el barniz civilizado asoma fatalmente el pelaje de la bestia. Pero, claro, si de familias disfuncionales, psicóticas, caóticas, delirantes se trata, tenemos que hablar de Zombie, Rob Zombie.
Zombie puede que sea lo mejor que le haya pasado al género en el presente milenio. Como ocurre con Tarantino, sus materiales no son nuevos, su aliento, sí. Virtuoso del reciclaje o solo virtuoso, sin apellidos, con Hooper y Carpenter en el mascarón de proa, Zombie ha navegado por las aguas turbulentas de dos sagas que, a estas alturas, son clásicas, como la de los Buendía, como la de los Corleone, los Firefly (en honor a otra saga, los Marx) y los Mayers. Sus hazañas se nos narran en dos dípticos en cuya urdimbre consagró la primera década del milenio, La casa de los mil cadáveres (House of 1000 Corpses, 2003), Los renegados del diablo (The Devil’s Rejects, 2005), Halloween (2006) y, la que puede que sea su obra maestra, Halloween 2 (2009).
Si en la primera entrega de la saga de los Firefly juega con el punto de vista, digamos, etic, acercándonos a la familia de grotescas máscaras circenses desde el prisma convencional de las víctimas, quienes, naturalmente, no serán tratados por Zombie sin dobleces que priven a la audiencia de disfrutar con su tortura y muerte, más tarde, en Los renegados del diablo nos introduce en el corazón y las vísceras de los Firefly y su angustiosa huida de un vengativo sheriff. Resulta que los monstruos también tienen sentimientos. Resulta que a los monstruos si se les corta, sangran, si se les daña, lloran, ocasionalmente son capaces incluso de acciones nobles, y padre (Sid Haig), hija (Sheri Moon Zombie) e hijo (Bill Moseley), salen de este mundo en mitad de una traca cargada de épica y gloria. Sympathy por the Devil.
En la secuela de Halloween, Zombie dispone una estructura narrativa más episódica, más atenta al dibujo de una galería de personajes pintorescos (como aquel camionero que interpreta el gran Ken Foree), una estructura menos servil a los tiempos y los ritmos del slasher, que multiplica las perspectivas en lo que es la crónica del lento y sangriento regreso de Michael al hogar siguiendo el llamado alucinado de su madre, su mandato para reunirse con Laurie y volver a estar juntos los tres. Encontramos de nuevo la fusión mortífera materna como corolario último de la quiebra de la Ley del Padre.
Zombie es hombre de secuelas, se supera en las variaciones, se pierde por los derroteros de las repeticiones que ensaya y se encuentra al cabo en preciosas diferencias que conducen a la vía muerta de la irrupción de lo real en todas las fiestas del mañana. En lo relativo a la familia, su cine establece un momentáneo non plus ultra en la escritura de cierta noción tradicional en las dos variantes tratadas, en presencia y en ausencia de la Ley del Padre, configurando sendos itinerarios tortuosos que enuncian una verdad radical sobre la familia y la emergencia del sujeto en su seno, no puedes escapar de ella, o, evocando el filme de Mickle, somos lo que somos. Mirad sino a Laurie.
Halloween 2
La familia que lucha unida…
No obstante, y a despecho de cierta inercia iconoclasta, el fantástico hodierno también ha celebrado la pertinencia de la familia, sus virtudes ineludibles, sus logros manifiestos, denunciando que la crisis de valores que compromete diversos espacios sociales se debe, precisamente, al declive de la familia como núcleo sólido y cohesionado en torno a ciertos roles, cifrando, por lo tanto, en su unidad, cohesión y fortaleza la esperanza de supervivencia del sujeto en tanto que contribuye a contener sus impulsos destructivos, disolventes de la labor cultural comunitaria.
Habría una línea, digamos, positiva, conservadora, dirían algunos, donde la familia como institución tradicional se ve amenazada por fuerzas foráneas, extrañas, que ponen su unidad en peligro. Sin embargo, esas fuerzas que la asedian ya sean virus o feroces criaturas de origen desconocido, no emboscan tensiones que dimanan de su propia estructura, como el conflicto generacional entre los vástagos adolescentes.
Tres filmes dan cumplida cuenta de esta variante positiva, Hidden: Terror en Kingsville (Hidden, Matt Duffer, Ross Duffer, 2015), Llega de noche (It Comes at Night, Trey Edward Shults, 2017) y Un lugar tranquilo (A Quiet Place, John Krasinski, 2018).
En Llega de noche, la tensión nace de la falta de confianza que va minando las relaciones entre las dos familias que conviven en la misma casa. El pater familias, Paul (Joel Edgerton), se debate entre la responsabilidad hacia su familia y consigo mismo como sujeto ético, pero también como educador que debe transmitirle ciertos valores a su hijo adolescente, preservar un reducto de humanidad en una situación de supervivencia extrema. Siendo consecuente con este código, acoge a una pareja con su niño pequeño, gesto altruista que revierte irónicamente en la destrucción de ambas familias. El plano final reitera uno de los primeros, solo que ahora la pareja está sola y la ausencia convoca la mirada del espectador hacia el vacío como núcleo de la imagen. Son una familia sin futuro, el fin del pasado se certificó en los primeros compases con la muerte del abuelo. Son solo una pareja, es decir, no son ya una familia.
Llega de noche
Hidden: Terror en Kingsville plantea interesante variación acerca de la relatividad de la noción de normalidad invirtiendo la premisa argumental de Llega de noche. Hacia la conclusión, la pequeña Zoe (Emily Alyn Lind) pregunta a su benefactor: ¿Son distintos, como nosotros?, a lo que el chico responde, Sí, pero aquí es normal.
En Hidden: Terror en Kingsville uno de los problemas es hacer llevadera la reclusión a la niña, amén de procurarle una educación, de nuevo, preservar un núcleo de humanidad, algo que se concreta en la regla Nº 2, “No perder el control”. La familia aparece como lugar de la Ley, único modo de mantener a buen recaudo a la bestia que el virus en conjunción con la pérdida del control emocional desata.
Encontramos aquí un jugoso comentario de la pareja de hermanos acerca de la incomprensión del papel fundamental de la familia en la educación, en el seno de una sociedad que se sume en una crisis de valores que la abocará a una posible auto aniquilación.
Hidden: Terror en Kingsville
Un lugar tranquilo pone el énfasis en tratar de recuperar la normalidad en medio de una situación de anormalidad, de nuevo las tensiones internas derivan de la rebeldía de los hijos adolescentes a la Ley paterna, pero también de la culpa, la pérdida de los seres queridos y la necesidad de dar continuidad al proyecto familiar engendrando nueva vida. Un discurso positivo que encuentra su clímax en el plano de Evelyn (Emily Blunt) dando a luz a su hijo en una bañera mientras es acechada por una de las criaturas. Concreción magistral de la amenaza que se cierne sobre la familia en el momento mismo de su emergencia.
Un lugar tranquilo
Epílogo
La familia es eso que pasa en torno a una mesa durante el desayuno o la cena, momento en el que la comunicación es posible o colapsa, momentos en el que los sujetos interactúan, se quieren, se agreden. La familia es eso que establece una cierta Ley, la Ley paterna y la prohibición edípica, en ausencia de la que el sujeto se precipita por el tobogán de la esquizofrenia y la psicosis hacia el núcleo de un terror familiar, demasiado familiar.
Por eso, la ingesta del padre en Somos lo que somos, usurpando el lugar del banquete, siendo él el banquete, nos parece el comentario más mordaz sobre la aparente crisis de la Ley por obra de una disidencia que la consagra, en tanto que diviniza su carne, la hipostasía y dota de una trascendencia por encima del orden legal humano, garantizándose su acatamiento y la perpetuación del espacio que reglamenta. Por analogía, toda disección de la familia, todo cuestionamiento, siempre pertinente, necesario en la medida en que hace emerger sus miserias y contribuye a depurarlas, no debe hacernos olvidar que contribuye a su afirmación y fortaleza.
Somos lo que somos