G. W. Pabst: mente, deseo e imagen en la República de Weimar
Por Roberto Amaba
Podría utilizar los tres primeros largometrajes conservados de Georg Wilhelm Pabst para trazar el camino que lo llevó de aprendiz a maestro, de reputado hombre de teatro a cineasta consumado. Un trayecto que nacía en toscas veredas de labranza, que continuaba por los decrépitos callejones de Viena y que terminaba a cielo abierto en la cumbre de una loma, en una casita a los pies de los Alpes con la cámara, emocionada, ascendiendo a empellones. Podría hacerlo y cometería un error. Estaría generando una placa defectuosa que reproduce manchas y vacíos en cada estampación. El primer trienio cinematográfico de Pabst es más retorcido que este progreso lineal tan seductor. Desde el principio, desde 1923 a 1926, Pabst nos obliga a pensar el desorden y el azar de toda filmografía. Un arte colectivo y permeable como el cine no se presta a la teleología, menos aún cuando se desarrolla dentro de un contexto tan convulso como el de la República de Weimar.
Encadenando tres películas tan distintas como El tesoro (Der schatz, 1923), La calle sin alegría (Die freudlose gasse, 1925) y Misterios de un alma (Geheimnisse einer seele, 1926), Pabst no cumplía un plan preconcebido que lo llevara de la juventud a la madurez y de la leyenda a la psique haciendo escala en el naturalismo. De la ficción al documento, del juicio colectivo al juicio del individuo, de la mentira en sociedad a la verdad biológica en su intimidad. El cometido de este artículo es explicar estos recovecos donde los hechos históricos discuten con las imágenes. Anunciar el progreso y la prefiguración sin dejar de señalar la quiebra y la revocación. Solo así se apreciará el fulgor de los tesoros, los socavones de las calles y el prestigio kitsch de todas las almas.
De la misma manera que no cabe imaginar esta trilogía como una escalera ascendente, tampoco cabe restringir su explicación a la naturaleza cinematográfica de sus componentes. La estética tendrá una importancia decisiva a la hora de comprender su trascendencia. Decisiva, pero también relativa. En pleno paso del ecuador de la República de Weimar, las imágenes no pueden ser analizadas como realidades independientes y como estrictas productoras de sentido. El cine de Weimar se estudia dentro y fuera de la sala. Esto es, como uno de los modos de representación más renovadores de la historia del cine mudo y como puro y simple ornamento, consuelo y pretexto de las masas. Tan importante resulta la construcción de sus decorados como la arquitectura y el urbanismo que, en última instancia, los albergaba. El análisis debe ser consciente de un enérgico sustrato popular y de los cambios que hicieron de las grandes ciudades centroeuropeas, con Viena y Berlín al frente, un bullir de cuerpos, objetos, luces y sonidos. Una invitación para flanear tras los pasos de Franz Hessel. Una iconosfera prematura, una sociedad del espectáculo en ciernes donde el mundo, cuarenta millones de muertos más tarde, ansiaba convertirse en otra cosa. Por ejemplo, en un objeto de ilustración.
Bajo la esbelta erudición que hemos fabricado para discurrir sobre aquel cine, estaban las modestas dependientas y toda una liturgia de la distracción sobre las que ya escribió en tiempo real pero con distancia irónica Siegfried Kracauer. Entre planos, travellings, sobreimpresiones y montajes también había lugar para otro tipo de epifanías menos intelectuales. El refinamiento del cine de Weimar todavía nos impulsa a publicar artículos como este, pero sobre aquellas imágenes uno solo es capaz de escribir a tijeretazos, como en los collages de Hanna Höch. Confiando en la elisión, como en las piernas y en los maxilares de los lisiados de guerra. Para explicar estas imágenes hay que regresar al teatro y a sus diferentes postulados: de Reinhardt a Brecht, de Jessner a Piscator, a Wedekind y Toller. Hay que aceptar dos eternidades políticas: la traición y la decadencia socialista, la abyección y la doble moral derechista. Hay que redactar el Tratado de Versalles, comer pan de serrín durante la inflación y denunciar la tiranía encubierta de Hindenburg. Hay que cantar los versos de Rilke y las frases de Mann, las notas de Schönberg y de las bandas de jazz. Hay que leer sin escandalizarse la retórica belicista de Jünger y Spengler. Visitar los tugurios, espiar las tragedias cotidianas de Döblin mientras revelamos las fotografías de Moholy-Nagy y August Sander. Asombrarse con las visiones de Hans Poelzig, deslumbrarse con las cristaleras de Mendelsohn y Taut. En conclusión, hay que pensar el ser y el tiempo de Heidegger.
Solo así, solo en compañía, seremos capaces de aprehender la importancia de lo visual. En uno de los párrafos más hermosos escritos nunca sobre el cine, Joseph Roth, el 11 de noviembre de 1925, proclamaba la conversión de un pecador en el Palacio UFA de Berlín. Pecador como él, me dispongo a contemplar las tres películas. Lo hago en ausencia de terciopelo verde, confiando en que las imágenes de Pabst me obsequien con la misma «luz misteriosa que Dios no creó y que la naturaleza no llevará a cabo en miles de años». No hay terciopelo verde porque no cuento con telón. El fluido luminoso no embiste contra la pared, se derrama transustanciado sobre un televisor. Jean Epstein llegó a domar tempestades porque el cine, a lo largo de los años, había «amansado cataratas». Y aquí siguen, casi un siglo después, las majestuosas cataratas de luz, las mismas energías de la naturaleza dispuestas a satisfacer y a castigar las necesidades del hombre.
El tesoro
En un viejo caserón vive el maestro campanero Steinrück junto a su esposa, su hija Beate y el ayudante Svetelenz. Contada al calor de la sobremesa, una leyenda no menos antigua que la casa habla de un tesoro escondido en el lugar. La presencia oculta de la fortuna, la obstinada negación de los sillares y la llegada del joven orfebre Arno, encargado de decorar de una campana recién fundida, cambiarán las conductas y las relaciones de los personajes. El trabajo apacible y el amor en ciernes deberán hacer frente al odio y la envidia.
La escasa reputación con la que cuenta la ópera prima de Pabst es atribuible a dos razones. Primera, sin llegar a ser considerado un filme perdido, El tesoro deambuló por filmotecas y cineclubes en copias mutiladas o en un deficiente estado de conservación. No fue hasta su reconstrucción y restauración llevada a cabo por el Archivo Cinematográfico Nacional de Praga (1999), cuando volvió a lucir en soporte fotoquímico y, ocho años después, en digital. La primera razón es, entonces, logística. Igual que gran parte del patrimonio silente, El tesoro fue evaluado sobre materiales precarios. Segunda, las dos grandes referencias bibliográficas para el estudio crítico y académico del periodo en el que se inscribe, no lo trataron con amabilidad. Siegfried Kracauer y Lotte Eisner no le concedieron mayor relevancia.
Para Kracauer El tesoro era una «leyenda de amor y codicia desarrollada torpemente en decorados medievales [sic]». A lo que apenas añadía que era «impersonal» y «anodina». Eisner fue más generosa, aunque para ella no pasaba de ser un desfile de imágenes atractivas «que la luz esculpe en las tinieblas». Un filme que se limitaba a recopilar y a mostrar todo aquello que lo identificara con la cinematografía alemana precedente. Sin hacerlo explícito, Eisner degradaba El tesoro a mero epígono expresionista, a una suerte de sucedáneo monótono, poco diestro en el montaje y carente de imaginación de la segunda versión de El Golem (Der Golem, wie er in die Welt kam, Paul Wegener, Carl Boese, 1920). A pesar de reconocer que Pabst superaba la torpeza del debutante, Eisner decía no encontrar rastro alguno de la personalidad del director. Los destellos no permitían adivinar la futura calidad del cineasta. En resumen, Eisner y Kracauer coincidían en ver El tesoro como un filme despersonalizado, un encargo inevitable, el peaje del aprendiz. Apenas faltaban unos años para la política de autores, pero su raíz conceptual ya pervertía opiniones.
Publicados en el intervalo de un lustro (1947 y 1952) a mediados del siglo XX, De Caligari a Hitler y La pantalla demoniaca se mantienen, siete décadas después, como dos libros insustituibles y magníficamente escritos. Ambos incidieron en algunos detalles y, sin embargo, pasaron por alto otros tantos que hacen de El tesoro una obra quizá no mejor, pero sí más importante. Es decir, su revalorización no puede partir del capricho ni del gusto, ni siquiera de una opinión estética más o menos formada, sino del análisis. Mi gusto particular, más indulgente, carece de interés. De ahí que proceda a exponer los motivos que le otorgan justa relevancia. Para ello tomaré, ampliaré y rebatiré algunas de las ideas utilizadas por Eisner y Kracauer: la herencia, la torpeza, el montaje, el diseño de producción, el uso de la luz, el relato que subyace en la leyenda y la falta de personalidad. Comienzo atisbando el marco, ubicando al El tesoro en su interior, apreciando los movimientos heredados y las vías abiertas. Para ello recurro a una contextualización doble: la psicológica y la cinematográfica. En primer lugar profundizaré en la acertada tesis general de Kracauer, según la cual a través del cine se pueden conocer las tendencias psicológicas dominantes de la Alemania de posguerra. En segundo, matizaré la condición de epígono expresionista acuñada por Eisner.
Uno de los estratos de la mentalidad colectiva germana de entreguerras era, a ojos de Kracauer, aquel donde se establecía una relación entre los instintos y los déspotas. Ambas formas de la psicología profunda quedaban regidas por una misma figura: el destino. Los instintos descontrolados conducían al cataclismo. La expresión conductual de dicho cataclismo era la anarquía; su representación estética, las ruinas. La única manera de evitar la debacle era la última y necesaria sumisión al tirano. En esta dialéctica viciosa, Kracauer abría una tercera vía: la del modus vivendi. La recuperación de metarrelatos tenidos por obsoletos, perniciosos o afuncionales como el romanticismo, el marxismo y el amor cristiano. Imágenes e historias que, gracias a la improbable conciliación entre razón, idealismo y milagro amparaban un futuro mejor. Con todo a su favor, a Kracauer no se le ocurrió situar El tesoro en el interior de este diagrama. Tal vez por evidente, tal vez por su escasa estima hacia el filme, tal vez por convicción ideológica, Kracauer obvió que El tesoro participaba del aufbruch expresionista que él mismo promulgó. En el nudo y en el desenlace del filme, en su escritura y en su filmación, latía un deseo inmediato: el abandono de «las ruinas del ayer por la revolución del mañana».
Esta moraleja ya estaba presente en la novela (1916) homónima del escritor austríaco Rudolf Hans Bartsch. Era un mensaje voluntarista y naif que Pabst no dudó en reciclar. Carcomida en sus cimientos por la mezquindad, la casa del maestro campanero Steinrück se desmorona mientras los enamorados, reencarnaciones del cierre espectral de Las tres luces (Der Müde Tod, Fritz Lang, 1921), enfilan el paisaje hacia el fondo del encuadre. Hacia el futuro. Pero para llegar a esta celebración de lo obvio, a este final feliz camino de un horizonte de juguete, se ha tenido que desplegar una estrategia dual continuada en el tiempo. Pabst enfrenta los instintos a la razón, los pecados a las virtudes y la superchería a la ciencia. Y lo hace mediante otra dialéctica general que los engloba: la oposición entre interior y exterior, entre arquitectura y naturaleza. Es en este último recurso donde se aprecia una construcción puramente cinematográfica, un planteamiento original y sutil que pone en valor la destreza del cineasta a la hora de planificar el guion y de filmarlo.
Pero los espacios han ser habitados. A medida que discurre la historia, los espacios adquieren las virtudes de los hombres. Aunque sería más apropiado decir que la impregnación es mutua. Existe una transacción de sentimientos donde la naturaleza y el artificio dan en virtud de lo que reciben. La síntesis se encarna en los dos personajes masculinos. Arno y Svetelenz no solo rivalizan por el amor de la núbil Beate, también son la representación andante de sus respectivos paradigmas. Svetelenz, interpretado por Werner Krauss, es el ayudante rudo, taciturno y poco agraciado; Arno, interpretado por Hans Brausewetter, es el orfebre delicado, apuesto y desenfadado. Mientras Svetelenz se entrega a la superstición del zahorí para encontrar el tesoro, Arno recurre al conocimiento técnico de los planos y la materia. La varita mágica de avellano recolectada de acuerdo a la tradición nigromante, es ridiculizada por la investigación racional y matemática de las leyes de la arquitectura. La síntesis sigue siendo ingenua, pero funciona de manera ejemplar en el registro diegético y moral.
Así, cuando Svetelenz emprende la búsqueda, Pabst y el director de fotografía Otto Tober subrayan lo tétrico de su método. Svetelenz parte de la oscuridad interna del taller portando una linterna sobre el torso. La luz produce un efecto inmediato, la peculiar estolidez de su rostro sufre una metamorfosis. La luz descubre el lado siniestro del método y del personaje mediante facciones exaltadas y humeantes. Se establece, así, una equivalencia entre las fisonomías y las pulsiones. El rostro, fachada humana, se vulgariza hasta quedar reducido a máscara. Svetelenz deambula por las estancias proyectando sombras que no son más que sus demonios internos. Deformidad anatómica ya dibujada por Murnau en La tierra en llamas (1922) y Nosferatu (1922). En contraste directo, la pareja de enamorados inicia su distanciamiento bucólico en el patio trasero del caserón. Primero es el patio, una estancia aneja a la esclavitud del oro y de la piedra, pero pronto será el agro, la posibilidad y la necesidad del aire. Descubierto el tesoro, el matrimonio y el ayudante se emborrachan de monedas y alcohol. La orgía solo podía suceder en el interior de un hogar que deja de serlo. Mientras, Beate y Arno disfrutan de los viñedos. Entre parras y mariposas, en una reminiscencia campesina del paraíso recobrado, consumarán su amor. La uva, la materia prima pura y deífica triunfa sobre su destilado; el goce carnal consentido, sobre la tasación de la carne y de la vida. En la renuncia al oro, en la sana aceptación del uno y del otro, reside la salvación. La vieja Europa, y con ella sus antiguos imperios, deja paso al mañana.
Para concluir con esta operación que, repito, responde a criterios de estricta pericia cinematográfica, debo regresar al comienzo. Apenas iniciada la aventura, a los cinco minutos de metraje y con los personajes recién presentados, Pabst ejecuta una brillante operación de composición y montaje. Ni siquiera digo hábil o diestra, sino maestra. Durante un almuerzo donde hemos intuido la gula volcada sobre las viandas, Beate vuelve la cara. A ese primer instinto, a esa glotonería apenas controlada y sugerida, Beate responde con un perfil, con una silueta lánguida que, por obra y gracia del montaje, enlaza con la primera aparición de Arno. Beate gira la cabeza hacia la derecha del encuadre y, en corte directo motivado por su mirada, cambia el plano y cambia el relato. La tímida renuncia a los instintos, la bondad y la esperanza en una compañía mejor se materializan en la primera transición entre interior y exterior. Cruzando un bancal, Arno penetra en cuadro de izquierda a derecha. Si hiciéramos el ejercicio de solapar el último fotograma de Beate con los siguientes de Arno, comprobaríamos que la ligazón trasciende el vínculo establecido por el rácord. Asistimos, en diferido, a una fusión explícita de los cuerpos. Arno se detiene un instante y mira atrás; mira, sin estar, a la frente y a los ojos de Beate. Es ahí donde el montaje deja de operar como técnica del pasado para hacerlo como afecto del futuro. El final de la película sería igual de comprensible sin este cruce subliminal de imágenes, pero, qué duda cabe, quedaría incompleto.
He querido detenerme en este hallazgo de montaje por tres motivos. Por pura materialidad significante, por su incuestionable aportación narrativa y como refutación parcial del dardo lanzado por Eisner. Lo hago siendo consciente del riesgo que implica asumir estos cortes como realidades objetivas, en lugar de someterlo a la sospecha de un posible remontaje historicista durante su restauración. Como argumento añadido propongo otro detalle que despeje las dudas sobre la hipotética torpeza en la ligazón de las imágenes. Hacia la mitad del metraje, en una escena del segundo acto donde la trama y los personajes comienzan su transformación, vemos al matrimonio sentado en el salón. Del gran plano general pasamos a un primer plano del rostro de Steinrück mediante fugaz encadenado. Que en su ceño apreciemos la comezón del dinero es menos importante que el método que nos ha llevado hasta él.
Esta transición se puede considerar como un precedente de lo que, con el tiempo, se convertirá en una de las señas de identidad del cine mudo de Pabst: el cambio de plano sujeto a movimiento. En el resto de su filmografía, Pabst utilizará más planos y de menor duración que en su debut. Y para coser esas capas de realidad hasta conseguir una superficie uniforme, recurrirá a esta artimaña cognitiva. En sus propias palabras: «Al final de un corte alguien se mueve y al comienzo del siguiente el movimiento continúa. El ojo está tan ocupado que no advierte estos cortes». De ahí nace parte del mantra de un Pabst naturalista preocupado por la continuidad cuando era, en rigor, un formalista parcial que tomaba la realidad como coartada para seguir ejercitando el estilo. Este inofensivo encadenado ilustra el principio de avaricia en el rostro y sugiere, a su vez, una escritura cinematográfica del porvenir. Un intento de engendrar movimiento, de otorgar dinamismo a la imagen y de aligerar la rigidez del encuadre. Es un arcaísmo y es una prefiguración. Este episodio de montaje enlaza de manera lábil con su producción posterior, de la misma manera que los ligerísimos movimientos de cámara (presentación del joven en la cantina, descripción ambiental del horno) anuncian su posterior gusto por el travelling de seguimiento.
Mención aparte merecen los decorados. Robert Herlth y Walter Röhrig ensayan las perspectivas forzadas y los puntos de fuga imposibles que, poco después, perfeccionarán bajo las órdenes de Murnau. Fuertemente influidos por el trabajo de Poelzig en El Golem, Herlth y Röhrig aportan dos características fundamentales a la película: continuidad y plasticidad. La continuidad es conceptual, casi un clima, un devenir terroso y orgánico entre la greda y gleba, entre los muros del caserón y el labrantío de estudio. Arno, encargado de la decoración de la campana, modela con tiento un querubín de arcilla. Todo en El tesoro parece esculpido más que construido. Una conmemoración del espacio que parte de la conciencia de sus límites. Es esta idea volumétrica del escenario la que Pabst quiere enfatizar con sus encuadres. Se obtiene a partir de ello una de las sinergias distintivas del primer cine de Weimar. De la suma entre la cámara, su ángulo, el decorado y el espacio delimitado nace un criterio distintivo de plasticidad.
Pabst incide en los encuadres oblicuos y en el aprovechamiento de los techos bajos. Y cuando no ha lugar, prolonga la frontalidad dentro de las posibilidades de la óptica. Soberbia la escena inicial en la taberna, con la apertura a modo de metaencuadre del mostrador. Disparatada la inclinación del dormitorio del matrimonio, con la cama encabritada sobre la columna que habrá de ceder. De hecho, la arquitectura y la escultura están en la raíz dramática del filme. La ruina que fue y la que será. El caserón es un organismo andrajoso, el vientre de la serpiente que, como el fotomontaje de John Heartfield, traga oro. La feminidad curva de la campana es la esbelta redención que se transfiere del metal a la carne de Beate. El pilar rígido que se quiebra, el poder fálico que reprime y condena. Ese pilar, más que a las monumentales hipóstilas de los templos del Nilo, nos recuerda a la simbólica palmera de San Baudelio de Berlanga.
Los modos de interpretación no son tan espasmódicos como los del expresionismo. Podría decirse que, al igual que los decorados, se han suavizado. Han perdido ángulos y han ganado órbitas. Pabst comienza a manifestar la que será otra de sus virtudes: la dirección de actores. Para ello combina la dilatación temporal en el retrato de la reacción psíquica, con una gestualidad grotesca de carácter satírico. Esta combinación entre el naturalismo y la deformidad de raigambre teatral y pictórica siempre le acompañará. Relevante la atención que le dispensa al miembro del reparto que mejor puede transmitirlo: Werner Krauss. En los colectivos de Pabst siempre se dará un conflicto entre lo maléfico y lo angélico donde este poder benéfico no renuncia a su eventual poder de destrucción. Es en El tesoro donde prenden algunos de sus planos-emblemas: las manos que, retorcidas en sus falanges, devienen garras; la carcajada animalesca que, en la repulsiva humedad bucal, deviene caricatura. Pabst será uno de los maestros de esta doble onomatopeya corporal. Por último, el valor germinal de la película se aprecia en otra de sus formas predilectas: la alegoría visual mediante la reunión, en un mismo encuadre, de la figura humana y del relieve escultórico.
Es probable que El tesoro continúe siendo un filme casi demodé. Las últimas tinieblas de un cine a punto de desaparecer no solo de la filmografía del director, sino de todo un continente. Aquella plasticidad gredosa, orgánica y a ratos delirante que llegaría hasta El hombre de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett, Paul Leni, 1924) y que agonizaría en las callejuelas de la segunda versión de El estudiante de Praga (Der student von Prag, Henrik Galeen, 1926). También es probable que, en su conjunto, El tesoro siga transmitiendo una torpeza simpática y carente de personalidad. No obstante, si le prestamos la atención que merece apreciaremos aquello que discurre bajo la agitación ámbar de sus imágenes, bajo el humo de la fundición y de las noches zarcas. La personalidad de Pabst comienza a intuirse en algunos de los factores ya descritos y, por último, en la tragedia de los espacios vacíos. Estancias que pierden a sus personajes cuando estos han hecho lo propio con su decoro. Un dormitorio vacío, una cama sin hacer; una cocina abandonada a su suerte, un cuenco de leche que hierve y se vierte en la sucia soledad de un continente.
La calle sin alegría
Viena, 1921. Los efectos de la crisis económica de posguerra asedian la calle Melchior. Las clases sociales más desfavorecidas se igualan en la desdicha mientras otras disparan sus ganancias. El tráfico de favores, la usura, el sexo y la explotación son otras de las monedas sujetas a inflación. En un cruce de historias guiadas por el melodrama, dos mujeres (Mizzi y Greta) hacen frente a estas amenazas y a sus propias debilidades. Devaluado el concepto físico y moral del hogar, la vida se arremolina en torno a los tugurios clandestinos y a una carnicería regentada por un hombre puerco que, más que un carnicero, es un presagio.
Antes de filmar La calle sin alegría, Pabst se había interesado por el melodrama en La condesa Donelli. Filme estrenado en noviembre de 1924 que hoy sigue catalogado como perdido. Apenas se conservan testimonios sobre el mismo, uno accesible es la crítica recogida en el diario más importante de Viena. El 24 de marzo de 1925, en las páginas del Neue Freie Presse aparecía una reseña que destacaba el retrato femenino de la condesa (interpretada por la prolífica y lozana Henny Porten) y cierto encanto paisajístico. Fue en ese mismo periódico donde Pabst obtuvo la fuente literaria para su siguiente trabajo. A lo largo de 1924, pocos meses antes de ser asesinado, el escritor austríaco Hugo Bettauer había publicado por entregas Die freudlose gasse, una novela apegada a la realidad de posguerra. En sus días de teatro vienés, Pabst había llegado a conocer a Bettauer. Ahora, con la ayuda de Willy Haas, adaptaría su obra priorizando la trama melodramática sobre la criminal.
Igual que en El tesoro, el director recurría a la letra de un compatriota. En esta ocasión, respetando la localización específica. Estrenada en Berlín a mediados de 1925, La calle sin alegría era hija legítima de una doble miseria inflacionista: la austríaca y la alemana. Como consecuencia de los gastos y de las deudas de guerra, de la inutilidad de los bonos emitidos, de la reconversión industrial, de la desmovilización, de la ocupación inglesa y francobelga de la zona industrial del Ruhr y de las sanciones leoninas impuestas por los Tratados de Saint-Germain-en-Laye y Versalles, la economía de los antiguos miembros de los imperios centrales se derrumbó. La estrategia de poner en marcha la máquina del dinero, apenas concedió una tregua antes de convertir la devaluación de la moneda en insostenible. Primero en forma de inflación galopante y, después, de hiperinflación. Austria la sufrió en primer lugar, alcanzando la fase aguda entre septiembre y octubre de 1922. Alemania entró en hiperinflación a finales de octubre y principios de noviembre de 1923. Fue entonces, antes del cambio de moneda, cuando el valor del dólar ascendió desde los 170 mil millones hasta los cuatro billones de marcos. Alemania comenzaría el denominado periodo de estabilización al verano siguiente. Lo hizo gracias al capital americano inyectado mediante el Plan Dawes y a la relajación paulatina de algunas sanciones.
Las consecuencias sociales fueron previsibles: degradación y extinción de las clases medias y del proletariado seguido de un aumento masivo del lumpen. Las clases pudientes y dirigentes aprovecharon la coyuntura para derogar todos los avances en derechos sociales y laborales que se habían logrado durante el breve periodo revolucionario que siguió a la Gran Guerra. Los constantes cambios de gobierno solo enmascaraban la continuidad de las estructuras de poder. Militares, altos funcionarios y financieros seguían maniobrando en la sombra y, a partir de entonces, no tan en la sombra. La zafiedad se ostentaba sin pudor y la sociedad perdió cualquier vínculo emocional y funcional con un poder que se volvió autoritario e insensible. La calidad de vida, precaria de por sí, se deterioró a marchas forzadas. La salubridad general y las condiciones sanitarias se desplomaron. Descendió la esperanza de vida, creció la mortalidad infantil y proliferaron las enfermedades infecciosas como la tuberculosis.
Pabst adaptó la desgracia de la Austria de Hugo Bettauer después de haber vivido y de haber rodado en la alemana. La comunicación entre ambas era inevitable. La manera de convertir en universales dos sucesos afines pero particulares, corrió a cargo del topos estético del momento: la calle. Y es aquí, en su construcción, en su población y en su representación donde surge el gran conflicto artístico de la película. Me refiero más al choque que a la hibridación entre los principios realistas de la Nueva Objetividad, la pasada tradición expresionista y el vigente éxito del kammerspielfilm. La calle sin alegría no es un filme que se pueda adscribir sin reparos a la Nueva Objetividad porque carece de su entonación en los modos de observación. Los resabios expresionistas son mínimos y se sitúan lejos de la intensidad que les dio nombre. Y se distancia formal y narrativamente del exquisito trabajo de planificación, de la densidad del símbolo, de la práctica del gesto y del stimmung del kammerspielfilm. En Sombras de Weimar, Vicente Sánchez-Biosca acertó al incluirla dentro de la categoría «melodramas enrevesados». Con un simple sintagma, Biosca resumía la distancia insalvable entre La calle sin alegría y algunos de los filmes de Karl Grune, Murnau, Jessner y Lupu Pick. Ahora lo abstracto deja paso a lo concreto, la simplicidad de la trama a la complejidad, la reducción de los personajes a la multiplicación, el símbolo a la cosa, la estetización asfixiante a un realismo pseudodocumental de cartón piedra, la condensación a la dispersión, la continuidad al contraste.
La calle sin alegría es, en fondo y superficie, un filme heterogéneo, deslavazado y por momentos amorfo. Un filme fruto de la crisis y, en esta ocasión sí, del aprendizaje, de las dudas y de la indefinición de un cineasta. La calle funciona como triste escenario pasajero que alberga otro correlato estético, otro topos donde la figura humana se somete al espacio y donde la mujer se une al colapso de la civilización: la cola, el hambre, la espera. Feto de la pornomiseria, postal de la indigencia, turismo de la pobreza como el que realizan los burgueses y los nobles al comienzo del metraje. Visitar los barrios bajos en busca de sensaciones exóticas: ver pobres. El triunfo de aquello que Eisner denominó, con su lucidez habitual, «lo social decorativo».
La depravación de los personajes y los tugurios clandestinos prefiguran más en lo conceptual que en lo estético sus próximas películas. Será a partir de Crisis (Abwege, 1928) cuando Pabst participe mejor del desenfreno de posguerra, de su música y de sus cabarets, de la liberación femenina y de la exposición y del goce del cuerpo. De aquel frenesí que desde el inconsciente individual y colectivo desea purgar los efectos de la guerra. De la ilusión biológica y social de un libre albedrío trastornado, sin saberlo, por el sufrimiento. De la ignorancia, cuando no del entierro, de unas categorías morales en retroceso. Aquí Pabst debe conformarse con un melodrama todavía repleto de melindres y truculencia, cuyos presumibles aciertos son imputables al efectismo y al moralismo.
La calle sin alegría soporta un prestigio que hoy resulta difícil de mantener. Si la peripecia logística ayudó a esconder las virtudes de El tesoro, aquí parece haberlas disparado. Censurada en Alemania, prohibida en Inglaterra y distribuida en copias mutiladas por buena parte de Europa, siempre ha estado en boca de historiadores y cinéfilos cuando, en verdad, no ha podido disfrutarse en condiciones hasta su restauración de 1999. La reconstrucción realizada por el Filmmuseum de Múnich a partir de las diferentes versiones desperdigadas por archivos y filmotecas, ni siquiera restituyó la obra a sus tres horas originales. Al margen de la degradación de los materiales, las copias precedentes presentaban una narración desvirtuada o eran directamente incomprensibles. El prestigio no era sospechoso, era un acto de fe. Una reputación levantada sobre imágenes inconexas y mortecinas. Casi un siglo después de su estreno, la razón principal de su triunfo parece tan clara como trivial: el mito de Greta Garbo. La calle sin alegría es, pues, un filme mitificado y mistificado donde ni siquiera hemos sido capaces de reconocer la trágica soberanía de Asta Nielsen sobre la famélica caída de ojos de su célebre compañera de reparto.
A nivel visual, se aprecia una leve progresión en el movimiento de la cámara. Apenas esbozados en El tesoro, los movimientos adquieren una soltura incipiente que no iguala la de otros filmes del momento. Tal vez porque Pabst nunca pretendió, al menos en su periodo silente, convertir la cámara en un ojo desleído por la escena. Aunque es justo reconocer que el segundo plano de la película es un acto performativo: la enunciación, siguiendo la estela de los personajes, echa a andar. Un travelling peripatético que nos introduce bajo la arcada de la calle Melchior. Dos años después, en 1927, Bruno Rahn abriría al paso la soberbia Tragedia de una prostituta (Dirnentragödie). Y el propio Pabst perfeccionaría la idea durante el arranque de La comedia de la vida (Die Dreigroschenoper, 1931). Aquí, aun dentro del primer acto, vuelve a recurrir al travelling cambiando el punto de vista: de la objetividad del primero, a la subjetividad del segundo. A bordo de un automóvil, el movimiento de cámara se recrea en el desamparo. Lo hace resaltado por la luz, por el foco. Pasa la cámara, quedan las personas.
Esta combinación entre desplazamiento de cámara y uso de la luz abunda en dos aspectos decisivos de la película y, por extensión, de su filmografía. Primero, sirve como exposición y corolario de ese turismo burgués de pobreza. Segundo, nos avisa de uno de sus atributos definitorios como director: la pulsión. El deseo irreprimible de mirar, la condena de ver. En pleno nudo dramático, recordamos el ojo de Mizzi sobreenfocado no solo por la ventana, también por el bordado de la cortina que la disfraza. Mizzi asiste a un desengaño que se vuelve insoportable por su manera de contemplarlo: con el ojo desnudo, con la pupila bordada, con el iris enaltecido por el encaje. Con los años, se sucederán los travellings de seguimiento y los matices de la pulsión visual. Entre los primeros es obligado destacar el realizado en pleno Les Halles para El amor de Jeanne Ney (Die Liebe der Jeanne Ney, 1927). Entre los segundos, el hecho nada baladí de la proyección de imágenes pornográficas en el antro de Greifer (futura cómitre del internado femenino en Tres páginas de un diario) y, más adelante, la continuidad emocional entre los ojos de Jack el Destripador y el cuchillo en La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1928).
Conviene dejar constancia de otros avances que ya pueden ser considerados como estilemas. Unos de herencia teatral, otros de nuevo cuño cinematográfico; ambos, fruto de su convicción en el trabajo colectivo. Porque Pabst siempre valoró e incorporó las ideas de su equipo. Esto es, siempre buscó rodearse de talento. Se aprecian nuevos intentos para dotar al ralentí con un efímero valor poético, de la cuestionable complejidad narrativa del flashback, de los juegos alegóricos con el cristal y el espejo, de la feminidad que salva y que sentencia, de la gestualidad simiesca como crítica envuelta en la forma que puede ser considerada una derivada de la Nueva Objetividad pictórica. Al margen de las ópticas, de la potencia lumínica y de la sensibilidad de la película, a Pabst le gustaba concebir el espacio en profundidad. Muchos de sus interiores están compuestos con este factor en mente. En numerosas ocasiones la disposición condiciona la experiencia del actor, cuyas salidas de campo pegado a la cámara es un arcaísmo recurrente hasta sus últimos días silentes.
También con el espacio como protagonista, Pabst incide en su estratificación moral. El sótano-lumpen de la familia de Mizzi, la cripta de la indecencia del carnicero, el callejón que proletariza, el primer piso de clase media descompuesta y el altillo lascivo del jefe de oficina. El montaje no es ajeno al hecho. No tanto en paralelo como alternadas, las imágenes del salón de fiestas y del populacho enfrentan a las clases sociales en disputa. Y el clímax, haciendo valer su mandato, invierte la pirámide: una buhardilla en llamas ilumina y abriga al bebé del futuro, al Mesías de la calle.
Misterios de un alma
La apacible vida burguesa del matrimonio Fellman se ve alterada por un suceso en el vecindario. Con la luz y el brillo de una mañana serena, su vecina es acuchillada. La tragedia se instala a modo de neurosis en el inconsciente de Martin Fellman. Un desajuste en la conducta que cobra nueva dimensión con una noticia inesperada: la visita un amigo de la infancia. Ambas situaciones desatan la angustia de un protagonista que solo consigue expresarla mediante el sueño y la fobia a los objetos de filo cortante. El componente sexual, la falta de descendencia y el miedo a perder a su esposa habrán de conducirlo a terapia. Introducido mediante un acto fallido, el psicoanálisis intentará apaciguar su mente, su alma.
El 9 de junio de 1925, Sigmund Freud enviaba un nota a su colega Karl Abraham deseándole la inmediata recuperación de una afección respiratoria que, con las semanas, se revelaría fatal. En ella le comunicaba que no veía con buenos ojos ese maravilloso proyecto sobre el que ya habían intercambiado opiniones. Freud se refería al guion en ciernes de Misterios de un alma, filme auspiciado por Hans Neumann. El neurólogo era escéptico, le preocupaba menos la posible pérdida de rigor y de control, los límites de la supervisión y la banalidad de prestigiarlo con sus nombres, que la existencia misma de las imágenes. Su principal objeción, la siguiente: «no creo que sea posible realizar, todavía, una representación plástica satisfactoria de nuestras abstracciones». Freud no lo veía con buenos ojos porque no lo veía con los ojos de la mente. Temor al raigón mental, a su sensibilidad en la extracción. Freud, como otras veces, tenía razón. Hoy, después de un siglo de cine experimental y de avances tecnológicos y neurobiológicos, sigue vigente aquel todavía.
Su observación no deja de ser llamativa. Recordemos que era el mismo Freud que, en sus Conferencias de introducción al psicoanálisis, había utilizado la metáfora fotográfica para explicar la transición del inconsciente y del preconsciente al yo consciente. Freud tenía razón sin tenerla. El cine, desde sus inicios, nunca había dejado de confeccionar representaciones plásticas satisfactorias de nuestras abstracciones. Pero una cosa era la representación indirecta y en ocasiones fortuita y otra bien distinta convertir la conciencia en el tema y en la forma de una película. Era ahí donde Freud temía que las costuras iconográficas no hicieran justicia a las biológicas. Era ahí donde la técnica y la imagen iban a demostrar su impotencia o, en el mejor de los casos, su superficialidad. Misterios de un alma era un fracaso científico anunciado que debería ser camuflado a golpe de estética.
El 6 de mayo de 1926, un mes y medio después del estreno berlinés de la película, el escritor y psiquiatra Alfred Döblin impartía una conferencia:
El alma humana vagaba por el mundo (…) expulsada por médicos y psicólogos. Había buscado refugio en los poetas y también en los sacerdotes. El sacerdote la llevó al devocionario. El poeta le ofreció el brazo y fueron juntos a pasear por los prados. Freud la hizo entrar en su consulta, cerró la puerta tras ella y le dijo: “Quítese el sombrero, señora. Sí, desnúdese, por favor”.
Döblin concluyó asegurando que el alma, intimidada por semejante invitación, se quedó en la puerta paralizada. Incapaz de traspasar el umbral, el alma ni siquiera llegó a quitarse el sombrero. El alma, asustadiza por naturaleza, se resistió y se resiste a ser espiada en el tocador. Más aun a ser auscultada por las imágenes. El único acceso posible residía en la némesis de la imagen: la palabra. El psicoanálisis, la palabra que cura. Misterios de un alma era, entonces, un doble salto mortal, representar aquello que se resiste a ser representado y hacerlo mediante un método que no es ni el apropiado ni el aceptado. La revolución científica del psicoanálisis había cambiado el paradigma. El hombre ya no era el dueño de su casa, el hombre ya no era el dueño de su mente.
El filme de Pabst carece de sentido si lo extraemos de este contexto. Mediada la década de los años veinte, el psicoanálisis devino costumbre. A la hora de explicar cualquier comportamiento, por estrafalario que fuera, se recurría a la psique. Y dentro de ella, a la huella infantil y a su estrecha ligazón con la huella sexual. Igual que sucedió con la calle, el psicoanálisis quiso transformarse en un territorio manejable. Con el triunfo de la demanda sobre la oferta, Misterios de un alma participó de una ilustración que deja constancia de la principal moda conductual de centroeuropa. Un momento histórico donde convivía el club nocturno y la iglesia, la exposición del cuerpo y la incoclasia del tullido, la sexualidad abierta y hasta redentora con la planificación familiar y el puritanismo más retrógrado. El recién inaugurado periodo de estabilización económico ofreció un paréntesis social, que no político, hasta la crisis de 1929. Un lustro donde la mujer moderna taconeaba sobre las aceras, donde los ciudadanos paseaban y bailaban ajenos al nivel freático de la podre que roía sus cimientos. Aquella tendencia dominante que Kracauer calificaba como parálisis psicológica, encontró su mejor expresión en el psicoanálisis, en la razón subordinada a la naturaleza y en el contradictorio realismo de una forma visual distorsionada.
A priori, Pabst conocía los rudimentos del psicoanálisis y estaba bien asesorado. De hecho, analizando su manera de diseñar el filme, existe un paralelismo evidente entre puesta en escena y terapia. Quiero decir, Pabst sabía de la dificultad del evento. Conocía la timidez de aquel alma que, un día, decidió no traspasar el umbral de la consulta. El cineasta necesitaba encontrar la imagen que hablara y, por ende, la imagen que curara. Para ello recurrió a las lecciones básicas de acceso y de recuperación del inconsciente. Primera, practicar la libre asociación, no reprimir, dejar que el discurso, en este caso el de las imágenes, fluya. Segunda, hacerlo permeable a los sueños. Tercera, invocar los recuerdos, especialmente los de la infancia y los adscritos al trauma. Cuarta, evaluar el suceso accidental, valerse de la parapraxis. Quinta, lidiar con la histeria.
Enhebrando todos ellos, el espacio (las habitaciones, el laboratorio, la consulta y, finalmente, la naturaleza), la anatomía (el cuello, la nunca, el regazo, los ojos, las manos), los objetos (el caballito, la muñeca, los cuchillos, el ídolo, la llave, la fotografía) y los gestos (Werner Krauss, actor que recorrió todas las corrientes del cine de Weimar). Pabst manufactura un envoltorio que protege los tres motivos visuales mediante los que se exterioriza el conflicto perpetuo de la trinidad psicológica: el yo, el ello y el superyó. Una fórmula que el kammerspielfilm había utilizado sin descanso y que aquí es recuperada en su literalidad médica. La superficie visual se resiente por el embate del fondo, el estilo duda, oscila y transita. Desde un punto de vista conceptual, es un acierto; desde otro formal, un problema.
A Pabst no le quedó más remedio que subrayar y compartimentar las deformaciones oníricas y el naturalismo traumático de lo cotidiano. Y si bien existen logros iconográficos derivados de la supervivencia biológica de las imágenes y del trabajo con el símbolo destilado, también es justo reconocer que otras tantas son imitaciones revenidas, imágenes obsoletas construidas sobre perspectivas falsas, transparencias de ocasión y proporciones antojadizas cuyo único cometido es la interpretación inmediata por parte del espectador. El trabajo iconográfico del filme asciende cuando se despoja. Las imágenes mentales resultan convincentes cuando abandonan la deformidad óptica y se entregan a la abstracción. Rostros que nos miran como recién enjuagados en lejía, figuras y paisajes sobre fondos de nácar, referencias espaciales hurtadas. Algo similar a lo que veremos cuatro décadas después en determinadas películas de Ingmar Bergman.
Es por esto que Misterios de un alma padece el mismo bruxismo al que se aferra el inconsciente del protagonista durante el sueño. Salta el esmalte, la imagen se agrieta. Los fotogramas se frotan, los nervios rechinan, las perforaciones se dilatan y se contraen dependiendo de la temperatura mental del momento. El ralentí no excluye la urgencia, la prolongada quietud de la cámara aguarda esa última y desencadenada subida a hombros del operador. La cámara sufre como el actor. Retratado en su angustia paralizante durante minutos, Krauss puede explotar en cualquier momento. Lotte Eisner iniciaba su libro ya citado con este aforismo de Leopold Ziegler: «El hombre alemán es el hombre demoniaco por excelencia». Es decir, el hombre dual, el que se desdobla, el ser inofensivo que, a través del cine, deviene siniestro. El manso que embiste, el animal social que se enclaustra. El hombre que vaga entre lo real y lo imaginario. Ziegler y Eisner buscaban desentrañar la naturaleza romántica del hombre alemán y no hicieron otra cosa que proclamar la naturaleza única y real del ser humano universal.
El trabajo de documentación y asesoramiento se aprecia con relativa facilidad. El espectador acude al filme avisado, mediante un rótulo, de que los hechos no difieren de un historial clínico. No tardará en comprobarlo siempre y cuando conozca parte de la literatura temática. Pondré solo cuatro ejemplos. Uno, el olvido de las llaves como ejemplo canónico de parapraxis. En Psicopatología de la vida cotidiana (1901), especialmente en los capítulos séptimo y octavo, Freud dejó constancia de cómo olvidar o empuñar las llaves funcionaba como acto fallido, como gimnasia inconsciente de un deseo, de un afecto o de un estado de ánimo latente. Dos, el uso de un motivo raro y arcano como los nenúfares sobre agua negra parece tomado directamente de La interpretación de los sueños (1900). En concreto, del significativo capítulo quinto: Material y fuente de los sueños. Los nenúfares que flotan sobre la negritud inconsciente, las flores y las hojas que chocan contra la barca con idéntica y despegada atención flotante a la ejercitada por el psicoanalista, tienen una función de futuro anclada en el pasado: deseo de regresar. ¿Adónde?, a la infancia. La infancia como fuente onírica. Como decía el propio Freud en Un recuerdo de infancia en Poesía y verdad (1917), aquella memoria con la que el paciente introduce su biografía, demuestra ser la más importante: «la llave de los armarios secretos de su vida anímica».
Tres, al margen del componente fálico de la cosa en sí y del paralelismo cinético entre el acto de acuchillar y el de fornicar (escena de la curación), el cuchillo (objeto, tropo y fobia) representa un caso típico de neurosis. La visión y el miedo, la lucha interna entre la parálisis y el impulso. Empuñar y matar a un ser querido, aprensión, que no acto, rastreable en La neuropsicosis de defensa (1894). Cuatro, el Edipo. Transversal a la teoría y a la práctica del psicoanálisis, el complejo de Edipo vuelve sobre un cine alemán que ya lo había experimentado en la magistral Sylvester (Lupu Pick, 1924). La vuelta de Werner Krauss al útero de una madre que, con suma diligencia, esconde los cuchillos y trocea su filete. La madre que, en definitiva, no consiente que su hijito inocente ejercite su sexo con nadie más que con ella.
A modo de colofón, debo hacer justicia con la secuencia y con la imagen más elaborada. Tras la primera pausa en el sueño, Krauss cae y brinca de nuevo en la trama onírica. El primer fragmento de pesadilla deja paso a una escena menos frenética. El hombre enfila una gruta, una forma cavernosa que acoge al tótem, a la deidad, al primitivo universal antropológico. El tótem que habita en el interior del tabú, lo sagrado que habita en lo público y en lo impuro. El sanctasanctórum, la puerta trasera de la mente. El conflicto entre parálisis y acción queda ilustrado por la ambivalencia del tótem y del tabú: los dos pueden ser venerados, ninguno puede ser tocado. Krauss se abalanza, pero una barrera lo detiene. Un tren curvo y rugiente, diríase que un bálano a vapor, transporta a su primo sonriente. Primo que llega de oriente. Tras este impulso sexual del que carece, Krauss accede al templete de líneas hindúes. El ídolo presenta un rostro femenino en rústica y lynchiana sobreimpresión. Krauss realiza un ademán, entre adorar e implorar, al que ella niega con la testa. Echando mano al bolsillo, lee una nota con los saludos sinceros de su primo. Documento insoportable, nuevo testimonio de su impotencia que arroja y que explota con centella melesiana. Huye.
Este breve pasaje compendia en lo visual (labios, vulva, clítoris, vagina y útero arquitectónico) y en el efímero y caprichoso engarce narrativo (deseo, impedimento, enojo, frustración), buena parte de las virtudes del psicoanálisis. El final feliz, la conquista del monte de Venus, el marco de reminiscencias pastoriles y la postrera ofrenda a los dioses de la fertilidad, tienen estas imágenes lúbricas y cavernosas como resarcimiento.
Bibliografía
EISNER, Lotte H., La pantalla demoniaca, Madrid: Cátedra, 1988.
DÖBLIN, Alfred, Las dos amigas y el envenenamiento, Barcelona: Acantilado, 2007.
ELSAESSER, Thomas, Weimar Cinema and after. Germany’s historical imaginary, Londres: Routledge, 2000.
FALZEDER, Ernst (ed.), The complete correspondence of Sigmund Freud and Karl Abraham, Londres: Karnac Books, 2002.
FREUD, Sigmund, Obras completas, 25 volúmenes, Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1978.
HESEL, Franz, Paseos por Berlín, Madrid: Tecnos, 1997.
KRACAUER, Siegfried, De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona: Paidós, 1985.