Fóra
Viaje sin mapa Por Jose Cabello
Ya preludió Standley Kubrick, con su adaptación homónima en 1971 de La naranja mecánica (A clockwork Orange de Anthony Burgess), el doble posicionamiento de la sociedad ante un mismo hecho. Alex, el protagonista, debe someterse a una terapia novedosa para su necesaria reeducación eliminando así todo rastro de la personalidad agresiva que le caracteriza. Una vez reconvertido en un ente social, Alex regresa a la calle para convertirse en sujeto pasivo de esa misma violencia. Pero entre una conducta y otra ¿qué ha pasado? Dos cosas. Una: ha tenido lugar el Tratamiento Ludovico, una innovadora técnica de sobreexposición a imágenes de contenido altamente agresivo donde el sujeto es anclado a una silla frente a la pantalla que proyecta este carrusel del sadismo, sin posibilidad alguna de apartar la mirada, ni siquiera pestañear. Dos: la terapia anterior ha sido impuesta por el gobierno que actúa capacitando o incapacitando a Alex según sus criterios morales. Así realza Kubrick la subjetividad además de relativizar un suceso llevado a cabo por alguien considerado enfermo mental pero que, independientemente de su trastorno, es tratado por un órgano ajeno que aplicará una metodología u otra para su rehabilitación e incorporación a la sociedad.
En la teoría esto no plantearía ningún tipo de controversia. El problema lo suscita la práctica cuando, dependiendo de las circunstancias políticas, sociales y culturales, el procedimiento podría ser uno u otro incluso, yendo más allá, el diagnóstico podría diferir en cuánto lo hicieran las condiciones políticas, sociales o culturales. Por tanto, quién está enfermo para una sociedad no tendría por qué estarlo para otra, o quién trata una dolencia con pastillas, lo podría solucionar en otra con una simple terapia, o directamente no ser susceptible de tratamiento alguno. Como Foucault teorizó en su estudio sobre la locura, la diferencia entre las personas recluidas en instituciones mentales y el resto de nosotros, los que estamos fuera, estriba únicamente en que nosotros somos la mayoría, y si la mayoría fuesen ellos, seríamos nosotros los que estaríamos dentro. De esta idea deriva otra de sus obras, ‘La teoría del poder’, donde los individuos más poderosos – gobierno, grupos de presión, o la sociedad misma en su masa – determinarán quién está loco y quién no, respondiendo incluso a los intereses más bajos del entorno: una Bette Davis desquiciada en Canción de cuna para un cadáver (Hush… Hush, Sweet Charlotte, Robert Aldrich, 1964); o la confusión mental derivada del hipotético fin del mundo que atormentaba diariamente a Michael Shannon en Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) .
No será hasta bien entrado el siglo XX cuando tiene lugar la aparición de un movimiento que desafía los usos de la Psiquiatría convencional. La Antipsiquiatría cuestionó la mala praxis aplicada hasta la fecha sobre enfermos mentales. Además de refutar las hipótesis promulgadas bajo la que se amparaba esta rudimentaria Ciencia, condenó la lobotomía, los electroshock y cualquier hábito relacionado con la utilización de drogas en los pacientes. En este contexto, la reclusión en asilos o en viejas cárceles, como la Casa de Locos de Goya, caracterizan una primera etapa de índole restrictiva más que de fin propiamente terapéutico. Un intento de desmantelar de la vida pública a las bajas capas sociales, que no queda tan lejos hoy, una organización bajo el nombre de manicomio que casi siempre era respaldada por una institución religiosa. Pasarán décadas hasta considerar la enfermedad mental como una más, ahora el afectado debe convivir con el resto de la sociedad para sobrellevar, a través de la integración, su mal.
Fóra refleja esta relación de dependencia entre el devenir de técnicas psiquiátricas y la alternancia política en el poder dentro del antiguo hospital psiquiátrico de Conxo, en Santiago de Compostela.
Un documento insólito sólo capaz de definirse como un collage en movimiento de imágenes de archivo: grabaciones en Súper 8, fotografías, noticias, informes, comunicados oficiales y testimonios de algunos coetáneos que aspiran a dar voz al discurso sobre las diferentes etapas en la historia de este lugar. El material fílmico, aunque escaso, permite construir un bosquejo de la rutina en Conxo, desde su nacimiento, creado para enfermos mentales de familias burguesas, hasta la actualidad, donde la frontera entre el hospital y el pueblo se difumina: aunque libres de pasear por el exterior, los enfermos no participan de la colectividad, su vestimenta y el deambular provocado por la medicación, crea un rápido rechazo entre la población. El resto de herramientas en Fóra no caminan en la misma dirección, se estorban unas a otras, reforzando así la sensación de extravío en una vorágine de información inconexa. Un panel repleto de datos pero sin homogeneidad.
La falta de postura a la hora de abordar la grabación del proyecto, también repercute negativamente en su apariencia final. Fóra a pesar de no recrear espacios vacíos ni recurrir a una dramatización vulgar de los hechos, no logra concebir otra vía para el soporte de la narración, se limita a la mera exposición de transparencias al igual que una obsoleta clase magistral en la universidad. Lo atractivo de la propuesta naufraga sin una toma de contacto con la temática de la locura, la enfermedad o incluso la simple crítica social a la situación actual de la sanidad mental. Todo bordea el documental pero nada impacta, sólo hay un croquis de terrenos varados impresos en agua y aceite.