Frenético
Polanski para niños Por Enrique Campos
No recuerdo cuántos años tenía cuando mi padre me llevó a ver Frenético. No debían de ser muchos, porque Emmanuelle Seigner no me pareció guapa ni misteriosa, me pareció vieja. Y sí, lo sé, quizá Frenético no fuera la película ideal para una tarde de sábado de cine, palomitas y niño, pero un cinéfilo tiene que hacer lo que un cinéfilo tiene que hacer. Con Don Tomás había un acuerdo no verbal, un fifty-fifty tácito: por cada Gremlins una de Erice, por cada Karate Kid unos sueños postreros de Kurosawa, por cada Tiburón un Frenético. John Rambo, Rocky Balboa, Marion Cobra, Paul Kersey, Scott McKoy… Esos estaban fuera de la discusión. No se negociaban, no valían para el trueque. Una infancia sin cine paramilitar ni “hondonadas de hostias” a la americana bien valió alguna cabezada en la filmoteca, ¿no creen?
Tampoco era tan grave. Dejando a un lado la cocaína, el secuestro, los bajos fondos parisinos, las prostitutas y la violencia implícita, no había nada en Frenético que un crío no pudiera asimilar. Un crío de mi generación, se entiende; los de ahora compran cocaína, secuestran, se pasean por los bajos fondos, apalean prostitutas e imponen su propia violencia, Ak47 en ristre, en el GTA V. Harrison Ford y Betty Buckley no habrían salido vivos de un videojuego actual, pero esto ya lo pensaré el día de mañana, cuando decida si rodeo mi casa de concertinas o de una valla electrificada, o de ambas cosas. Vuelvo, si me lo permiten, aquella tarde de sábado, segunda mitad de los 80. Qué tiempo tan feliz…
«-¿Qué vamos a ver, papá? ¿Una que me guste a mí o una que te guste a ti?
-Hoy toca una que me guste a mí, pero a ti también te va a gustar. Una de Polanski. ¿Te acuerdas de La semilla del diablo y El quimérico inquilino?
-¿El quimérico inquilino es la que echaron en la segunda cadena hace poco? ¿La de la cabeza volando por los aires y el hombre que se tira por una ventana vestido de mujer?
-¡Esa misma!»
¡Esa misma! La que me costó semanas de terrores nocturnos. Parafraseando a Vegas, al oír el apellido de Polanski supe que el miedo ya nunca me abandonaría.
Entré en la sala con tembleque. Gracias a Dios, porque entonces todavía creía en Dios, puede que hasta hubiera ido a catequesis aquella misma mañana, gracias a Dios, decía, no fue para tanto. De Frenético sólo concluí que a mi madre la podían abducir en cualquiera de sus viajes –mi madre siempre ha viajado mucho- y que mi padre podría llegar a abandonarnos por alguien como la Seigner. Tardé muchos años en reconciliarme con Emmanuelle después de aquello. Muchos.
Así funciona la cabeza de un mocoso de CI medio-alto (según los tests del cole), uno que ya reflexionaba sobre la muerte y la insoportable brevedad del ser. Para mi yo adulto, si es que hay algo de eso, Frenético ha sido la mejor incursión de Polanski en el thriller, la más certera, la más canónica, aun a riesgo de dejarse por el camino algo de identidad. Piratas fue el pistoletazo de salida para el Polanski mercenario, el de enséñame la pasta y haré cine como ese que hacéis en California. Frenético extendió los términos del contrato: “…y además no os arruinaré”. Pero mi yo que devoraba mocos se montó su propia película cabeza adentro y rellenó con cosecha propia los huecos que no puede comprender. Convertí a Harrison y a Betty en mis padres. La patada en la boca que Polanski da a la ciudadanía americana de Ford –tenía sus motivos el hombre- la sentí en las carnes de mi pater familias y la atmósfera opresiva y viciada que Roman fabricó al son del “Libertango” de Grace Jones me hizo odiar París. Mamá, a cualquier sitio menos a París. Al África negra, a una guerrilla centroamericana, a rescatar rehenes en Irán… A cualquier sitio menos a París. Por favor, no quiero quedarme huérfano. Todavía no. Para aquel mocoso, en cuya jerga thriller era un vídeo de Michael Jackson que le hacía salir por patas cuando aparecía a traición en la Grundig, Frenético era un señor gordo tirado en el suelo de una cocina, muerto y algo putrefacto, era papá Ford a punto de precipitarse tejado abajo mientras trataba de alcanzar un suvenir de la Estatua de la Libertad, era una mala mujer vestida de cuero y haciendo pompas de chicle. Era la humillación del padre, le vejación de la madre. De MI padre, de MI madre. Era una alerta sobre los peligros de salir por ahí los fines de semana. Más plegarias: ¡Quedaos en casa! ¡Hoy echan el “Un, dos, tres”! Pero no había manera. Quedaba un último consuelo; la semana siguiente iríamos a ver La historia interminable, o Dentro del laberinto, o Cuenta conmigo, donde también aparecía un gordo putrefacto, por cierto.
Y ahora, si me lo permiten, voy a llamar a mi psicoanalista. Por fin creo haber llegado a la raíz de mis ansiedades inexplicables. Un polaco cabrón tiene la culpa de todo.