Free Range

¿Hipsters? Por Jose Cabello

“Y cuando piensen quién ha sido le diremos que no, no han sido tus amigos, allí nadie quedó, ya no sabes qué hacer. Adiós papá, adiós papá, consíguenos un poco de dinero más. Más dinero.”Extracto de la canción 'Adiós papá', Los Ronaldos

No soy muy fan de emplear esa jerga que sodomiza el léxico contemporáneo para etiquetar, definir o acotar a una subcultura urbana. La palabra ‘hipster’ podría formar parte de esa lista que prefiero no emitir por mi boca. No por nada, sino porque, para mí, no tiene sentido usar vocablos que tendrán una duración finita en el tiempo, que no representan nada o que presionan socialmente para ser mencionados en una frase. A pesar de que, en su inicio, el concepto se asociara a una minoría, los tentáculos del ‘hipster’ han logrado conquistar otros terrenos tocando a la corriente principal. La banalización de la palabra arrastra a su vez la superficialidad y la pérdida de categoría independiente, aunque a día de hoy se siga intentando etiquetar así al ‘hipster’. Tampoco me quita el sueño. Lo importante aquí se produce con la estandarización de una palabra que, en sus orígenes, definió algo marginal y que, al extrapolarse al conjunto de la sociedad, perdió su idiosincrasia. En este estadio, todo se reduce a meras apariencias, la cultura ha sido devastada. No hay principios, solo finales. El físico, en este caso la vestimenta, una vez más, fagocita al resto.

El Festival de Cine Europeo de Sevilla, que define al protagonista de Free Range, Fred, con el término de ‘hipster’, acoge este particular film dentro de la sección Nuevas Olas, un terreno dedicado a un cine actual más trasgresor. Aunque el programa del festival así lo define, la propia película se encarga de demostrar que Fred va de ‘hipster’ como podría ir de ‘gótico’, ya que sólo asume la estética de una tribu urbana cualquiera pero desecha lo demás. Siguiendo con la sinopsis, ésta también desgrana el pretexto sobre el que parte Free Range, cuando Fred es despedido del periódico en el que trabaja como crítico de cine, por una opinión negativa sobre El árbol de la vida (The Three of Life, Terrence Malick, 2011).. “Es una mariconada. El jardín es una mariconada. Una película yanqui. La madre bien iluminada. Es una mariconada. Todo para decir ‘oh dios, he perdido a mi hijo”. Así resume Fred El árbol de la vida.  Un criticar por criticar. No se ofrecen más argumentos ni a favor ni en contra. El chico se toma demasiado en serio así mismo, aunque no se toma nada en serio el trabajo de los demás.

Escenas más tarde, queda latente el motivo por el que Fred trabaja en el periódico cuando su exjefe reaparece como padre de su novia. La balanza del protagonista continuamente se decanta por la inmadurez y la irresponsabilidad, aunque él y su novia derrochen profundidad, juegan a simular (y a creerse) descendientes del nihilismo existencial. Un comportamiento que no casa con una vida sufragada por los padres. Si eres profundo, al menos costéate tus gastos. Todos podemos profesar una filosofía del vacío existencial con el dinero de los demás, sin preocupaciones, inmersos en el dilema de quién es más trágico. Niños de papá venidos a menos.
Una analogía entre dos figuras de moda -el joven ‘hipster’ y el joven mantenido- que, voluntariamente o no, representa Free Range, realizando así un retrato a caballo entre la condescendencia y la justificación a estas personas que creen llegar al escalón número cuatro sin pasar por el dos.
Vidas irreales cogidas con pinzas, nacidas en la dependencia y continuamente al borde del colapso mientras juegan a ser adultos con dinero del monopoly. En un suma y sigue, la relación entre los protagonistas debe ser tóxica para añadir así tragedia al conjunto. Lo mismo se besan que se ahogan, se aman que se insultan.

El hipotético vacío existencial en el que se encuentra inmerso Fred, toca techo cuando debe cambiar de profesión y comienza a trabajar como estibador de contenedores. Si al principio la rebeldía de los jóvenes recordaba, irónicamente, a Malas Tierras (Badlands, Terrence Malick, 1973), en la recta final, las extravagancias de la pareja convierten la película en una versión hipster de Quiéreme si te atreves (Jeux d’enfants, Yann Samuell, 2003). Free Range se abandona a la estética, o mejor dicho, sacrifica parte de aquello que comenzó a contar, por abrazar “la imagen bonita”. Dicho queda. Sin acritud ni intención de desmerecer otras herramientas de trabajo como la banda sonora o la escenografía, con reminiscencias a la de Stanley Kubrick en La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971).

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