Fue la mano de Dios
¡Solo sé mirar! Por Raúl Álvarez
Era cuestión de tiempo que Paolo Sorrentino dirigiera en Nápoles su particular Roma (Federico Fellini, 1972). En una filmografía como la suya, tan deudora del maestro italiano, al autor de La gran belleza (La grande bellezza, 2013) le faltaba echar la vista atrás sin ira para reencontrarse con sus raíces, y en concreto para rememorar aquellos sucesos que forjaron al hombre y al director que es hoy. No es fácil encontrar el tono adecuado para enunciar esta clase de ejercicio autobiográfico. Más aún cuando, como es el caso, volver la mirada implica reabrir heridas y recordar penas. La más dolorosa, sin duda, la muerte de sus padres a causa de un escape de gas en su segunda residencia. La recreación de este momento produce la escena más conmovedora de Fue la mano de Dios –probablemente también de la carrera de Sorrentino– y ofrece la clave tonal que explica la necesidad de una película como esta. Donde la memoria de Fellini era excesiva, mordaz y decadente, como la propia ciudad de Roma y sus gentes, Sorrentino apuesta por la contención, la ironía y el júbilo. En definitiva, renuncia en buena medida a ser él mismo para buscarse a sí mismo; y se encuentra en la última expiración de sus padres.
Cuesta recobrarse del impacto de esas imágenes terriblemente hermosas, concebidas con tal mimo y cuidado que uno no puede sino sorprenderse de la valentía de Sorrentino al abordar de esa manera un instante tan crucial de su vida. Y, lo que es aún más trágico, un instante invisible, porque no pudo despedirse de ellos ni verlos por última vez en el hospital al que fueron conducidos. En esa ausencia de imágenes cabe buscar la voracidad visual de un director cuya habitual exuberancia ahora pide ser analizada de otro modo. Estamos ante un huérfano que alimenta con luz un agujero negro de su existencia. “¡Solo sé mirar! ¡Solo sé mirar!”, le grita Fabietto (Filippo Scotti), el joven alter ego de Sorrentino en el filme, al director Antonio Capuano (Ciro Capano), figura real que iluminó la vocación temprana del cineasta napolitano. ¿Qué más necesita un director, salvo algo que contar y una mirada? Almodóvar llegaba a la misma conclusión en Dolor y gloria (2019), película con la que Fue la mano de Dios dialoga en su condición de relato felliniano deconstruido. Esto es, vidas que hallan una vía de salvación en el poder catártico de las imágenes. Ficciones de una ficción irrepresentable, lo que en el caso de Sorrentino justifica su amor por lo caricaturesco y lo teatral, la carne (femenina) y el alma.
La representación de la muerte de sus padres es, pues, la bóveda sobre la que se sostiene la vida cinematográfica de Sorrentino. Pero también su compleja naturaleza humana, que empezó a delinearse el verano que Maradona llegó al Nápoles. Con una fe encomiable en la obligada subjetividad de sus recuerdos, Sorrentino vuelve sin nostalgia a aquella época para retratarse como un muchacho ávido de experiencias; que mira con una mezcla de admiración, pasión y deseo a su tía Patrizia (Luisa Ranieri); que disfruta del amor que se profesan sus progenitores (magníficos Toni Servillo y Teresa Saponangelo); que ríe y llora en las reuniones familiares de verano; que persigue al Pelusa por esos campos de Dios; que se desvirga torpemente con la Baronesa Focale (Betty Pedrazzi); que se separa de su hermano cuando entiende que los lazos de amistad se imponen a los de sangre, y que persigue a chicas desconocidas de piel blanca, pelo negro, sonrisa luminosa y labios pardos. Que vive. Que busca. La huella de esas y otras vivencias puede rastrearse a partir de ahora con mayor claridad en la obra previa de Sorrentino, de tal manera que Fue la mano de Dios bien podría permanecer en su filmografía como una suerte de educación sentimental esculpida antes en el espacio que en el tiempo. Porque la de Sorrentino es una mirada que se conjuga siempre desde la fisicidad de una impresión.
Fundamental al respecto es el personaje de Patrizia, la hermosa y espléndida Patrizia, epítome de todas las mujeres que se han paseado orgullosas ante la cámara de Sorrentino. Su esterilidad y cierta propensión natural a la melancolía contrastan con su espíritu tierno y generoso. Deseando amar y ser amada, se sume en un estado catatónico y alucinatorio que acaba con ella en un sanatorio mental, lejos de todo y de todos. Su único consuelo son las visitas de Fabietto, cuya fascinación inicial por la belleza exterior de su tía da paso poco a poco a una serena admiración por su alma herida. Esa transición se expresa a partir de detalles tan sutiles como el progresivo alejamiento de Patrizia de las fuentes de luz natural o la decisión de fotografiarla de espaldas a partir del momento de su ingreso. Si nunca fue sospechoso de machista, porque media un abismo entre admirar y explotar lo femenino, en Fue la mano de Dios se evidencia que la relación de Sorrentino con las mujeres parte de un éxtasis análogo al que produce el sentimiento religioso. No es casual en este sentido que Patrizia sea devota de San Gennaro ni que afirme hablar con él, como se aprecia en el fabuloso prólogo –¿soñado, manifestado, vivido?–.
Por ese dulce cauce entre lo místico y lo humano se desliza lo último de Sorrentino. Una película bella, mucho, que fluye con naturalidad y encanto, atenta al gran drama desde la pequeña anécdota. Y que entiende con una sabiduría infinita que Italia se vertebra de abajo arriba, de Nápoles a Roma, del mar hacia la tierra. Por eso esta celebración de las musas empieza en las aguas del Tirreno y termina en las colinas del Lazio. Azul toda ella, y blanca, y esquiva.