Gallipoli
EL camino a Gallipoli Por Pablo Sánchez Blasco
«Despuntaba la aurora cuando Mowgli bajó la cuesta, a solas, en busca de esos seres misteriosos llamados hombres»
La Península de Gallipoli no queda muy lejos de las ruinas de Troya, en el norte de Turquía. Entre ambos solo se interponen el estrecho de Dardanelos y miles de años de historia que no han borrado su permanencia en el imaginario de la Europa actual. Hasta Troya habrían llegado las naves del ejército griego para emprender una guerra que condensa todas las guerras posteriores. Una guerra que duró diez años y que fue provocada por una infidelidad de dormitorio, por un capricho de los dioses, por una estupidez.
Aquiles, el héroe de los griegos, no tenía obligación de acudir a aquella guerra. Su madre la diosa Tetis sabía que la muerte le aguardaba a los pies de la ciudad. Así que trató de hacerle inmortal y le adiestró durante su adolescencia a las órdenes del centauro Quirón. De aquella manera, Aquiles llegó a convertirse en el guerrero más fuerte y veloz del planeta: Aquiles “el de los pies ligeros”. Y, cuando los griegos fueron a pedirle ayuda, su madre le ocultó en la corte de Skyros tratando de salvar su vida. Sin embargo, nada pudo retenerle allí. Porque la misma profecía que había anunciado su muerte también le había pronosticado la gloria eterna. Esos eran los términos de su condición mortal.
Aquiles, en ese sentido, fue la primera estrella del rock. Vivió rápido, alcanzó su destino y dejó un cadáver impecable. Su fortaleza de nada le sirvió en una guerra multitudinaria, de esas donde el ser humano queda reducido a un número y la muerte pocas veces se sincroniza con el mérito. Una certeza que debió de sobrevolar a Peter Weir –o a su guionista David Williamson– cuando eligió como símbolo de su Gallipoli al adolescente Archy Hamilton. Un soldado. Un atleta. Un velocista a punto de superar el récord de los cien metros lisos en Australia. Pero que, entonces, decide alistarse para luchar en Turquía durante la I Guerra Mundial.
En Archy podemos apreciar enseguida varios rasgos que le aproximan al mito. Como velocista, su designio consiste en correr contra el tiempo. Archy perfecciona sus condiciones físicas para desgarrar unas décimas en el viejo cronómetro de su tío, un Quirón de la Australia rural. Durante el prólogo, la silueta atlética del joven adquiere proporciones de gigante sobre ese paisaje desangelado. Y, cuando su tío anuncia la salida, Archy se reta contra el plano para revocarlo, para desaparecer de la imagen –igual que conseguían, fuera de campo, las niñas de Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975)– que encuadra el travelling de Peter Weir. Por unos segundos, parece que el protagonista lo puede lograr. Parece incluso que fuera posible hacerlo. Hasta que la cámara finalmente le derrota y Archy vuelve a comprimirse entre sus líneas rectangulares. La imagen se solidifica como trasunto de la realidad cognoscible. Y el tiempo solo se detendrá con la muerte, que va a ser el final de Archy como ser humano y como personaje, ansioso por incorporarse a la batalla de Gallipoli: el Little Big Horn de la cultura australiana.
No obstante, la muerte también supone la culminación y la estilización de la vida, que ha de relacionarse con el riesgo, y la aventura, y el concepto del viaje. De ahí surge entonces la paradoja planteada por Gallipoli. Archy avanza por la vida más rápido que ningún otro, desafiando sus limitaciones como único medio para comprobar su resistencia. Ya en la segunda escena, el joven se reta contra un caballo por unos terrenos pedregosos que destrozan sus pies. El nuevo recorrido modifica la escala humana ante la soledad de un paisaje ascético, escarpado e indomable. A pesar de su obstinación –y de que gane en esa ocasión la apuesta–, esta vez presentimos que la fortaleza de Archy sobrepasa su madurez, que su energía no puede doblegarse a los consejos experimentados de su tío Jack.
Archy tiene demasiada prisa por salir al mundo. No todo en la vida es correr, le dice a su tío. Parte de la vida consiste en vivir. Y la línea de sombra definida por Conrad ahoga el horizonte de sus expectativas de adolescente. Frente al modelo de vida que representa el velocista Harry Lasalles, colgado en blanco y negro sobre la pared, empalidecido, inmovilizado, muerto; Archy prefiere el ejemplo vivo de su tío, que ha regresado al hogar tras recorrer el mundo en su juventud. Ir a la guerra funciona así como sinónimo de madurar, de abandonar la protección paterna y comenzar un camino personal. Jack, de hecho, suele leer a sus sobrinos El libro de la selva de Rudyard Kipling, concretamente la parte en la que Mowgli descubre que se ha convertido en hombre y debe reunirse con ellos. Del mismo modo, Archy ha desbordado físicamente el espacio del hogar y debe marcharse, asumir el riesgo, en una secuencia de despedida que parece remitirnos al Centauros del desierto (The Searchers, 1956) de John Ford.
Este proceso de madurez será el que defina a Archy respecto a su amigo Frank, el segundo protagonista de Gallipoli. Si Archy se identifica con Mowgli, Frank puede hacerlo con otro arquetipo como Peter Pan, el niño que no quería crecer. Ambos son atletas de gran talento pero el segundo sueña con abrir un negocio de bicicletas, de máquinas que le faciliten el trabajo. En su carácter puede haber influido el origen modesto de su familia. O el asesinato de su abuelo por los ingleses. O su obligación de ganarse la vida desde niño. Aunque también le caracteriza un esencial miedo a la muerte que iremos conociendo durante la aventura. Frank afronta la vida como si se tratara de un juego, y no quiere asumir las consecuencias que están implícitas en sus reglas. Su madurez tendrá que ser forzada, progresiva y solo asumible desde la amistad y el compañerismo que experimenta durante el trayecto.
La llegada al mundo adulto supone el primer conflicto para los personajes. Ocupa exactamente cuarenta y cinco minutos y cruza dos líneas simbólicas. La primera de ellas consiste en atravesar un desierto tórrido y no apto para seres humanos. Un desafío a los dioses que evoca directamente el cine de David Lean. En su obra maestra Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), el protagonista también utilizaba el desierto del Nefud como prueba para su divinidad. Las dimensiones extraordinarias de la planicie alzaban su silueta en la de un dios, y su victoria –sobrevivir era la apuesta principal – le hacía sentirse capaz de realizar cualquier imposible. De igual manera, Frank y Archy se igualan a otros personajes de Weir, como Allie Fox en La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1986), o Billy Kwan en El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1982), o Max Klein en Sin miedo a la vida (Fearless, 1993), al sobrepasar una barrera simbólica que tiene como premio el final de su juventud. Y esta línea adquiere la forma de la despedida nocturna en el puerto. La escena se debate ahora entre la euforia festiva de los soldados y la melancolía del Mayor Barton y su esposa, conscientes del peligro que les aguarda al otro lado del océano, una vez crucen la línea de sombra que les conducirá a la guerra. La suerte, desde entonces, está echada para ellos. Aquiles se marcha a Troya en busca de su destino o de su muerte, de su gloria o de su vida.
En esta secuencia, por lo tanto, se focalizan los presagios que Weir ha introducido desde el título del film: la derrota más recordada en toda la historia –aunque breve– del ejército australiano. Miles de jóvenes cruzaron medio mundo para llegar hasta Turquía, donde servirían de alimento para las ametralladoras otomanas, embarcados en una serie de ataques frontales que no lograrían desencajar sus líneas.
Gallipoli supone, de este modo, el final del viaje para nuestros protagonistas.
Su cita con la historia se va inmiscuyendo en la película a través de sucesivos encuentros. Una familia burguesa dice que habrían enviado a su hijo a luchar si hubieran tenido uno. El padre de Frank no quiere dar su vida por los ingleses opresores. Y un camellero del desierto no comprende qué disputa puede tener Australia con los alemanes. En general, los personajes de clase baja rechazan una guerra que hace enorgullecerse a las clases altas, destinadas a los puestos más cómodos dentro del ejército australiano.
Esta diferencia de clases se manifiesta en la diferencia entre el cuerpo de caballería, donde Archy será alistado, y el cuerpo de infantería, donde Frank vuelve a reunirse con sus antiguos compañeros. No obstante, la precisión con la que Weir –un gran aficionado a la historia– define las rutinas castrenses dista mucho de su entusiasmo por lo naval en Master and Commander (2005). Durante la escena de reclutamiento, un tono desmitificador mezcla los tambores patrióticos con la demagogia propagandística. Más adelante, durante la escena de las maniobras en Egipto, la disciplina se disolverá en un juego infantil: los muertos se levantan para charlar con sus amigos o para ir a por un trago en la taberna.
El relativo desinterés de Weir por el ejército opta por reducir éste a dos personajes simbólicos. El Coronel Robinson –delgado, distante, estricto en cada gesto– representa la testarudez del estamento militar. Y el Mayor Barton –de rostro afable e inteligente– se identifica con la responsabilidad, la simpatía hacia sus hombres y el desencanto de los militares australianos. Barton se muestra consciente de la inutilidad del ataque desde el primer momento. Por ello, su papel prefigura el de John Keating en El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989). Hay una escena, en concreto, donde su desinterés por la etiqueta se une a su consciencia de una muerte próxima. Se trata del baile de oficiales donde permite que Archy y Frank participen de la fiesta sin tener los galones requeridos. Carpe diem mientras todavía puedan. Ya que entonces, por un corte limpio entre la luz y la oscuridad, Weir procede a narrar el desembarco de las tropas en Gallipoli; una secuencia cuya solemnidad –recuperando el adagio en sol menor de Albinoni– preludia un destino fúnebre no exento de belleza.
La sombra de la muerte sobrevuela toda la película con su aliento dramático. Si Weir parece narrarnos un viaje hacia la guerra, hacia la historia reciente que recrean sus imágenes, lo que intenta en realidad es narrarnos un viaje existencial desde la adolescencia hasta la expiración. En el camino hacia Turquía, los soldados deberán detenerse en Egipto como campamento de su frente oriental. Esta parada, este intervalo de entrenamiento, sirve a Weir para reflexionar sobre las pirámides y su inmortalidad de piedra. Billy constata ese vértigo existencial a su amigo Frank, que reacciona enfadándose con él al recordarle sus temores iniciales. Así que, justo antes de embarcarse para Gallipoli, él y Archy grabarán sus nombres sobre unas rocas, debajo de la marca hecha por unos soldados de Napoleón. El tiempo sugerido por las arenas de Egipto parece comprimirse y expandirse sobre los protagonistas, mientras su indefensión aumenta en un escenario extraño y legendario.
Gallipoli podría haberse concentrado solo en esto, en el sacrificio inevitable de los jóvenes soldados. En la decepción y el aburrimiento que campan por las trincheras. En los juegos y las actividades que ocupan el tiempo libre. O en los entresijos del alto mando y su burocracia. Pero la guerra, en el cine de Weir, no representa el mundo. No ilustra la sociedad como selva, o como trabajo que atenaza al ser humano. En la vastedad del planeta, la guerra de Peter Weir es un reducto absurdo que nos aproxima a nuestro final. El núcleo de la película debe dedicarse a la vida, al recorrido que conduce a los jóvenes hasta esa conclusión. Aquellas intuiciones percibidas en Egipto resultan compensadas con las anécdotas, las escaramuzas y las aventuras vividas con los compañeros. El existencialismo no caracteriza a Archy ni a Frank, y mucho menos a la postura de Peter Weir. La muerte supone un cambio trascendente que ha de asumirse desde la consciencia y la lucidez. Incluso puede afrontarse de forma voluntaria, para conceder la vida a un amigo que aún no está preparado para ello. En efecto, Archy cederá su puesto como mensajero a Frank, lo que convierte su muerte en un gesto de amistad y compañerismo, igual que las miles de bajas australianas se convirtieron en símbolo de su identidad como país.
Frank, el joven inmaduro, regatea a una muerte segura que aplazará su cita. Archy, sin embargo, la desafía de manera honesta, dirigiéndose hacia ella a la orden de sus superiores. Ya que el joven no es tan rápido como para evitar su destino. Tampoco lo eran Aquiles ni Lawrence de Arabia. Ni Allie Fox, ni Billy Kwan ni Max Klein. Desde las niñas de Picnic en Hanging Rock, los personajes de Weir están condenados a reconocer sus limitaciones mortales. Cuando Archy se reta por última vez contra la cámara, una ráfaga de disparos detiene su carrera. La imagen queda paralizada ante la imposibilidad de seguir el relato y el fin se imprime sobre el cuerpo del joven, transfigurado en el miliciano anónimo de Robert Capa. Sin su velocidad, Archy podría ser un soldado cualquiera, uno entre los muchos sacrificados por un conflicto inútil. Pero, a la vez, su recorrido vital carga de significado a aquellos que le rodean, aquellos que mueren fuera de campo y de los libros de historia. Lo anónimo se vuelve así universal en una película que resucita el imaginario de la mitología como historia viva del pasado siglo XX.