Faust (Fausto)

El demonio de los incrédulos Por Ignasi Mena

Pacté con el diablo y lo único que recibí fue esta triste camiseta

Entre todos los pactos con el diablo que tengo en mente, el de Faust (Fausto) [Faust (Lekce Faust), 1994] de Jan Svankmajer (Praga, 1934) tiene el mérito de ser el menos diabólico (el diablo juega un papel secundario) y el más infernal. El infierno que se nos presenta aquí carece de castigos y, por ende, de posibilidades de redención (entendida esta redención, también, como conclusión que cierra el drama). Se trata de un infierno desprovisto de concepciones de mal o de eternidad que acompañen y sirvan de asidero, de marco religioso-teológico, a los condenados, cuya condena radica entonces en la libertad para elegir entre opciones diversas, pero ninguna de ellas significativa. ¿Podría imaginarse una tortura peor y más trágica que la de una libertad estéril?

Situemos este pacto fáustico en su contexto: una República Checa que se ha quitado los amarres de la URSS, abierta al capitalismo, amodorrada, por decir así, después de su letargo comunista, vulnerable aún a los engaños y las seducciones del poder (político, económico) 1. Fukuyama había dejado caer por esas fechas su célebre decreto del fin de la historia, o sea, el advenimiento triunfal y definitivo de un proyecto de democracia liberal globalizada, uno de cuyos factores imprescindibles sería la supresión de la megalothymia o ambición individualista de destacar sobre los demás. Es esta pretendida supresión la que Svankmajer, en los albores de la post-historia, se permite poner en duda. La voluntad individual de poder es al fin y al cabo una criatura proteiforme y acomodaticia. Y en pleno 2018, ante las presidencias de los Estados Unidos o Corea del Norte —por mencionar los que están de actualidad en los medios— es evidente que la megalothymia no es un mal de «época» sino radical, anterior a cualquier tiempo, con lo que su fin no puede conceptualizarse, al menos no en términos históricos. Como si en nuestra democracia liberal la voluntad de poder clásica no pudiera encontrar nuevas formas de subyugación y dominación. Más al respecto en un momento.

Faust

¿Qué se le ha perdido a Fausto en esta República checa? La pregunta debería estar precedida de otra más grave: ¿existe tal cosa como un Fausto en el país y la época de Svankmajer? De existir, ¿lo llamaríamos por ese nombre? Al inicio apuntamos que el papel del diablo en esta recreación del mito de Fausto es menor de lo habitual. Nada más verosímil: el protagonista del filme, un ciudadano checo de traje gris (Petr Cepek), salido de la boca del metro como si regresara de trabajar (o como si acabara de nacer), es prototipo del hombre moderno descreído y práctico. No hay espacio en su vida para la superstición o los mitos religiosos. Y aun así, cuando recibe una invitación al pacto fáustico en forma de un misterioso mapa, que se le reparte (como a tantos otros ciudadanos) a la salida del metro, se le iluminan los ojos, algo cambia en él (algo que quizás ya estaba ahí). La lucha por el dominio de su alma ya ha empezado.

Faust 1994 Svankmajer

Esa escena, de una trivialidad pasmosa, nos permite vislumbrar qué ocurre en el corazón humano cuando se lo despoja de ciertas imágenes, o de ciertos mitos, que durante tanto tiempo han guiado su comprensión del mundo: las imágenes explicativas mueren, pero los impulsos permanecen, ¿y cómo guiarlos, educarlos o transformarlos, sin el relato-dador-de-sentido? El infierno que nos presenta Svankmajer no tiene forma; no tiene, por lo menos, la forma clásica. Eso lo vuelve invisible hasta que aprendamos a verlo de nuevo. Pero corre prisa: el infierno es conocido por su constancia, sobre todo si sabe que tiene mucho que ganar, y en el Faust (Fausto) de Svankmajer—como en tantos otros—el inocente ciudadano, escéptico, racional, caerá fácilmente en sus garras si no sabe prevenirse.

Es de gran importancia que el ciudadano checo y gris de buenas a primeras no reconozca el mal (el mapa que le entregan, o «ticket de entrada», acaba arrugado en el suelo junto a la mayoría de las invitaciones). Acaba de sostener entre sus manos la llave del infierno y no se ha dado cuenta. El infierno está en los detalles, según reza el adagio; en los detalles más cotidianos e irrisorios. La cuestión es cómo detectarlo. El mapa, o más bien el papel impreso, no llama la atención sobre sí mismo en virtud, precisamente, de su condición de desechable. Gracias al bajo coste del papel y de la impresión en masa se asegura al contenido una presencia avasalladora en cualquier ámbito de la vida, y a su vez esa omnipresencia es la garante de su invisibilidad. Pero aquí lo urgente no es el contenido de los impresos; es el hecho mismo de la impresión en masa lo que nos ocupa. En este sentido, el mapa serviría como representante de los medios de comunicación contemporáneos, incluyendo los periódicos tanto como la televisión (no, por ejemplo, los medios digitales). A primera vista parecería lo contrario, porque la película nos persuade de que lo importante de la escena es el mapa en sí. ¿Y si en cambio fuera el sistema de producción y distribución aquello que nos pone, literalmente, al diablo en las manos? Visto así el mapa sería un símbolo, una elaboración, quizás una excusa para imprimir y distribuir. El poder no está en lo visible, sino en lo que circula.

Faust 1994

No es banal, entonces, que el desenlace del filme (que no implica ningún desenlace en términos absolutos) venga provocado por un automóvil: cuando, en el último momento, los desventurados faustos se arrepienten de haber vendido su alma y huyen aterrorizados (nuestro fausto es solo uno de una larga serie), aparece un coche y lo atropella. Este vehículo circula, efectivamente, pero sobre todo es uno en una larga cadena de objetos de consumo que se compran, se venden, se alquilan, y se descomponen. Barthes, en sus Mitologías 2, ya exploró el símbolo del automóvil en dos de sus vertientes: en primer lugar, la lógica de posesión, profundamente subjetiva y preñada de ansias de dominación (reflejo de la relación expresiva según Benjamin) y por otro lado la lógica de la conducción, centrada en el control, la dirección, la proyección, un estado diferente al del poseedor ebrio de poder. A nivel cotidiano uno puede conducir un coche y vivir su experiencia placentera o estresante, estética o funcional. Ahora bien, ¿y si a pesar de todo sigue habiendo un «poseedor ebrio de poder»? Si el conductor se «limita» a conducir es porque el «productor» se limita a «producir» y la conducción solo es posible producción mediante. El ansia de poder del conductor no forma parte de la lógica interna de la relación entre sujeto y vehículo, pero eso significa, básicamente, que la posesión se ha desplazado. Si la hybris no está aquí lo más probable es que esté en otra parte. ¿En manos de los productores? No. Dentro del sistema que permite producirlos y conducirlos, extendido por toda la red de circulación.

¿Se trata, entonces, de que el capitalismo y el consumismo son el nuevo diablo, según Svankmajer? No exactamente. El mapa que se le entrega al ciudadano lo conduce a un recinto teatral, es allí donde se viste con las ropas de Fausto, agarra el guion y recita las palabras precisas. El ciudadano no es Fausto; se convierte en él. Primero con curiosidad; después, cuando se aburre o no lo ve claro, de mala gana, obligado por los otros trabajadores del teatro; finalmente lo hace con pleno uso de razón, cómodamente instalado en su nuevo papel. Las palabras de Fausto no son las suyas; tampoco la vestimenta, o el maquillaje, pero su cuerpo y su mente acaba adaptándose a ellas. El mito es perfectamente flexible; también el diablo. ¿Por qué invoca Fausto a Mefistófeles? ¿Qué quiere conseguir del diablo? Aquí su guion se ciñe a los clásicos: saberes, mujeres y placeres durante un tiempo determinado. Pasado ese tiempo, el diablo regresará para llevarse su alma.

Faust 1994 Jan Svankmajer.jpg

Pero está claro que el guion de la obra no es el del ciudadano gris; el ciudadano gris se convierte en Fausto en varias ocasiones, tantas como se desviste y recupera su aspecto cotidiano. Fausto pertenece al escenario, a los decorados, al guion, al mito; el ciudadano pertenece a la ciudad, a la urbe, a la vida cotidiana. Y sin embargo acaban profundamente imbricados, sin que el ciudadano se dé cuenta. Fuera del escenario el diablo es irreconocible, jamás llama la atención sobre sí mismo; actúa mediante objetos cotidianos y, si así lo requiere, mediante símbolos de gran poder de sugestión, pero, al fin y al cabo, bastante comunes (un gallo negro, una mujer con un gato negro); dentro del escenario se presenta como una obra de teatro, una representación, algo así como un juego dentro del juego. En el primer caso no se lo reconoce; en el segundo no se lo toma en serio. Y entre apariencias, mentiras y embustes, el diablo acaba consiguiendo lo que quiere. Por un breve instante Fausto también cree tener lo que busca, aunque con su inteligencia y lucidez descubre rápidamente al mentiroso, y aun así sigue siendo culpable de hybris, como Prometeo.

El ciudadano está por su parte exento de esta culpa. Su papel consiste en obedecer órdenes, en seguir paso por paso la representación del mito de Fausto y llevarla hasta el final. De hecho, su papel empieza mucho antes, cuando accede seguir a las indicaciones del mapa para llegar hasta el escenario. ¿Sabe acaso qué, o quién, le encarga su trabajo? ¿Quién ha escrito su papel? Parte de la tragedia de este Fausto contemporáneo es que el diablo representa otra cosa, la obra de teatro representa otra cosa, y en última instancia la vida y la muerte del ciudadano representan, en realidad, otra cosa. El significado hay que buscarlo fuera, no dentro. En algún momento el ciudadano ha perdido el control, o el dominio, de su vida. O, dicho de otro modo: sin saberlo ha pactado con una potencia que no tiene rostro y que le ha arrebatado el alma. Visto así la obra de teatro le sirve como representación de lo que hace: el teatro refleja la realidad. Pero el ciudadano no se detiene a contemplar la (propia) representación. Cada vez que aparece en escena un bufón, cuando la tragedia es sustituida por la comedia en el escenario y cambia el tono, el ciudadano se desviste y desaparece. No tiene tiempo para «comedias», tradicionalmente uno de los géneros más despreciados y maltratados. Es en la comedia, de hecho, donde podría tomar consciencia de sus palabras y sus acciones, no solo las pronunciadas sobre el escenario, sino también las dichas al margen de la representación, aquellas que podría considerar las suyas propias. Para comprender sus propios gestos, repartidos entre la ciudad (como ciudadano) y en el escenario (como actor que representa el Fausto) se le ofrece una técnica tradicional, un arte, una representación del mito… y él la rechaza. La ignora. Parafraseando unas palabras de Svankmajer al inicio de su Sobrevivir a la vida. Teoría y praxis (Prezítsvujzivot. Teorie a praxe, 2010), No hay tiempo para sueños porque no dan dinero.

 Collage Faust

De la misma manera que el ciudadano no quiere ver «teatro», el diablo necesita de cierta «representación» para esconderse, para disfrazarse. El diablo se disfraza para que no lo vean; el ciudadano no quiere ver aquello que está disfrazado. Y aún podría especificarse un poco más: en ambos casos se quiere ocultar o ignorar el hecho de que tanto la realidad como la ficción, tanto el bien como el mal (binomios de sospechosa simpleza), son fruto de la convención. El ciudadano rechaza contemplar la obra de teatro porque la juzga «convencional»; tampoco se detiene a aceptar la idea de que su vida cotidiana es otra «convención», otro montaje (con su recital de guion y cambios de vestimenta). Si la figura de Fausto casa tan bien con el ciudadano, si le sirve como representación de sí mismo, es porque Fausto abandona también la idea de ceñirse a cualquier convención. Fausto quiere ser más que los demás, quiere de hecho ser otra cosa que el resto. Las convenciones no le satisfacen. El punto medio de la virtud griega, o la piedad cristiana, no van con él. El ciudadano cumple con su papel (con su trabajo) sin rechistar. A veces con mayor gana, a veces con menos. Su culpa consiste en que jamás se plantea si lo que está viviendo, desde sus deseos a sus horarios, desde sus inquietudes a sus conforts, no es más que una ilusión. Una fantasmagoría.

En la era (¡post-histórica!) de los mass media y del capitalismo (llamémosle protocolariamente “régimen neoliberal”), uno suele tener al enemigo en casa, en la alcoba, y más aún, uno suele tenerlo dentro, organizando nuestro espacio vital, nuestro tiempo, nuestras emociones. No deja de ser una maravillosa coincidencia que en su libro Psicopolítica 3 el filósofo coreano Byung-Chul Han, siguiendo a Deleuze, haya considerado que la serpiente es el animal que mejor simboliza el régimen neoliberal: no es un sujeto limitado por la biopolítica, como el topo, que está sometido a estrictas condiciones de control físico para asegurar su productividad, sino que es un proyecto, movimiento puro, mucho más productiva porque no tiene paredes que la encierren ni límites en el uso (o la explotación) de sus fuerzas. Como símbolo (infernal, sibilino) del nuevo estadio del capitalismo, la serpiente también comparte otras características con el nuevo poder; por ejemplo, actúa silenciosamente, sin llamar la atención sobre sí misma, y consigue que sus trabajadores se esfuercen sin instrumentos disciplinarios, sin la intervención física de sus señores, más bien seducidos a trabajar, motivados a auto explotarse, sometidos a la dictadura del «me gusta». Si las puertas del infierno tuvieran una cita, ya no sería «abandonad toda esperanza aquellos que entréis» sino «protégete de lo que quieres o abandona toda esperanza». Las cosas no pueden consumirse infinitamente; las emociones, sí.

 Faust 1994 Jan Svankmajer 2

En la película de Svankmajer el ciudadano no quiere nada. Se ponen las palabras de Fausto en su boca para mostrar que no tiene palabras propias. Ahora bien, ya no es necesario que el ciudadano quiera nada para que el diablo se lleve su alma. Solo basta con cumplir los pasos adecuados. El último capitalismo también ha conseguido que se trabaje sin pedir nada a cambio; el trabajo en sí ya no es nada (o puede serlo todo); también puede dártelo todo (o no darte nada). Y, aun así, aunque no trabajes (aunque intentes sustraerte de la dinámica del trabajo asalariado), seguirá existiendo lo que Sloterdijk llamó “el mundo interior del capital”: formas parte de él incluso en la inactividad y el desempleo. El ocio no podría ser un bastión de la resistencia o la crítica. El diablo, desde esta perspectiva, no tiene rostro. Puede adoptar el de cada uno, como en el caso del Mefistófeles civil de Svankmajer. Pero en sí es una fuerza sin cabeza. El coche que atropella a todos los Faustos, cada vez, cuando intentan huir del abrazo del diablo, no tiene conductor. Si antes se diría que hay poderes que devoran a los que intentan dirigirlos, como muestra el desenlace del Fausto (Faust) de Sokurov (2011), aquí diríamos que hay poderes que nadie puede detener.

Por muy iconoclasta que sea el Faust (Fausto) de Svankmajer (seguidor confeso del Marqués de Sade, de Edgar Allan Poe, de Sigmund Freud o de Lewis Carroll, a quienes también ha llevado a la pantalla) es posible descubrir, tras bambalinas, a un artista obsesionado con las «convenciones. Eso no significa que el checo busque repetir lo «anterior» con espíritu conformista; más bien pone la mirada en la naturaleza artificial, maleable, lúdica, de las convenciones, ya pertenezcan a un ámbito estético o religioso (tradiciones culturales, prácticas artísticas) o a los ámbitos político, económico y social (hábitos y costumbres colectivos). Su objetivo es abrir en las convenciones un espacio para la reflexión, para su potencial transformación; tarea que consiste, precisamente, en la desnaturalización de lo natural, en la representación artificial de lo que se impone como a-priori, trascendente, no-hecho.

 Faust 3

Si los hábitos y las costumbres son revestimientos o vestidos, o como dice Eugenio Trías, el tejido (de la memoria) transformado en vestimenta (depósito de tradiciones) 4, entonces Svankmajer, y con él toda una serie de directores marcados por el psicoanálisis (desde Hitchcock a Buñuel, pasando por Polanski, Bergman, Godard y Lynch) se dedican a levantar las faldas a la muy pura y casta sociedad en la que viven; muestran las costuras del hábito y los problemas que se derivan de no reconocer la confección como lo que es. En este sentido, la protagonista por antonomasia de Svankmajer es la psique sujeta a un «modelo» de actuación, de comportamiento, conceptual o práctico que toma por autoevidente, que confunde con lo dado. Svankmajer, más que explicar la naturaleza y el funcionamiento de una leya posteriori, no dada, explora las dis/funciones (neuróticas, psicóticas, sexuales, homicidas) derivadas del no reconocimiento de su naturaleza.

Ni la naturaleza ni la sociedad, ni la técnica ni la magia, ni el modelo ni la copia son lo que son, porque no son (exclusivamente) lo que parecen; la relación que se establece entre técnica y naturaleza (dada por supuesta entre los grandes prometeos de la ciencia), o entre sujeto y objeto (que se expresa «espontáneamente» gracias a las fantasmagorías del capitalismo), o incluso entre el sujeto y su propio yo (como apuntan aquellos que temen a las profundidades del ser humano) conserva siempre un potencial lúdico y dinámico, quizás disruptivo, incluso libertador. Pero para poder aprovecharse de él hay que cumplir una condición: debe entenderse el mundo social como un conjunto de convenciones, o a la inversa, debe concebirse la totalidad como un sinfín de construcciones artificiales. Bertolt Brecht 5 introdujo la idea de extrañamiento en el teatro épico para referirse a los elementos artísticos que distancian al espectador de lo que ve; con ellos se destaca la artificialidad de la realidad, se produce un distanciamiento que puede abrir la puerta a una nueva interacción con el entorno percibido (en la realidad o en la ficción). Si esta distancia no se produce, si no hay efecto de extrañamiento, el hábito acaba convirtiéndose en, o sigue siendo, pura identificación (el individuo que ejecuta la acción se concibe uno solo, se confunde, con el modelo de la acción que realiza) y el sujeto asimila una realidad convencional a una naturaleza esencial.

Cuando Svankmajer descuartiza los materiales originales con los que trabaja y los opone a otras versiones del mito, a otras ficciones, e incluso a las costumbres y los hábitos de su propia época, no está siguiendo los pasos del artista kitsch, que según Broch busca lo bello, no lo bueno, ni tampoco los pasos del artista del pastiche, que según Jameson vacía de contenido histórico las imágenes para reducirlas a bella apariencia y presentarlas en su desnudez semántica. Nada más lejos de la realidad. El arte de Svankmajer revela la escritura oculta de los mitos y de las prácticas cotidianas y muestra cómo están todos formados del mismo lenguaje; la naturaleza y el arte se transforman el uno en el otro. El ciudadano y Fausto se convierten el uno en el otro y viceversa. Ese vínculo puede verse parcial o completo, liberador u opresor, dependiendo del conocimiento y la actitud que uno tome hacia él. Lo de vital importancia es saber que existe, que está ahí. Quizá sea ese conocimiento el que evite que nos condenemos cada vez que Satanás nos invita a su casa. O el que nos permita reaccionar cuando descubramos que Satanás ya está en la nuestra. Descubrimos Satanás en nuestros corazones incrédulos.

  1. Ver JAMES, Caryn. «A passive Faust goes slowly to hell» en The New York Times: http://www.nytimes.com/1994/10/26/movies/film-review-a-passive-faust-goes-to-the-devil-slowly.htmlSobre las implicaciones políticas de su película, Svankmajer dijo que su Fausto había aceptado el capitalismo con la misma pasividad con la que había tragado el régimen totalitario. En sus propias palabras: «Fausto es manipulado como una marioneta.»
  2.  BARTHES, Roland (1999): Mitologías. Madrid: Siglo XXI Editores.
  3. HAN, Byung-Chul (2014): Psicopolítica: Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Herder Editorial.
  4.  TRIAS, Eugenio (1978): La memoria perdida de las cosas. Barcelona: Taurus.
  5.  TODOROV, Tzvetan (2005): Crítica de la crítica. Paidós Ibérica.
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