Fausto
Lo sublime Por Manu Argüelles
Hace unos años, mientras preparaba un artículo sobre el invierno en el cine, en la búsqueda de películas, me encontré en una lista a Padre hijo (Otets y syn, 2003) como una referencia a mi objeto de investigación. El azar quiso que me encontrase por primera vez con el universo cinematográfico de Alexander Sokurov, posiblemente el director ruso vivo más importante de la actualidad y uno de los nombres ineludibles de la autoría europea. Le estoy eternamente agradecido a aquel despistado que la asoció erróneamente a la última estación del año, porque la experiencia de Padre e hijo produjo en mí un efecto arrebatador e hipnótico. El desvío involuntario casi provocó que me olvidase de lo que me ocupaba en ese momento, y consiguió una entrega inmediata a su cine.
Fausto fue la ganadora de la última edición del Festival de Venecia y, de esta manera, tras una extensa y geométrica trayectoria, Sokurov alcanzó su primer reconocimiento, en cuanto a premios importantes de la Europa occidental.
Esa ocasión también sirvió para que la despedida de Marco Müller al cargo de la dirección del certamen tuviese una sensación agridulce, ya que él fue uno de los principales responsables de la penetración del cine de Sokurov en la Europa del euro. El azar ha querido que el film también venga ligado a la marcha de otro director de un festival, en este caso ignominiosa, puesto que se vio con gran éxito (agotó todas las entradas en sus pases) en la última edición del Festival de Gijón, lugar donde la vimos por primera vez.
Además, el mismo trabajo supone un cierre en la estructura de la obra del realizador, dado que actúa como broche de la tetralogía que el director ha destinado al estudio de la naturaleza del poder. Las anteriores se centraban en la instantánea del ocaso de tres grandes figuras históricas: Hitler (Moloch, 1999), Lenin (Taurus, 2001) e Hiroito (Solntse, 2005). Fausto es el epílogo conclusivo que funde sus raíces en el mito del pacto con el diablo. En ella se elucubra una disertación, que tiene mucho de metafísica del mal, en torno a la corrupción y la decadencia. Utiliza como vehículo la obra de Goethe, especialmente su primera parte, y, aunque no sea una adaptación literal, acaba siendo más fiel que, por ejemplo, otra gloriosa traslación al cine, la mítica y monumental cinta de Murnau.
El Fausto de Sokurov es un racionalista de la Ilustración (niega que exista el alma), un doctor con exceso de bilis negra, atrapado en un mundo monstruoso e irracional que acaba sucumbido bajo las manipulaciones del diablo. El hombre es un ser débil y ambicioso que ansía riqueza (aqueja un hambre famélica y no tiene dinero). Se trata de un papel protagonista que, como ya pasaba con el Mefisto de Emil Jannings, acabará devorado en la pantalla por un cínico usurero (profesión humana que adopta el Mefisto de Sokurov), donde no faltan hirientes punzadas a la Iglesia. El perfil que se dibuja de un viejo, repulsivo y decrépito Mefistófeles recuerda a aquel anciano de Taurus, que a duras penas puede caminar y que solo hace que gruñir y farfullar. Es como si el ángel caído (incluso Sokurov inserta alguna leve alusión a sus alas, aparte de mostrar su amorfo desnudo) al aterrizar en la tierra se impregnase de todo el hedor de la naturaleza humana.
Siguiendo con el mismo Taurus, también podemos decir, que de las tres, es con la que guarda más relación. No solo por el diablo, que nos recuerda el retrato claustrofóbico de los últimos estertores de Lenin, sino por el tono ofuscado y desapacible, junto con el exacerbado tratamiento estético.
No obstante, Fausto, bajo la paleta de Bruno Delbonnel, encuentra una expansión que le permite erigirse en una especie de súmmum y compendio de las experimentaciones visuales que son características en la filmografía del director de Madre e hijo (Mat i Syn, 1997). Un catálogo colosal, que bajo la escritura del responsable de la fotografía de Amélie (2001), el cual trabaja por primera vez con el ruso, se olvida de lo idealizado y lo bello, para trabajar en los cavernosos tintes de lo desagradable y lo soez. O centrándonos en el mismo Sokurov, nos alejamos de la capacidad de seducción que podíamos encontrar en los lienzos en movimiento de Madre e hijo, porque los fantasmas originarios a los que alude Fausto están arrancados de la inmundicia.
Quizás por ello, Margarita pierde el candor y la posterior condición estatuaria de mártir de la Gretchen de Murnau. Es una mezcolanza entre lo vertiginoso del ideal clásico y la disonancia de éste al hacerlo terrenal. A resultas de ello, la imposición de la belleza de Margarita a Fausto aparece como externa y equívoca para el espectador, porque se hace más evidente el vínculo de lo bello con la muerte, el ideal con lo putrefacto.
Eso provoca que la sensación de visionar Fausto no sea del todo placentera. Sokurov se hace áspero y desagradable, radicaliza su imaginario en descomposición y escarba en las fosas del mal gusto. No hay mayor declaración de intenciones que aquel plano aéreo con el que da inicio, forzosamente irreal mediante la digitalización, para posarse directamente en un cadáver -teniendo en primer plano su pene purulento-, para que después comprobemos cómo el doctor Fausto revuelve las entrañas del cadáver al que le está haciendo la autopsia. Este inicio del Teatro del Grand Guignol tiene su prolongación en el homúnculo de Wagner, el aprendiz confuso y desorientado de Fausto, pero limitar solo el largometraje a este aspecto sería darle un tratamiento parcial.
Porque el film es como la mandrágora, una flor que nace en el patíbulo de los ahorcados. Y en ese sentido, recoge el aliento pictoricista y habitual del director, ahondando en la figuración y composición asimétrica e insólita de la pintura barroca, bien de Brueghel, por ejemplo, para las secuencias grupales o, rebasando el período, nos devuelve la expresividad de las pinturas negras de Goya.
Porque si algo no le falta a Fausto es aliento barroco. Un aire denso y abigarrado que supura, que se hace corpóreo y telúrico. Eso hace que el enervante e hipnótico dinamismo de la cámara, o la presión de los cuerpos apretándose en el marco de visión 1, como la secuencia del paso del ataúd hacia la iglesia, recoja una fisicidad en la que se nos devuelve la antítesis de la perfección clásica de los bellos cuerpos masculinos de Padre e hijo.
El fastuoso tratamiento plástico del film, con su exhaustivo trabajo con la luz, su aplanamiento del volumen mediante la ensayada anamorfosis del díptico Madre e hijo y Padre e hijo, o sus enigmáticos velos brumosos traza una fascinante fantasía desbocada y devuelve al espectador una sensación de irrealidad espectral. Como si las esencias del mito brotasen de las tinieblas y al chocar con la luz se disolviese el grosor y se distorsionasen las figuraciones.
Fausto es como el cuadro de Quinten Massys, Anciana grotesca. Una sátira chocante, repelente y convulsiva pero que nos impide que apartemos nuestros ojos de ella. Es toda una experiencia asistir a esta ópera densa del horror, que busca lo patético a través de la emoción violenta y fuera de control. Es quizás una de las aproximaciones contemporáneas más cercanas a lo sublime en términos kantianos, un placer paradójico próximo al terror.
- Algo que recoge tanto de Moloch como de Taurus. Esa opresión de los cuerpos en un espacio angosto se hace figura de estilo cohesionadora de la tetralogía, como también lo son las figuras en los ángulos de los planos que espían a los personajes de la acción principal. ↩
Pues si, la cola que había en el FICX para ir a verla. Osea que algo tendrá…
Muchas gracias
qué buena Manu