Frantz
¿Una guerra en blanco y negro? Por Paula López Montero
“Les sanglots longs/ des violons/ de l'automne/ blessent mon cœur/ d'une langueur/ monotone./ Tout suffocant/ et blême, quand/ sonne l'heure,/ Je me souviens/ des jours anciens/ et je pleure;/ et je m'en vais/ au vent mauvais/ qui m'emporte/ deçà, delà,/ Pareil à la/ feuille morte.”
“Articular el pasado históricamente no significa reconocerlo «tal y como ha sido» [en palabras de Ranke]. Significa apoderarse de un recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro”.
Frantz, último largometraje de François Ozon, versa –en su más sentido poético- sobre un discurso que ya Ernst Lubitsch en 1932 llevó al cine con Remordimiento (The Broken Lullaby, 1932). Ozon, con una trama similar a la de Lubitsch nos propone un replanteamiento después de varias generaciones, sobre el uso que le damos a las imágenes, a la memoria y, claro está, a la Historia, deleitándonos con una belleza clásica que invade y cala. No obstante, a la par que el deleite viene suscitada la reflexión: ¿qué ha cambiado desde Remordimiento a Frantz? Está claro que por detrás está la visión de dos directores bien diferentes, pero ¿habríamos de sopesar algo más?, ¿funcionan nuestros imaginarios ahora igual que hace 50 años?
Lo primero que cabe pensar cuando nos adentramos en el terreno convulso de la memoria, la historia y las imágenes de la Primera Guerra Mundial, es en cómo se nos aparece ese relato. No es una necedad pensar que a nosotros –generación postguerras mundiales- esos recuerdos o retratos colectivos se nos presentan, por momentos, en blanco y negro, como si el color fuese una cosa posmoderna inventada a partir de la era computacional. Pero y si nos vamos un poco más atrás y pensamos en por ejemplo la Edad Media, ¿vuelven los colores a hacer su magia? Puede parecer una reflexión nimia, pero nuestra percepción de la primera mitad del siglo XX viene, en gran medida, cedida por el claroscuro, por la mancha negra sobre el blanco o, si se quiere, por la tibia luz centroeuropea sobre el negro. Todo ello debido, también claro está, a que las primeras cintas, fotografía y documentos visuales técnicamente fueron sellados en blanco y negro.
Pero haciendo quizá retrospectiva del color en las representaciones previas al acontecimiento bélico, ¿podemos decir algo del blanco y negro, de la luz, más allá de la propia técnica fotográfica? Aquí no quiero profesar un manejo de la Historia del Arte que no tengo por profesión, pero la retrospectiva que voy a introducir a base de conocimientos de amateur y amante del Arte, me sirve para explicar el uso del color en este tipo de representaciones y, también, en la memoria. Vayámonos entonces al marco espacial que nos propone Frantz, Alemania y Francia de primera mitad de siglo. Las vanguardias empezaban a hacer un surco que venían encaminado por el claroscuro, el Romanticismo. Hay que pensar que este uso y tratamiento de las representaciones viene motivado por unos contextos concretos, y que el despertar de la sombra con el clarosucuro caravaggista no es baladí sin pensar en la época que le precede. Así desde la cumbre y el auge de la luz, las narraciones, la Historia, los siglos por excelencia de la Literatura y el Arte, la Era Ilustrada, se impone la sombra, una tímida decadencia que haría estrago en toda literatura, música y arte posterior occidental. Todo esto viene de alguna manera tímidamente planteado, por el uso que hace Ozon del blanco y negro en su último largometraje, donde se sirve o se apoya en él para dibujar la tristeza, la pesadumbre y la oscuridad que teñía Europa en aquel tiempo, mientras que los recuerdos, y los momentos donde vuelve a reinar o el perdón o el amor aparecen en color. En este sentido me gustaría tratar más adelante el uso del color que hace Ozon en cuanto a la representación de los recuerdos, de la memoria.
Por otra parte, no puedo dejar de mencionar las alusiones que se hace al cuadro de Manet, El suicida. Este cuadro, que primero aparece en blanco y negro y al final del largometraje en color, es un cuadro que en su primera aparición invita a su propio título, a quitarse la vida, pero que al final de la película, cuando el color ya reina, la protagonista, Anna, argumenta: “vengo a ver este cuadro para alimentar mis ganas de seguir viviendo”.
Ahora sí haciendo un inciso en cuanto a las representaciones que hace Ozon de Alemania y Francia en su último largometraje, en Alemania, no hay que dejar de sopesar el movimiento Sturm und Drang, sucedido por el Nacht und Nebel (Tormenta e Ímpetu y Noche y Niebla). En Francia no debemos dejar de pensar en el Spleen, el tedio, y la figura del Dandi o el Flâneur. La narración que plantea Frantz, de alguna manera acarrea, al tratarse de un acontecimiento histórico, de esta perspectiva previa de ambas naciones enfrentadas ya en tiempos de Napoleón, y que es importante suscitar aquí de forma al menos breve de la mano de un reciente artículo de Sergio Molina, En las profundidades del bosque alemán:
La importancia del bosque le debe mucho a la mitificación que vino de la mano del romanticismo alemán, a finales del siglo XVIII; un romanticismo que proporcionó refugio sentimental a escritores y poetas alemanes ante el imparable avance de las tropas napoleónicas, mientras las tropas de liberación alemanas se refugiaban literalmente entre los árboles. Lo atestigua el cuadro En el puesto del centinela, del pintor Georg Friedrich Kersting en 1815. «¿Dónde está nuestra patria ahora que los franceses se ciernen sobre nosotros?», parecía preguntarse la confusa nación. En un tiempo en el que Francia lucía fuerza y centralismo, el antiguo Sacro Imperio Germánico parecía un amasijo de hierros a los pies de los caballos. La reacción a este complejo de inferioridad alemán, patente en distintos momentos de la historia europea, se serviría de las armas que les ofrecía el romanticismo: una introspección tendente a la melancolía, la exaltación de un pasado que nunca sucedió como tal y el cobijo del carácter nacional a buen recaudo bajo la sombra de un roble.1
De esta forma vienen enfrentados los personajes por una parte de Frantz Hoffmeister y Adrien Rivoire. Ambos en sus diferencias nacionales, enfrentados en la batalla, en el cara a cara de la guerra, no serán sino la misma persona, y esta confusión, les hará ver a la familia de Frantz en Adrien a su hijo muerto en la guerra, así como Anna, a su prometido. Lo que plantea Frantz, es una historia donde, como bien argumenta el padre de Frantz ante sus compatriotas alemanes, fueron ellos, los patriarcas, (con la barba de luz de los patriarcas escribe Paul Celan en su poema Tubinga, Enero) los que mandaron a la guerra a sus hijos. O también en la frase del Presidente de Estados Unidos Herbert Hoover: “Los hombres mayores declaran la guerra. Sin embargo son los jóvenes los que deben luchar y morir”. Así es como ideas, ideologías y egos pasados se enfrentaron en un ahora estancado, del que los cuerpos de tantos hijos no pudieron volver, y no les quedó otra salida que ser memoria.
Por otra parte, vemos como ya son varios los directores que vuelven, en la era digital, a utilizar la belleza del blanco y negro en sus representaciones, como por ejemplo en El caballo de Turín (A Torinói ló, Béla Tarr, Ágnes Hranitzky, 2011), La cinta blanca (Das weisse Band – Eine deutsche Kindergeschichte, Michael Haneke, 2009), Ida (Pawel Pawlikowski, 2013), Frances Ha (Noah Baumbach, 2012) o The Artist (Michel Hazanavicius, 2011). Por lo pronto se me ocurren tres grupos de diferencias significativas entres esas películas para poder desglosar el tratamiento y uso que se hace del blanco y negro en Occidente. Por un lado, una diferencia estaría entre las películas que versan sobre épocas pasadas (La cinta blanca, La lista de Schindler, Blancanieves , Ida , The Artist o Frantz) y otras actuales (Frances Ha, Nebraska, Sin City o Kill Bill); otro grupo que estaría dividido entre películas europeas (La cinta blanca, Blancanieves, Ida, Frantz, El caballo de Turín, The Artist) y norteamericanas (Nebraska, Sin City, Kill Bill, La lista de Schindler) y otro en cuanto al tratamiento de la memoria o épocas pasadas -sean discursos ceñidos a los hechos reales o sean ficcionales- (La cinta blanca, La lista de Schindler, Blancanieves, Frantz). La que a mi me parece más fértil de las tres es la diferencia que hay de tratamiento en el uso del blanco y negro entre Europa y Norteamérica, seguida de la que propone el uso del blanco y negro para representar la memoria de una época, o acontecimiento pasado. Lo primero que cabe entrever de esas líneas, es que mientras que en Europa su uso viene motivado por la ética realista, por el intento de ceñirse lo máximo posible a la verdad de los acontecimientos, en Norteamérica el uso del blanco y negro obedece a otros factores como la estética, la ficción o, por qué no, también la memoria pero desde un plano diferentemente significativo. Pero, sin embargo, extenderse en desglosar esto mucho más -diferencias que son fáciles por otro lado de percibir- sería irse mucho más allá de Frantz. Lo que ésta propone es entre esas tres líneas, desde una perspectiva europea, alejada de necesidad y atractivo del neón (símbolo por otra parte del capitalismo y sociedad de consumo), un replanteamiento del uso del blanco y negro fuera de la motivación de la representación de la memoria, es decir, en Frantz, muchos de los recuerdos, cuando son felices se calan de color, como símil de que no todo recuerdo de época pasada debe ser –para ser realista- representado en blanco y negro. Y más cuando ninguna representación puede ser del todo, real.
Toda la precedente reflexión viene al hilo del discurso visual que propone Ozon en Frantz. No hay que olvidar que Ozon se apoya en la película de Lubitsch, Remordimiento. La película de Lubitsch fue rodada en época del blanco y negro, la película de Ozon ha sido rodada en época del hiperrealismo y el exceso del neón [por otra parte, sería quizá oportuno traer a colación la retórica de The Neon Demon (Nicolas Winding Refn, 2016) en el uso del neón en nuestros imaginarios].
Argumentalmente hay además otras líneas que no me gustaría dejar de mencionar y que hacen de Frantz una de las mejores propuestas del 2016: la fina línea que nos hace pensar en la homosexualidad de Adrien y Walter, una femineidad despertada en las cortes centroeuropeístas y en la burguesía. El tratamiento de la figura del extranjero, del otro y la nación. La importancia del viaje y el perdón… En cuanto a la música, originalmente la película de Lubitsch se titula Broken Lullaby, en alusión a una nana o canción de cuna rota. No es inoportuno pensar en que esa canción de cuna es la Nocturne No. 20 en Do Dièse Mineur, Op. posth. de Frédéric Chopin, interpretada en la película al violín y piano por Adrien y Anna, y que en ningún caso ninguno de ellos pueden llegar a terminar, como metáfora de que ya no se pueden tocar las grandes melodías que representan la grandeza de un periodo que concluyó en la división, separación y odio más extremo que se ha vivido nunca.
Por último, las interpretaciones, sobre todo de Paula Beer (Anna) y Pierre Niney (Adrien) son las causantes en gran parte de la belleza del film. Ozon, de una manera poco usual en su filmografía, colma con Frantz las posibilidades de la belleza neoclásica en la era digital.
Interesante el artículo. Una reflexión cuidada y sencilla pero argumentada. Comparto la lectura acerca del color.