Fences
Un tiempo que siempre llega “demasiado pronto” Por Fernando Solla
Death ain’t nothing but a fastball on the outside corner
Parece que Dencel Washington se quedó con ganas de seguir indagando en el universo de Troy Maxon, un personaje que interpretó en Broadway hace unos años y que ahora lleva a la gran pantalla. Fences es la versión cinematográfica de la obra teatral homónima de August Wilson, dramaturgo que adapta su trabajo a un nuevo formato y nos traslada por segunda vez al área metropolitana de Pittsburgh (Pensilvania), durante la década de los años cincuenta del siglo pasado.
El actor se transforma en un patriarca que a duras penas gana un salario mínimo para proveer a su familia de los requisitos básicos para la vida diaria. Mientras lucha por conseguir la igualdad de derechos para optar al mismo puesto de trabajo que sus compañeros blancos, no conseguirá mantener la armonía familiar y su mundo se desmoronará progresivamente. Mediante largas conversaciones con su esposa, hijos y su leal amigo conoceremos su pasado y su (im)posibilidad de futuro.
Hay un problema en Fences y es que, a pesar de la entrega de los protagonistas, las situaciones no se plantearán de forma creíble. El Washington realizador se basa en el diálogo desbocado y fuera de control y no tiene en cuenta que la imagen cuenta y comunica por sí sola. No resulta creíble el acercamiento a los distintos conflictos porque los escuchamos pero no los vemos reflejados. Viola Davis, en cambio, sabe aprovechar la mayoría de sus escenas para elevar el nivel de empatía de los espectadores, aunque su intensidad (adecuada para el personaje) no se verá acompañada por una gestión dramática adecuada ni en el montaje ni en la fotografía.
No ocurre lo mismo a nivel de contenido. Resulta muy interesante el tratamiento del tema racial. De algún modo, la incapacidad del personaje protagonista para escapar de sus propias frustraciones segregacionistas ofrece un curioso contrapunto en este sentido. Parece como si con este rol se quisiera denunciar no tanto el sentimiento de inferioridad como su aceptación y, lo más grave, su perpetuación. El discurso negará lo que la actitud muestra. Esta contraposición ofrece unas posibilidades para los intérpretes que, como hemos dicho, no siempre saben aprovechar. Los mejores momentos (y los más crueles) vendrán cuando se desarrolla cómo el protagonista vuelca su resentimiento hacia su hijo.
La progresión para mostrar las contradicciones del protagonista se expresa abruptamente, a medida que suceden o se desvelan varios acontecimientos determinantes. Este recurso parece una buena opción, aunque la secuenciación es algo confusa. La estructuración en actos del original teatral ofrecía una lógica para este desarrollo, pero en su traslado cinematográfico consigue que los golpes de efecto difuminen la reflexión o asimilación por parte del espectador. La fotografía opta por unos primeros planos que asfixian la imagen. Este recurso, combinado con la cantidad de diálogo provoca cierta crispación, ya que nuestro campo de visión queda reducido a primerísimos planos del rostro de los protagonistas. La reiteración que esto provoca será excesiva. Hay excepciones, como la secuencia inicial en exteriores, todo un ejemplo de inmediatez situacional.
La tiranía de la palabra y de la metáfora. Washington no sabe medir ni la dosis ni el momento adecuado para las alegorías. El símil deportivo termina resultando banal no tanto por su obviedad sino por su reincidencia. Lo mismo sucede con la muerte y no tanto con la valla que da título al filme. La que construirá Troy nunca sabremos si para protegerse del mundo exterior o bien para prohibir la salida de los suyos hacia él.
La confianza excesiva en la calidad del material de partida juega también una mala pasada llegado el desenlace. Una escena antológica de Davis desdibujada por una mala gestión de las emociones y el tempo narrativo. La reflexión de ella sobre su núcleo familiar no tiene precio. También es la actriz la que se adapta antes que nadie al cambio de registro, intentando crear algo nuevo en cada intervención.
Finalmente, Fences es un largometraje que no siempre logra trascender su original teatral y que se disfruta más por la temática que por su desarrollo narrativo, demasiado basado en el verbo y en unos diálogos alargados hasta la extenuación (tanto de los protagonistas como del público) especialmente en una primera parte demasiado asentada en el discurso. El filme se asemeja a un aparador para sus intérpretes cuando debería serlo para sus protagonistas. La empatía e implicación quedan algo desdibujadas por esta especie de escucha pasiva que invade a los espectadores.
Sin duda, el filme es un lujoso documento conmemorativo de lo visto en escena, pero la validez cinematográfica de esta característica no es suficiente como para justificar todas las decisiones descritas hasta aquí. Esta vez Troy no consigue persuadirnos como lo hizo en 2010, aunque los hallazgos de Wilson siguen sorprendiendo tanto por su posicionamiento como por su orientación.