George A. Romero

Soñando el apocalipsis Por Marco Antonio Núñez

Para Lorenzo Ayuso, al que envidio, una vez estrechó la mano del maestro.

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George, mi amigo

George A. Romero

Fue a partir de los 60.

El cine de terror venía de la Hammer, Bava y las adaptaciones literarias de Corman, cuando un tipo de Pittsburgh cruzó el Rubicón desde la ruptura transitoria del orden siempre confiado a la redención salvífica hacia la orilla de su definitivo arrumbe; de la violación del pacto con los dioses a la soledad de los cielos e infiernos tumultuosos. En fin, desde el hombre unidimensional esclavo de su deseo a la posesión por el goce.

Pues bien, en esencia, esté tránsito lo llevó a cabo casi en soledad y sin presupuesto, en la trastienda de los autocines, un tipo de Pittsburgh con trazas de jugador de baloncesto miope y amante de los pitillos. Ustedes lo conocen, era un amigo, nuestro amigo, George A. Romero.

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Son nosotros

Decimos de Romero que formula el más poderoso mito de la posmodernidad, la abolición del fin y cualquier atisbo de teleología, y por consiguiente, la abolición del tiempo y el fin del relato. Y qué mejor expresión que el consumo intransitivo que opera el zombi y su afán sin propósito ulterior.

Romero, como Kubrick, siempre nos está hablando del fracaso de un proyecto colectivo al servicio de la depredación sistémica y la disolución del individuo en la horda amaestrada. Mientras el arcoíris psicotrópico daba color al mundo libre y la chavalada se encomendaba a chamanes y Jung y consignas contra la guerra de Vietnam, el gótico Romero tiñó de un blanco y negro expresionista la América profunda (como Capote), y encerró a sus hombres y mujeres en una cabaña con un negro al mando.

La idea de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968) no era nueva, ya estaba en Hitchcock, excepto el negro, claro. Por supuesto, al final, Ben era abatido y todo volvía a estar en orden. El negro tiroteado y los muertos, muertos. Por supuesto, al final todos los cuerpos hermanados en la muerte eran incinerados, y por momentos parecía que Romero nos estaba enseñando un álbum de la historia universal del siglo XX.

Si Truffautt congeló la mirada de Doinel en el plano definitivo y definitorio de la modernidad cinematográfica, un plano que hacía elocuente la imagen muda, una imagen fuera del flujo de la narración y del sentido, una imagen flotante que abjuraba del relato, Romero también acude a ella para presentar la colecta de cuerpos antes de que les prendan fuego, cuando de nuevo la imagen se anima en un fulgor último incandescente.

Romero esboza una sociedad articulada por un antagonismo irresoluble, y aunque exista una amenaza mayor, los sujetos solo parecen capaces de cooperar con vistas a establecer un nuevo sistema de dominación.

George A. Romero Night of living dead

La noche de los muertos vivientes

Romero es un cineasta discursivo, eso parece claro. Su homólogo, John Carpenter, incluso allí donde se le acerca casi hasta quemarse (Están vivos, 2017: Rescate en L.A.), el «mensaje» mejor o peor articulado, más o menos sutilmente elaborado, es subordinado a la diégesis. Acaso porque el motor de la acción responde a una lógica ajena a la voluntad de los personajes. Romero, sin embargo, delega en ellos un albedrío que demora el progreso narrativo y reduce la acumulación de peripecias, dispersando historia para que la metáfora brille. El sujeto convicto de sí mismo es, en cierto modo, libre, tiene capacidad de elegir, aunque su elección está trabada por los miedos, elige cómo vivir y cómo morir, aunque la muerte no lo desee, se deduce necesariamente de sus acciones.

La evolución de Zombi  (Dawn of the Dead, 1978) es paradigmática en este sentido. Roger es mordido por la hybris que le lleva a subestimar al contendiente; la ira ante la devastación que cultivan las huestes de motoristas, condena a Stephen; Peter, por su parte, elije seguir cuando ya había resuelto volarse la cabeza, cuando sabe que no hay donde esconderse.

Si Romero hubiera cerrado el filme con el zoom retro de los cuerpos congelados de Ross y Steve (donde resuenan ecos de Barry Lyndon), hubiera sido redondo, comercialmente suicida, pero de una coherencia discursiva total. Los personajes han conquistado libremente la seguridad de su cárcel, un simulacro de vida. Solo les queda respirar, comer y fornicar sin propósito alguno. Es el fin de la historia que diría Fukuyama, cuando los días del calendario están en blanco, días que Sarah tacha para mantener viva una ilusión sin porvenir, como un rito neurótico. El fin de los motivos que orientan la acción colectiva, de valores y esas ilusiones de moralidad denunciada por el tertulianos de Zombi. Juntos, en una soledad unánime, dos cuerpos de miradas perdidas en el fuera de campo, divergentes, cautivas en un horizonte vacío, dos cuerpos dispuestos en una exquisita composición oblicua, descendente, dos cuerpos inmóviles que riman con los maniquíes que proliferan por los escaparates.

George A. Romero Zombi

Zombi

En una ocasión Romero (o Stephen King) dijo que lo verdaderamente aterrador era que las cosas cambiaran para siempre. Es ser humano es animal de rutinas. Detesta lo nuevo y se empeña en ignorar que nada volverá a ser como antes. Los personajes de Romero construyen paraísos artificiales para olvidarse del infierno donde habitan, vuelven la cara hacia sus deseos y ofrecen la espalda a la nueva realidad escondiéndose, levantando muros y sellando puertas, suscribiendo ideales anacrónicos, viviendo una fantasía.

Por eso los zombis acuden al centro comercial, aquel lugar es lo único que recuerdan de su vida, un hogar lleno de luz y objetos que convocan su deseo. Lo único importante en sus vidas fue transitar aquellas galerías, pegar la nariz a los escaparates, soñar con electrodomésticos, joyas, ropas, coches. Nosotros, como sentencia Barbra con lucidez, son nosotros.

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Es más fácil imaginar el fin del mundo…

Romero atiende en primer lugar conflictos políticos, la precariedad del contrato social que armoniza a duras penas voluntades e intereses, y de ahí transita hacia la alienante realidad de individuos prisioneros del consumo o del ocio que cultivan en jaulas doradas la nostalgia del paraíso prometido. Individuos que temen y aguardan la llegada de los bárbaros que les libren de ellos mismos, individuos que, en el trance devienen, irónicamente, producto de consumo para el otro.

Y cuando esto sucede, no hay dignidad en la supervivencia ni heroísmo en la conquista ni posibilidad de seguir siendo humano. Cada acción solo conduce a objetivos mezquinos, ganar tiempo, matar el tiempo.

Por todo ello, solo tienen sentido las justas de Los caballeros de la moto (Knightriders, 1981), precisamente por su carácter de espectáculo gratuito y anacrónico que remite a un mundo perdido. Por todo ello, los caballeros de la corte de Billy son los único personajes libres que encontramos en la filmografía de Romero, si bien, esa libertad no está exenta de peligros y de continuo se ve amenazada por su gran adversario: el capital.

 George A. Romero Los caballeros de la moto

 Los caballeros de la moto

Los caballeros de la moto muestra el conflicto entre valores caballerescos basados en la camaradería, la mística del torneo y la libertad del nomadismo, con el envilecimiento del dinero. El asedio ahora no lo protagonizan zombis, sino promotores y ejecutivos de multinacionales del cómic que buscan comercializar el espectáculo de los hombres de Billy, encarnación del Rey Arturo. Quizá por eso Los caballeros de la moto fue un fracaso. Imaginar el fin del mundo es sencillo, pero el fin del capitalismo…

3.#

El individuo: ponerse la máscara o quitarse la cara.

Martin, Allan, Tad y Henry habitan una realidad esquizoide donde el individuo “normal” domesticado por la labor cultural, retiene temporalmente al monstruo. Es otro modo de escapar sin llegar a ningún lado.

La educación es ese barniz que mitiga al animal. Logan, en El día de los muertos (George A. Romero’s Day of the Dead, 1985), exige decoro a los soldados delante de Bub, ¿cómo sino podría inculcarle valores cívicos?

Logan sabe que solo la utopía de la educación de los zombis puede salvar la humanidad. El ideal ilustrado tiene un irónico y amargo contrapunto, el precio paradójico que hay que pagar para que Bub se civilice, manipule un libro o monte una pistola, es alimentarlo con carne humana, afirmar a la naturaleza de la bestia para que se niegue superficialmente. Nos educamos para aprender pacientemente diferir la gratificación, parece decirnos el viejo George, pero el premio lo es todo.

El guión nunca filmado de El día de los muertos, debido a una drástica reducción del presupuesto, relataba la existencia de unos súper-zombis capaces de manipular armas de fuego y que eran utilizados para acabar con sus congéneres menos evolucionados. Sin embargo, esto seres esperaban también su premio, la carne de los disidentes, los desfavorecidos que no podían comprar su «lugar» como lo compraron los residentes de la torre de Kaufman, en La tierra de los muertos vivientes (George A. Romero’s Land of the Dead, 2005).

La violencia que exhibe el vivo cuando la crisis le obliga a quitarse la máscara, supera con mucho a la del muerto. Por ahí resuena el mejor error (¿deliberado?) de traducción nunca visto, las palabras del sacerdote puertorriqueño de Zombi: “Cuando los muertos caminan, hay que dejar de matar o se pierde la guerra”.

La guerra empieza perdida. El diario de los muertos (George A. Romero’s Diary of the Dead, 2007), verdadero testamento fílmico de Romero y una de la piezas del género más lúcidas del siglo XXI, termina con una pregunta brutal y definitiva que Debra lanza a su audiencia:

Luego están los casos donde el individuo pierde el mundo y se oculta tras la máscara. Son sus filmes menos amargos porque siempre hay una salida, ya sea matando al alter ego/adversario, ya sea con la muerte del sujeto, por lo demás, una muerte deseada que mitiga el dolor de una existencia onerosa, como en el caso de Martin.

Una soledad suburbial impregna a Martin, ese poema asonante y violento que sale a Romero de las entrañas. Con Martin, Romero entona la canción de los adolescentes no queridos que llevan la compra a amas de casa suburbanas, mal folladas y marchitas. Martin, como otros personajes de Romero, solo quiere un lugar donde vivir a sabiendas de que no hay un hogar al que regresar, como Sarah y su simulacro del paraíso último (tal vez, soñado), como Big Daddy. Un hogar en el que aún cree Debra en El diario de los muertos o los clanes enfrentados de La resistencia de los muertos (Survival of the Dead, 2009). Martin, como los demás personajes de Romero, se encierra a solas con su mascarada, una fantasía alienante poblada de bellas doncellas que esperan entre temor y temblor el beso del vampiro.

Martin

Martin

4.#

Soñando el apocalipsis

Hemos visto como Romero había hecho protagonista a un negro y lo había enfrentado con el pater familias blanco. En la nueva versión del libreto que escribe para el remake que dirigió Tom Savini en 1990, Romero depura la fórmula, siendo la mujer quien cuestiona la lógica violenta masculina. Si la Barbra del 68 era una presencia muda, ahora es un elemento activo del grupo, a la postre, la verdadera protagonista. Su propuesta parece sensata que la de sus compañeros masculinos, escapar de la trampa mortal que es la célebre cabaña.

La cabaña es un operador narrativo que posee los atributos masculinos, su aparente robustez embosca infinidad de grietas. El principio femenino será signado con la virtud del movimiento, un movimiento que fluye sin oposición entre la legión de almas perdidas. Estábamos advertidos, si la guerra podía ganarse sería dejando de matar.

Collage George A. Romero

La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, Tom Savini, 1990)

Las mujeres, en las dos trilogías, solo sueñan con escapar. Huir de la violencia falocrática, el culto a las armas, el ejercicio de la dominación, de la humillación, la barbarie que no termina con la noche.

George A. Romero mujeres vs zombis

La tierra de los muertos vivientes

Las mujeres, como quedó apuntado, sueñan con un regreso imposible al hogar. Aquí Romero se inclina del lado de Nicholas Ray. Quizá sea su gran tema, el hogar perdido, añorado, el hogar al que se quiere volver, el simulacro de hogar que se finge en unos grandes almacenes o en la caravana dentro de un búnker. Por eso al final de La tierra de los muertos vivientes Denbo no dispara sobre Big Daddy y su procesión de muertos: Solo buscan un lugar, dice, como nosotros. Porque son nosotros.

George A. Romero zombi 2

Zombi

El prólogo de Zombi es ya toda una declaración de principios. El caos se apodera de un plató televisivo en plena tertulia. Información y entretenimiento se dan la mano en un debate histérico.

La prensa en La noche de los muertos vivientes, la radio en Martin o El rostro de la venganza (Bruiser, 2000), los medios elaborando la crónica del apocalipsis. Quizá la obra maestra de found-footage, El diario de los muertos, filme que, por momentos escora, el ensayo godardiano, ofrecía una realidad mediada por la imagen y el discurso de Debra, un relato donde la inmediatez de la técnica era desmentida por el montaje y la introducción de efectos musicales, estableciendo una exquisita dialéctica entre verdad y artificio. La realidad de la crisis ofrecida como materialización del filme de momias resucitadas que rueda el grupo de jóvenes cineastas conduce a la reflexión sobre el poder adictivo de lo real de la imagen, la imagen que infesta al individuo cronembergianamente, inoculándole un hambre voraz de más imágenes. Así, el mundo se enreda en un tejido de imágenes sin referente, imágenes que ya no re-presentan, que nunca lo hicieron aunque solo ahora asuman tal condición. Una realidad editada, quizá para mitigar su vulgaridad. Una realidad asesinada.

La imagen es el gran fetiche para espectadores-consumidores, la imagen es la nueva carnaza que se sirve en el potlacht definitivo: la Pasión de la imagen. Por eso Jason, el gran apóstol, cuando sea atacado y dé comienzo su transformación, dirá a Debra: “Shoot me”, sálvame. Rueda, dispara.

Epílogo

Romero no era un estilista, a menudo se ha destacado el feísmo que impregna sus imágenes, la tosquedad compositiva de los encuadres, un montaje sincopado que abjura de la legalidad del raccord. Deficiencias atribuibles unas veces, a las condiciones de producción, pero sería injusto considerar ajena una voluntad estilística, el deliberado deseo de mostrar la fealdad de un mundo que observa y disecciona con mirada quirúrgica, entre la fascinación y el asco.

No obstante, en los últimos tiempos pudimos ver en sus obras una elegancia visual de raigambre clásica que se concreta en el hermoso travelling en grúa (uno de los más hermosos del siglo XXI) de la secuencia prólogo de La tierra de los muertos, donde nos presentaba el plácido mundo de los muertos previo a la violenta y criminal irrupción de los vivos. Toda una declaración de principios.

El pasado julio, George se nos fue, dejándonos ateridos bajo la sombrilla. El pasado julio nos dejaba este gigante del género fantástico que escribió una página gloriosa de la historia del cine, desbrozando el camino para varias generaciones, como se puso de manifiesto ya desde las primeras propuestas de David Cronenberg y las sátiras de Carpenter, hasta el empacho del actual revival encarnado por las novelas gráficas de Robert Kirkman y las cintas de Danny Boyle, Ed Wright, Zack Snyder, Fleischer y un largo etcétera de autores menores.

George se nos fue, su legado sigue, seguirá, con nosotros. No me resisto a citar un verso de aquella canción que, a modo de responso, cantaba uno de los chicos de Billy en su funeral, y que se me antoja el epitafio perfecto para la tumba de mi amigo: “Preferiría morir en el huracán que no haber conocido la tormenta.”

Amén.

 

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