Fuego en el mar
Corte de digestión en el cine social Por Yago Paris
Los sucesos extraordinarios de la realidad siempre se filtran en la ficción audiovisual. El cataclismo post 11-S cambió de manera radical la manera de hacer cine en Estados Unidos. Este es sólo uno de muchos eventos que cambian la Historia de la Humanidad, y el cine sólo se encarga de recoger las inquietudes que pasan por la mente de sus creadores. El cine documental es el terreno mejor abonado para atestiguar lo que ocurre en el mundo, pero la ficción no queda exenta de posibilidades. El cine social es un claro ejemplo de cómo una parte de la producción audiovisual se interesa por relatar historias de injusticia, de dolor, de tragedia. Un tipo de producción que quizás sea necesaria desde el punto de vista de la denuncia, pero que en muchos casos cae en el fango del subrayado narrativo y el atraco emocional.
Este tipo de films conforman el que podría llamarse como “mal cine social”, ese que está más enfocado a calmar conciencias de clase media que a diseccionar las verdaderas causas de lo que se muestra. Este cine no busca una verdadera solución, sino, más bien al contrario, se aprovecha de lo trágico de las situaciones que narra para ganarse la empatía del público y encumbrarse por encima de lo que su discurso narrativo merece. Un caso paradigmático pudo verse a principios de este año. Mustang (Deniz Gamze Ergüven, 2015) era una película que relataba cómo cinco hermanas eran enclaustradas en el seno de la Turquía más conservadora. A lo largo del metraje no faltan injusticias, calamidades y tragedias, que, desde el trazo grueso, marcan la clara línea entre malos y buenos y reducen las motivaciones de los personajes a la bidimensionalidad inherente a un desarrollo plano. En ella quedaba claro lo que había que pensar en cada momento, por lo que este ejercicio cinematográfico se convertía en un masajeo complaciente para el público, que durante hora y media se enfrentaba a una serie de inmoralidades con las que se podía posicionar fácilmente en contra, para así confirmar su condición de colectivo concienciado.
A falta de ver qué habrá hecho Ken Loach para ganar su segunda Palma de Oro a la mejor película del Festival de Cannes con su última obra, Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016), llega a las carteleras Fuego en el mar (Fuocoammare, 2016). Su responsable es Gianfranco Rosi, documentalista italiano que hace unos meses ganó el Oso de Oro al mejor largometraje en la última edición del Festival de Berlín gracias a esta cinta, y que, en 2013, se alzó con el León de Oro a la mejor película en el Festival de Venecia por su anterior trabajo, Sacro GRA (2013). En esta ocasión, el realizador recoge un suceso extraordinario que en los últimos años se ha convertido en una constante en las fronteras europeas: el tránsito de migrantes africanos que huyen de la pobreza, y especialmente en los últimos años, de la amenaza de muerte. Carne de emotividad, carne de lavado de conciencia para una Europa que sistemáticamente ha dado la espalda a esta crisis humanitaria. Pero se trata de un autor inteligente, interesado en su discurso formal y no en facilitar las cosas al espectador, y sólo así es posible que la obra se sustente como artefacto narrativo, más allá de la historia que recoja. Una decisión que juega en contra de sus posibilidades de ser reconocida por el gran público, pero que lo hace a favor de la creación artística.
Rosi sitúa el foco en Lampedusa, isla italiana que está más cerca de la costa africana que del trozo de tierra con forma de bota al que pertenece en el plano político. Esta pequeña porción de Italia siempre ha estado habitada por los lampedusianos, pero en los últimos años han compartido su tierra con las hordas de migrantes que llegan a sus costas en pateras. La línea que sigue este documental es muy similar a otro que pudo verse en la pasada edición del festival online Atlántida Film Fest: Lampedusa in Winter (2015). En aquella ocasión, su autor, el austriaco Jakob Brossmann, no focalizaba su mirada en el conflicto migratorio, sino que expresaba en imágenes lo que suponía pasar un invierno en esta isla. De esta manera, en un corto espacio de tiempo han llegado dos documentales sobre la misma isla y el mismo conflicto, tratados con una mirada similar e idéntico interés por alejarse de los lugares comunes del mal cine social.
Estos dos realizadores evitan caer en la tentación de convertir sus respectivos discursos en un desglose de imágenes desoladoras sobre las condiciones en las que viajan los migrantes, sobre los cadáveres de los que no sobreviven a la odisea y sobre las condiciones en las que llegan los que a duras penas lo han conseguido. Ambos abren sus películas con una referencia clara al asunto, y ambos lo hacen desde la perspectiva de los equipos de salvamento, por lo que resulta llamativo hasta qué punto son similares estas dos obras. También apuestan por la mirada desplazada, por el contraplano, por narrar lo que normalmente queda ensombrecido ante la tragedia. Ambos cineastas se sumergen en la rutina lampedusiana, en sus calles y en sus gentes. Y aquí empiezan las diferencias entre estos dos documentales. Lampedusa in Winter realizaba un acercamiento caleidoscópico, que no se centraba en ningún personaje concreto y realizaba un barrido por el conjunto de los habitantes de la isla. Fuego en el mar, por su parte, toma como referencia a una familia: un niño, que vive con su padre y su abuela.
Rosi toma al joven como punto central, a partir del que traza ramificaciones que abarcan el grueso de la isla. La naturaleza, los juegos arcaicos (el tirachinas en el monte), la vida rural, la tranquilidad, pero, sobre todo, la presencia del mar, y cómo este condiciona la vida de los allí presentes. Todo el mundo en Lampedusa se dedica a la pesca, y el oficio se transmite de padres a hijos –en efecto, se limita a la parte masculina de la población–. Con sus imágenes, sin mediar palabra, sin intervenir en las acciones, Rosi retrata con virtuosismo cada uno de los aspectos de esta isla. Esa capacidad para retratar a sus sujetos, para captar la esencia de los mismos, ya aparecía en Sacro GRA, y era, de hecho, el mayor interés de dicha cinta, en la que tejía un collage de personajes marginales de las afueras de Roma, que estaban unidos por el sacro GRA, la autopista de circunvalación que rodea a la capital italiana. En este caso, sus personajes no destacan en tal medida, pero tampoco es necesario. Lo importante en esta obra es narrar qué supone vivir en Lampedusa en medio de la crisis humanitaria. Y lo cierto es que, en realidad, poco afecta. En ningún caso se trata de un ataque al pueblo lampedusiano, al que trata con afecto y cercanía, desde la comprensión, pero se aleja de la complacencia a la hora de retratar el día a día en esta localidad, y es esa valentía la que permite que supere con creces lo que Lampedusa in Winter, documental por otro lado interesante, entregaba.
Cierto es que los equipos de salvamento no dan abasto, que los testimonios del médico de la isla son desoladores, pero, por duro que suene, la vida continúa, y la barrera política entre África y Europa se convierte en una muralla de hormigón armado. Entre la incapacidad, la falta de medios y la inconsciencia –gesto valiente que pone el dedo en la llaga de quien acuda al cine a que le den un masaje moral complaciente–, lo cierto es que el asunto queda reducido a ojos de los lampedusianos, no así a ojos de Gianfranco Rosi, que no aparta la mirada. En el tramo final, el director se sumerge en las tareas de rescate de las barcas a la deriva y capta con una frialdad que desarma, con una mirada virtuosa, las consecuencias de la situación. Rosi no da respuestas a la crisis ni entrega a su público un discurso de fácil digestión. Su película es arriesgada, presenta múltiples capas y tiende una serie de puentes entre los principales temas que trata la cinta, entre los que destaca la relación entre la pesca y los migrantes. A fin de cuentas, lo cierto es que los lampedusianos, que antes salían a pescar peces, ahora también lo hacen para pescar cadáveres y moribundos.