Family Tour
Los retornados Por Jose Cabello
En Annecy, ciudad francesa próxima a la frontera del país galo con Suiza e Italia, Camile, una adolescente, despierta en mitad de la montaña, lejos del pueblo. Aturdida, Camille consigue deshacer el camino de vuelta a casa. Dentro, su familia la recibe con rostro desencajado, ni sus padres ni su hermana parecen entender lo que está pasando. Tampoco ella. Camille está regresando regresa a casa cuatro años después de su muerte en un accidente de tráfico. En la serie de televisión Les Revenants (Fabrice Gobert, Frédéric Mermoud, 2012-), los personajes retornados experimentan un proceso de confusión y exasperación tras su reaparición cuando, reabsorbidos por el entorno familiar, comprueban que la vida se desarrolló sin ellos. Les Revenants ilustra un concepto de zombie sin necesidad de alimento, con insomnio perpetuo y al margen de la sociedad en la que se criaron. Tres características que bien podrían definir la sensación que invade, en esos primeros días de visita al hogar, a los que no vivimos junto a nuestra familia.
Retozar en la cama desorientado, extrañando tu propio cuarto, formará parte del ritual de retorno. Retomar las viejas rutinas que pensábamos olvidadas y que se nos reinstalarán en la memoria en tan solo tres días, también. Bajo estas premisas Family Tour nos invita a participar del singular regreso de Lily, durante un mes, al núcleo familiar. Lily, abandonó su pueblo en Barcelona para continuar en Méjico su carrera como cineasta. De hecho, Family Tour es la consecuencia directa de un proyecto personal donde la directora, Liliana Torres, configura la única pieza de la familia interpretada por una actriz profesional, el resto lo forma su propia familia interpretándose a sí misma.
Family Tour revela la partícula de chantaje emocional innata en las relaciones paterno-filiales.
Relaciones ávidas de atraparnos y destinarnos a una ruta genealógica forzosa para nosotros, hijos exiliados, llamados a recorrer todas las casas de nuestros parientes, ya sean tíos, primos o abuelos, con la intención de sacudir las telarañas a unos vínculos afectivos más bien inexistentes. Durante el tour, la Inquisición familiar hará uso del zurrón de cuestiones tópicas sobre trabajo, hábitos en tu nueva vida, o apelará, en última instancia, a un sutil juego de coacciones repleto de preguntas trampa para averiguar si nuestra intención coquetea o no con el regreso ulterior a casa.
Tres días en el hogar bastarán a Lily para reafirmar su decisión de no vivir con la familia. Marc Coll establece el mismo número de días, Tres días con la familia (Tres dies amb la família, 2009), para desmoronar el falso acto protocolario de las relaciones familiares basadas en las apariencias pero dañadas en la médula. Nuria Gago -Lily en la ficción- durante las conversaciones con su madre en el coche, peregrinando de lar en lar, halla la clave de su marcha y el éxito de su permanencia. En muchas ocasiones huimos de una ciudad, o de un entorno, para estancarnos en otro, pero Lily tiene claro que lo mejor de vivir en Méjico es no vivir en Barcelona.
El desencanto de Lily con su estirpe camina en la misma dirección que El desencanto (Jaime Chávarri, 1976) familiar por antonomasia, el del clan Panero. Ambas películas comparten la idea del fin de raza, entendiendo raza como linaje, las divagaciones de los conflictos dialécticos, o la figura matriarcal próxima al maniqueísmo de Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, Robert Aldrich, 1962) También comparten, en términos relativos, la ausencia de la figura del padre. En El desencanto, Leopoldo María Panero ha muerto, siendo la huella de su desaparición la que, probablemente, origine los trastornos mentales de sus hijos. Family Tour, por el contrario, mantiene la silueta patriarcal pero dibuja la relación padre-hija en un perpetuo stand by. De hecho, sólo interactúan en la escena de un concierto al que acuden juntos para ver la proyección del videoclip creado por Lily. La performance, en un mini ejercicio de metacine que guiña al objetivo de la propia película, ensaya sobre la complejidad del paso de la infancia a la madurez. Lily construye una metáfora mostrándose en ropa interior, despojándose de su vestimenta “adulta”, para, a duras penas, prenda a prenda, conseguir embutirse dentro de los minúsculos ropajes de niña y quedar en una ridícula pose en la que no podrá articular movimiento. Lo ridículo del adulto con cánones de comportamiento adolescente. El padre, atento a las imágenes, le reprocha la osadía de posar casi desnuda delante de tanta gente, obviando la metáfora. Lily, a estas alturas, advierte el creacionismo de sus padres: ni el paso del tiempo, ni vivir fuera, hacen poso en los roles familiares.
De mayores, nos autoconvencemos de no repetir jamás los errores de nuestros padres, para caer, quizá, en los de nuestros abuelos. El eterno retorno. Luchamos enérgicamente contra el establishment familiar, como lo hacía Natalie Portman atrancando la puerta a su madre en Cisne Negro (Black Swan, Darren Aronofsky, 2010); nos amparamos en la diferencia generacional, que a su vez conlleva no compartir intereses e inquietudes; pero en definitiva, nos cobijamos en la sombra de la soberbia al creernos sujetos diferentes, invocando el infantilismo de Matilda (Danny DeVito, 1996) como paradigma de la inadaptación familiar. Debemos abandonar la autocompasión, solo útil para escudarnos en mirar por encima del hombro a nuestros padres. La obra de Liliana Torres sirve como coartada perfecta a una catarsis personal donde la directora ha volcado todos sus demonios internos esperando la llegada de un exorcismo. La noche antes de finalizar sus vacaciones, Lily entiende que el exorcista no aparecerá. O al menos, no en la forma que ella espera. Y en la intimidad del baño, en una secuencia interrumpida bruscamente con fundidos a negro, el espejo reflecta la solución en el rostro desfigurado de Lily, intercambiando así las miradas en un conflicto de perspectivas. La protagonista acepta las condiciones del juego familiar, adopta una actitud adulta y comprende que ella también es parte del problema, captando lo efímero de su estancia y logrando relativizar.
Nuestras largas ausencias del hogar no solo reflejan la marca de los años en nuestros padres, también nos empujan fuera del desarrollo cotidiano de sus vida, arrebatándonos la presencia en circunstancias de especial fragilidad familiar, como la muerte. En una secuencia sutil, breve pero dolorosa, Lily acude al cementerio para visitar la tumba de un familiar del que no pudo despedirse. La holgada lista de asuntos que no contemplaremos, o a los que no podremos acudir, nos obliga a reflexionar sobre si la decisión de estar fuera de casa es la más acertada.
El dedo acusador de estímulo fácil señalará la excesiva sobreactuación de toda la familia, excluyendo obviamente, a Nuria Gago. Sin embargo, la artificialidad de Family Tour evidencia el trabajo de guión detrás de cada puesta en escena, sin olvidar la cuestión kamikaze de utilizar a tu propia familia para abordar el tema de las disputas familiares. Un ejercicio que exuda libertad, saliendo al paso de análisis concienzudos basados en el tanto por ciento de componente de ficción o realidad.