Fuego fatuo

Bromas de enamorados Por Ramón H Sosa

El cine es, a decir de Godard, un arte de la cita. Frente a la imagen proyectada nunca vemos el cielo, sino una cita del cielo. No a una persona, a un árbol, a una casa, sino sus imágenes citadas, a través de la cámara y el proyector, por el director de la película. Se oficia un pacto con lo proyectado, pero, también, una trampa: bajo la promesa de poder resistir a los envites del tiempo, lo representado sobrevive, sí, pero a través de su propia ausencia, cediendo su contorno a una voluntad que le es ajena. Permanece, pero como un útil al que, por medio de relaciones entre imágenes y sonidos, el cine embutirá de significado. Como una cita descontextualizada confirma el discurso de quien la emplea, lo representado se volverá en contenedor de las fantasías, fantasmagorías y metáforas con las que decidan rellenarlo. Por supuesto, ante este hecho hay resistencia. Y, en buena medida, en ella se arremolina la magia que el cine produce, su capacidad para conmover y atrapar al espectador. Pero se trata de una lucha desigual en la que el cuerpo atrapado en el rectángulo de la pantalla a lo sumo suele evidenciar su condición, no sortearla. En Fuego fatuo (2022), Joao Pedro Rodrigues expone esa lucha. Desde el humor, lo carnavalesco y hasta desde lo musical, el cineasta portugués narra las idas y venidas de unos cuerpos que, atravesados por un exceso de significado, tratan de liberarse de la carga que arrastran. Batalla por el control de ese espacio propio que es la identidad.

2069 es el año con chascarrillo elegido por el director para comenzar su historia. En una habitación austera y sobre el lecho del moribundo Alfredo (Joel Branco), último rey de Portugal, se encuentra el cuadro de José Conrado Roza El casamiento de la negrata rosa (1788). Único vestigio de los viejos tiempos que acompaña a este rey sin corona en sus últimos momentos. Cuadro real —hoy en el Museo del Noveau Monde, en La Rochelle— y recordatorio del pasado colonial y esclavista portugués, al que se acabó por renombrar como La mascarada nupcial a razón de lo ofensivo de su título original. Cambio de nombre que no logra, claro está, borrar de lo pintado la barbarie que contiene. El intento de resignificar un elemento y su resistencia. Se trata del primer encuentro con las dos ideas que irán reapareciendo a lo largo de la cinta: la identidad y la representación. Tampoco el agonizante Alfredo consigue escapar, ni aun apunto de expirar y a pesar de no tener ya corona, del tratamiento real que aquellos que le rodean le dispensan. Encarnación del poder, de la historia y del Estado portugués, incluso en sus últimos momentos sigue siendo el depositario del símbolo que le acompaña desde su nacimiento. Emblema de una monarquía, la portuguesa, extinta en 1910, pero que Rodrigues resucita a fin de instalarla en ese cuerpo al borde de la despedida.

Fuego fatuo 3

Sobre el inerte Alfredo, su sobrino nieto hace rodar un coche de bomberos mientras canta Um árvore, um amigo. Canción y juguete inducirán al moribundo a recordar su juventud. La obra quedará, así, construida como un flashback en el que Alfredo rememorará distintos episodios de su vida: aquellos que le condujeron a tener un romance con Afonso (André Cabral), el bombero aquí representado y contenido en el juguete que corona el vehículo con el que el niño juega. Otro contenedor, otra metáfora. Aquí no se trata, como, por ejemplo, ocurre en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), de un recuerdo lanzado desde la muerte, sino de uno que fluye desde las postrimerías de la vida. La principal diferencia entre ambas opciones es que, si en la primera es el alma la encargada de contar los capítulos finales del cuerpo, aquí es el propio cuerpo el que, con su último aliento, hace memoria de su vida. Se dice que todos los individuos que merodean por nuestros sueños somos nosotros mismos que, en nuestras múltiples facetas, adoptamos diferentes apariencias. Aun cuando se trate de alguien a quien reconocemos, no deja de ser una figura que nuestra mente usa para encarnar los distintos rostros que poseemos. Así, en el sueño terminal del cuerpo de Alfredo, desfilarán elementos que conformarán, como él mismo, anatomías encapsuladas en una hipertrofia de significado. Reclamados y divididos por las diversas metáforas que los atraviesan. Sueños, en fin, de un cuerpo que ve cuerpos sosteniendo la misma lucha que él ha sostenido.

Tampoco la naturaleza logrará rehuir, en Fuego fatuo, el ser convertida en metáfora. Las memorias de Alfredo se iniciarán rememorando un paseo dado por el joven junto a su padre (Miguel Loureiro), el entonces rey, por un bosque que este último describe como monárquico. En contraposición a las caóticas arboledas republicanas, dice, las monárquicas se distinguirían por su orden y por lo enhiesto de sus árboles. Bosque que ya no es bosque, pues, sino símbolo de la Portugal dividida entre monárquicos y republicanos. Mientras el padre así lo califica y describe los árboles como largos, potentes y turgentes, el joven Alfredo tendrá que ocultar una erección. En la lucha de significados, a la visión política del padre se opondrá la del bosque como representación de la carne ante la que la pubertad de Alfredo reacciona. Incipiente deseo adolescente que, una vez relacionado con la naturaleza, dará más sentido a la voluntad del príncipe de querer ser bombero. Veremos al joven recitar un discurso de Greta Thunberg ante sus padres. A la identidad impuesta se la combate, por lo tanto, con la identidad elegida: Alfredo escoge formar parte de su generación, preocupada y activista a causa de un medioambiente dañado, en lugar del sambenito de la corona con la que ha nacido. Además de lo cómico y de lo crítico de situar en el ámbito de la realeza una historia como la que se nos va a contar, tanto Rodrigues como sus coguionistas —João Rui Guerra da Mata y Paulo Lopes Graça— aciertan al mostrar la sensibilidad hacia lo simbólico de unas personas que son símbolos. Así, cuando el campo portugués arda junto a las metáforas que se le han ido imponiendo, los reyes verán en el gesto del príncipe un excelente acto publicitario. Y le dejarán ejercer de bombero.

Fuego fatuo 2

En el mismo D’A Festival Cinema de Barcelona 2023 en el que se ha proyectado este Fuego fatuo, también se ha podido ver la última película de Paul Schrader, El maestro jardinero (Master Gardener, 2022). En ella, un hombre (Joel Edgerton) que carga las culpas de su pasado filonazi en forma de tatuajes que le cubren el cuerpo, comienza una relación con una mujer afroamericana (Quintessa Swindell) entablando así, a través del sexo, una suerte de reconciliación. El cuerpo, convertido en señal de la memoria, se vuelve en el único espacio desde el que poder gestionar conflictos históricos. Como escribe Amelia Valcárcel en La memoria y el perdón (2010), los grandes males impiden cualquier compensación, no hay castigo que permita reequilibrar la balanza. Por ello, el perdón queda como un acto que únicamente se alcanza cuando es íntimo, ya que, si tratara de generalizarse, solo podría resolverse como olvido interesado o como resignación. En una parte del cine reciente es posible rastrear una carencia de fe en las herramientas colectivas que puede proceder, pues, tanto de las barbaries del pasado como de las incertidumbres del futuro. Barbaries e incertidumbres que solo podrán aspirar a resolverse o, por lo menos, atenuarse en el terreno parcial, particular y limitado del individuo. Si la responsabilidad de reparar el ayer y construir el mañana recae sobre las personas de manera aislada, la tentación de filmar la carne, el breve espacio en el que la lucha llevada a cabo por el individuo se manifiesta, será mayor: bastará con situar el ojo de la cámara cerca de un cuerpo para ver desplegarse, frente a él, el campo de batalla en el que se construye la historia.

Cuando Alfredo conozca a Afonso, de ascendencia angoleña, y se enamoren, recrearán, a través de su deseo, un acto de reconciliación similar al filmado por Schrader. Al presentarse, lo harán, sin embargo, identificándose por aquello que han estudiado: Historia del arte Alfredo, Sociología Afonso. Otra elección, una identidad más que se superpone a todas las hasta ahora acumuladas: al presentarse, el primero se vinculará al símbolo como el segundo lo hará con la población. Entre un gag y otro, la cosa y la representación de la cosa se dan la mano. Este es el tono general de una película en la que Rodrigues usa la aparente ligereza de lo humorístico para tratar temas y preocupaciones que de habitual se presentan de forma seria cuando no dramática. La reconciliación se instalará en los todos aspectos del metraje ilustrando, así, la reconciliación perpetrada por sus personajes. En una de las secuencias más llamativas de la película, los bomberos recrearán frente a Alfredo distintos cuadros de pintores como Caravaggio, Velázquez o Francis Bacon. Bomberos desnudos y otros casi desnudos interpretarán, en los vestuarios, los tableuax vivants que están ensayando para las fotos del calendario que sacarán ese año. Cuerpos escultóricos que pondrán a prueba los conocimientos del príncipe, invitándole a adivinar de qué cuadro se trata en cada caso, a la vez que crean uno de los momentos más graciosos (y eróticos) de la cinta.

Fuego fatuo 1

El tableau vivant es un recurso que ha sido ampliamente usado en el cine: en Viridiana (Luis Buñuel, 1961), en El Decamerón (Il Decameron, Pier Paolo Pasolini, 1971) o en Pasión (Passion, 1982) del ya citado Godard, por poner algunos ejemplos. Uno de sus atractivos es que instala en un medio que recrea el fluir del tiempo un ejercicio que tiene como finalidad el suspenderlo. La atemporalidad y el paso del tiempo se unen, igual que la inmovilidad y el movimiento, en el tableau vivant filmado. Pero, además de esta aproximación de opuestos, en los bomberos de Rodrigues también se juntan la alta y la baja cultura: la pintura del museo y el calendario de bomberos. Una secuencia cómica y homoerótica que practica una reconciliación sobre los cuerpos es una buena síntesis del conjunto de la película. En la misma dirección, el pasaje en el que Alfredo y Afonso se masturban mutuamente sobre un campo calcinado supone la culminación del trabajo de reunión que el cineasta portugués ha ido construyendo. Pues mientras dan rienda suelta a su pasión se irán lanzando, el uno al otro, insultos racistas y colonialistas —Alfredo— y antiimperialistas y antimonárquicos —Afonso—. Impulsados por el deseo, convertirán las identidades que les han sido impuestas en un disfraz con el que jugar para mayor placer del cuerpo. Transformarán una barbarie histórica en poco más que bromas de enamorados.

Cuenta el director que la historia se le ocurrió a raíz de leer sobre la monarquía portuguesa en la prensa rosa. Aunque haga más de cien años que no ejercen, los personajes de la realeza siguen pululando por las revistas del corazón. Desde la sala de espera del dentista, desde la peluquería o en la comodidad de sus casas, sus vidas son seguidas por multitud de personas a las que ya no se podrían referir como súbditos. El símbolo sobrevive al poder real que en el símbolo se invoca. Pero eso significa que, en el caso de Alfredo, una vez extinta la carne solo quedará el emblema monárquico. Los sueños y los recuerdos se esfumarán. Si el cuerpo era el único espacio para sostener una batalla por la identidad, tras su muerte, la lucha estará perdida. Rodrigues, a pesar de su mofa hacia la casa real, parece tenerle cierto cariño a su personaje y le regala, justo al final, una pequeña victoria. No pudiéndose celebrar un funeral de Estado, serán los bomberos los que organizarán y costearán las exequias. Estos recuerdan y reconocen a Alfredo como uno de los suyos y, con ello, le imponen a su cadáver la identidad que este había elegido para combatir a aquella otra con la que había nacido. Sin embargo, esta victoria será efímera, y la aparición en el funeral de Afonso, ahora convertido en Presidente de la República, hará que todos los presentes den la espalda al muerto. El pueblo abandona a la monarquía en favor de la república. Y será así como la aparición del amado, aquel a través del que un día buscó conquistar su propia identidad, volverá a transformar a Alfredo en lo que fue desde el día de su nacimiento: un símbolo.

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