Freud
Una idea (una imagen) puede cambiar el mundo Por Raúl Álvarez
La iconografía popular de Freud presenta al padre del psicoanálisis como un hombre de mediana edad, barbado, a veces con lentes, elegantemente vestido de traje y agarrado a un puro, de expresión aguda y desafiante. Este imaginario, a menudo obra del fotógrafo Max Halberstadt, responde al concepto que en la Europa de principios del siglo XX se tenía de un intelectual serio. La imagen del genio, fuera quien fuese, debía transmitir la impresión de que esa persona era única, un ser excepcional que sobresalía entre los demás. La serie Freud de Netflix se dedica a desmontar esa estampa desde sus primeros minutos, en los que el médico vienés aparece como un joven adicto a la cocaína, al borde de la quiebra económica y discutido entre sus colegas de profesión, que lo tratan como un pobre loco que se ha desviado del camino de la auténtica neurología. El lugar: Viena. El año: 1885.
Este ejercicio de desmitificación sirve en primer término para trazar el tono de la propuesta. Freud es un thriller que relata una investigación relacionada con una serie de misteriosos asesinatos, un relato clásico del algoritmo de la plataforma. En segundo término, y, por tanto, más interesante, es un ejercicio de psicoanálisis ficcional que enfrenta al Freud consciente y público, ese señor tan grave de las fotos en blanco y negro, con el Freud subconsciente y privado, aquel que los creadores de la serie pueden imaginar a su antojo a partir de la biografía del neurólogo. En ese ámbito fabuloso, casi fantástico hasta límites gozosos, se mueven los ocho capítulos de Freud. Un producto en el que cada imagen está pensada para convocar ecos y fantasmas a través de los sueños, pulsiones y traumas de sus protagonistas. Como en una sesión en el diván. El argumento se convierte así en una excusa anecdótica que se tolera, porque es previsible, en la medida que aporta imágenes de una complejidad infrecuente en los estándares de Netflix.
El director austríaco Marvin Kren firma de principio a fin una producción que se atreve a jugar con el psicoanálisis en su hábitat natural: los sueños; una operación más insólita de lo que a priori podría parecer. Las disensiones en el seno de la Asociación Psicoanalítica Vienesa –primero le dio la espalda Alfred Adler, en 1911, y luego Carl Gustav Jung, en 1914– colocaron las teorías de Freud en un brete científico en el que éste quizá nunca tuvo la intención de situarlas. Porque su obra tiene un componente filosófico, de pensamiento puro, indemostrable en términos positivistas, que los críticos esquivaron cuando intentaron refutar sus ideas. Esa línea de debate ha conducido a que hoy Freud sea un apestado en la enseñanza de la Psicología y otras disciplinas hermanas, y, por tanto, a que los sueños hayan dejado de producir imágenes valiosas. Este no es el lugar adecuado para rehabilitarlo como científico de la mente, pero sí para reivindicar, como hace Kren, lo onírico como un campo icónico donde dos más dos suman cinco. Freud es una fantasía en el más amplio sentido de la palabra, y negar que por ahí puede colarse alguna que otra verdad sobre el ser humano es negar la ontología tanto de las imágenes como de la propia psique.
La vinculación de Freud con la imagen además no es casual. En sus escritos más significativos se puede rastrear la influencia de las artes visuales de finales del siglo XIX. Cuando nació, en 1856, la fotografía era ya el medio de representación más popular en Europa. Freud la conoció y la empleó durante sus estudios en el hospital de la Salpêtrière de París, bajo la tutela de Charcot, y es legítimo suponer que allí aprendió la importancia de la puesta en escena para ganarse la confianza de los pacientes; el primer paso hacia su curación. En pintura, el romanticismo tardío, el simbolismo y el primer impresionismo estaban a punto de abrir el camino de las vanguardias. ¿Qué son estos movimientos, y sus derivaciones en el siglo XX, sino un empeño de eliminar la razón como filtro entre el artista y su obra? Y, por supuesto, Freud asistió al nacimiento del cine, esa máquina que alumbraba los rincones más oscuros de la mente.
Ya en su madurez, Freud devolvió estas influencias al mundo de las imágenes, y sus teorías inspiraron algunos movimientos y tendencias apoyados en una manera nueva de ver el mundo. El surrealismo es la referencia más conocida –Dalí, en compañía de Stefan Zweig y Edward James, visitó a Freud en Londres en julio de 1938–, pero no sería exagerado extender su sombra sobre cualquier corriente sostenida en el subjetivismo. Demostrable o no, que no cierta o equivocada, su concepción de la mente como un laberinto de capas es fruto de su tiempo y semilla de otro tiempo, el nuestro, en el que las imágenes se prestan a una lectura que ya no soporta la literalidad. Ese es el gran triunfo de Freud y de Freud: suelta, libre, en circulación, da igual si aceptada o discutida, una idea (una imagen) puede cambiar el mundo. Por eso renuncio, solo en parte, a las palabras para hablar de Freud. Sus ocho capítulos, cada uno dedicado a un concepto freudiano, piden que sus imágenes se expliquen con algunas de las imágenes que, acaso, inspiraron primero a Freud esas nociones y luego a los creadores las imágenes de la serie. Tumbo a Freud en el diván y le pido que hable; perdón, que imagine.
Capítulo 1: Histeria
“El miedo es un sufrimiento que produce la espera de un mal” (Sigmund Freud).
Foto 1: Mujer histérica durmiendo (publicada en la Nouvelle Iconographie de la Salpêtriére, 1889).
En La invención de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de la Salpêtriere 1, Didi-Huberman pormenoriza el proceso de puesta en escena que el doctor Charcot y sus asistentes desarrollaron para retratar las enfermedades mentales que padecían las mujeres internadas en esa institución parisina. La histeria, una afección real devastadora, fue también una obra artística en manos de Charcot. Fleur Salomé (Ella Rumpf), la médium protagonista de Freud, sufre ataques y raptos de ira que el joven Freud (Robert Finster) relaciona con una histeria no diagnosticada. En la recreación de cada “posesión” de Fleur, la serie juega con la iconografía de la Salpêtrière de un modo que no parece casual, vinculando supuestas fuerzas psíquicas ocultas, el más allá y las neurosis en un magma visual que desarticula las imágenes. Como un espejo roto en mil pedazos.
Capítulo 2: Trauma
“Hay una historia detrás de cada persona. Hay una razón por la que son lo que son. No es tan solo porque ellos lo quieren. Algo en el pasado los ha hecho así, y algunas veces es imposible cambiarlos” (Sigmund Freud).
Foto 2: Leda y el cisne (Gustave Moreau, 1865).
Freud solía repetir que “si no es una cosa, es la madre o el padre”. Este comentario, casi una broma, le servía para explicar el peso y la influencia que ejercen los progenitores sobre sus hijos. Trasladado a un plano temporal, esto supone admitir la huella del pasado en el presente, una idea plenamente vigente en el siglo XIX, cuando el estudio de la Historia, a la luz de los yacimientos arqueológicos del mundo antiguo, convirtió el tiempo en un tejido reversible. La serie desliza esta noción a través del concepto de trauma, entendido como cualquier hecho pretérito que afecta al individuo en el presente. Durante siglos, la pintura mitológica fue el género idóneo para expresar esa comunicación entre tiempos, aunque es probable que pocos de sus cultivadores se plantearan la cuestión en esos términos. El simbolista Moreau, feliz contemporáneo de Freud, sí parece consciente en Leda y el cisne, que cuenta como Zeus, convertido en cisne, engañó y violó a la bella Leda, esposa del rey Tíndaro de Esparta. Los protagonistas de Freud son eso mismo: seres de luz acosados por un trauma que parecía hermoso.
Capítulo 3: Sonámbulo
“No elegimos aleatoriamente el uno al otro. Solo conocemos a aquellos que ya existen en nuestro subconsciente” (Sigmund Freud).
Foto 3: Hécate (William Blake, 1795)
Lo onírico, cómo no, desempeña un papel crucial en Freud como fuente de conocimiento de las pesadillas que atormentan a sus protagonistas. También, porque se duda de su realidad física, de las visiones que los persiguen por las calles de Viena, los edificios de apartamentos y los túneles que atraviesan el lecho del Danubio. Esta cualidad reveladora la tienen además los ritos que conectan a Fleur con su supuesto poder psíquico, empapados en sangre y habitados por monstruos amorfos. La noche, la oscuridad, las sombras, el sonambulismo… El imaginario noctámbulo se despliega en una colección de escenas cuya composición y estética recuerda a las Visiones de Blake, en tanto instantáneas alucinadas de una dimensión paralela que, acaso, espera una oportunidad para devorar la nuestra. Pura recreación del inconsciente, en los límites del cine de terror, estas imágenes sitúan a Freud en un ámbito icónico que proyecta la idea bergeriana de la psique como origen y destino de lo visual.
Capítulo 4: Tótem y tabú
“Sería muy simpático que existiera Dios, que hubiese creado el mundo y fuese una benevolente providencia; que existieran un orden moral en el universo y una vida futura; pero es un hecho muy sorprendente el que todo esto sea exactamente lo que nosotros nos sentimos obligados a desear que exista” (Sigmund Freud).
Foto 4: La isla de Calipso (Herbert James Draper, 1897)
Los movimientos simbolistas e impresionistas que sacudieron la pintura europea en la segunda mitad del siglo XIX no deben ocultar el hecho de que otro estilo, el denominado clasicismo, seguía fluyendo por su propio cauce. A veces, como en el caso del inglés Draper, especializado en recreaciones de mitos, con resultados que tenían un carácter más radical y subversivo que el de los jóvenes airados que malvivían en París. La isla de Calipso es 16 años anterior a la publicación de Totem und Tabu, pero en ella el artista logra enfrentar de manera sublime lo que Freud describirá como la contradicción autoimpuesta entre el deseo y la prohibición. Calipso, hija de Atlas, es objeto de adoración por parte de quien la mira, nosotros, pero a la vez representa la anulación del individuo, que acabará, como Odiseo, preso en sus brazos sedientos de amor. En Freud, esta idea se articula en la intensa relación romántica entre Fleur y Freud. Uno y otra no son sino la imagen proyectada de un padre, para ella, y de una madre, para él, a quienes se desea y se teme.
Capítulo 5: Pulsión
“Los hombres son más morales de lo que piensan y mucho más inmorales de lo que pueden imaginar” (Sigmund Freud).
Foto 5: La pesadilla (Johann Heinrich Füssli, 1781)
El íncubo de La pesadilla de Füssli, ¿es una presencia deseada o indeseada? Y en función de la respuesta, ¿la muchacha desnuda del cuadro sufre una pesadilla o vive el más ardiente de los sueños? Pulsiones de vida y muerte, sexo y represión, discurren por Freud con la ambigüedad propia de esta imagen cuya reproducción gozaba de enorme difusión en la Europa del XIX. Se invoca en la serie en más de una ocasión, en concreto, cuando Fleur y Freud se acuestan, o cuando éste la somete a hipnosis en su improvisado diván. El deseo mutuo en cada encuentro es terrible y trágico porque desemboca inevitablemente en una mezcla de placer y dolor. Son las fuerzas del cosmos hechas carne, sangre y semen en una pareja virgen (la inocencia de ella es expresa; la de él se intuye) que se atrae y se rechaza de un modo cada vez más violento. Están a un paso del vampirismo, la posesión infernal, quizá la otra gran metáfora del inconsciente, formulada a finales del XIX en su forma más popular. El Drácula de Stoker vio la luz en 1897, tres años antes que La interpretación de los sueños.
Capítulo 6: Regresión
“La única persona con quien tienes que compararte, eres tú en el pasado. Y la única persona mejor que deberías ser, es lo que eres ahora” (Sigmund Freud).
Foto 6: Judit I (Gustav Klimt, 1901)
Hay que volver al pasado para entender el presente. Esta es probablemente la idea que se repite con más insistencia en la serie; también en los escritos de Freud, que terminó siendo más filósofo y antropólogo que neurólogo y terapeuta. En un momento u otro, todos los personajes de Freud experimentan una regresión que, en lo visual, se trata con el estilo barroco y equivocadamente dulce de Klimt. Ese viaje introspectivo les permite fijarse en detalles, hasta entonces inadvertidos, que cambian su visión de un hecho sucedido y, por lo tanto, la interpretación que deben darle en el presente. Es la clase de experiencia que brinda Klimt en gran parte de sus obras. Cuesta ver la cabeza de Holofernes en Judit I, pues la atención se centra en el rostro y el cuerpo semidesnudo de esa mujer hermosa, triunfante y satisfecha que nos mira con suficiencia. Es una imagen magistral porque psicoanaliza el relato bíblico y el propio tiempo en que fue creada, en la bisagra del siglo XX. Lo que se recuerda como un crimen fue en realidad un acto de rebelión y justicia.
Capítulo 7: Catarsis
“El psicoanálisis es, en esencia, una cura a través del amor” (Sigmund Freud).
Foto 7: La araña sonriente (Odilon Redon, 1881)
Es sensible hablar de cura en el ámbito del psicoanálisis, pues ante ciertas afecciones solo cabe la comprensión profunda de los síntomas para aprender a vivir con ellos y tolerarlos. Ese proceso de desentrañamiento acerca la labor de un médico a la de un detective, y justifica que Freud, como producto Netflix, se adhiera a las convenciones del thriller policial. Pero, además, es coherente con el espíritu del psicoanálisis que la serie presente al joven Freud como un investigador de sí mismo, en busca del método más adecuado para ayudar a sus pacientes. Unos y otro se afanan en lo mismo, la vivencia de una catarsis que les permita entender quiénes son y por qué. Cuando la hipnosis se agota, Freud introduce la libre asociación como vía para lograr ese propósito, es decir, recurre a la palabra como instrumento liberador. Taltos, nombre del ser sobrenatural que persigue a Fleur, es el término que actúa como bisturí para ambos, médico y paciente. Es la oscuridad en la luz, lo extraño en lo ordinario, la llave que conecta el inconsciente con el consciente. En ese punto la serie se convierte en un lienzo del primer Odilon Redon, que era capaz de transformar un motivo común en una impresión inquietante por medio de un leve detalle. La catarsis es la sonrisa de una araña.
Capítulo 8: Represión
“Los seres humanos son divertidos. Anhelan estar con la persona que aman, pero se niegan a admitirlo abiertamente. Algunos temen mostrar siquiera la más leve señal de afecto por miedo. El temor de que sus sentimientos no sean reconocidos, o incluso peor, devueltos. Pero una cosa acerca de los seres humanos me intriga más aún, y es su esfuerzo consciente por estar conectados con el objeto de su afecto, incluso si los mata lentamente por dentro” (Sigmund Freud).
Foto 8: El pecado (Franz Stuck, 1893)
El amor imposible entre Fleur y Freud desemboca en uno de los conceptos representativos de la teoría psicoanalítica aplicada a la vivencia del sexo, aunque no solo. La represión, propia o impuesta, supone una negación violenta de un instinto cuya naturaleza choca precisamente contra las barreras. Por esa razón, una vez liberado, es imparable. Para lo bueno y para lo malo. Freud se centra en lo segundo cuando concluye cada arco argumental del relato. La represión es el mal, si se eleva al plano metafísico de cada personaje; el pecado, si se entiende en un discurso religioso; la agresividad, en un conflicto de ideas políticas; la infelicidad, en el ámbito de las relaciones de pareja. Coetáneo de Freud, el pintor alemán Franz Stuck supo interpretar intuitivamente esa noción en El pecado. La mujer retratada, que podría ser una aparición del inconsciente, no existe fuera del lienzo; no hay un referente al que invocar para poder domarlo. Es un deseo idealizado que expresa el peor de los fantasmas afectivos: la pasión soñada.
- DIDI-HUBERMAN, Georges (2007): Charcot y la iconografía fotográfica de la Salpêtriere. Arte-Cátedra ↩