Ghostland
Fantasmas del género Por Ignacio Pablo Rico
Como su título sugiere, y por encima del complejo mestizaje de registros, Ghostland es una película de fantasmas. Hace tiempo que se desvaneció el espectro de los «terrores extremos» que recorrieron el cine de los 2000, al que se ha asociado poderosamente el cine de Pascal Laugier, sobre todo a propósito de su desafiante Martyrs (2008). Pasado ese fascinante período, de notable peso histórico para el género, el reconocimiento crítico y de público que ha recibido su último filme hasta la fecha —gran triunfador del Festival de Cine Fantástico de Gerardmer— acaso se deba, principalmente, a una incomprensión de las claves de su cinematografía previa, compuesta por tres largometrajes. En un período no muy inspirador para el fantástico, hoy casi sin excepción campo de batalla entre producciones de manierismo relamido —It (Andrés Muschietti, 2017), Hereditary (Ari Aster, 2018)— y franquicias de raigambre artesanal y alcance limitado —entre otras, La monja (The Nun, Corin Hardy, 2018)—, Ghostland, con un montaje que se abre paso a machetazos, un feísmo tan sofisticado como reacio a la estilización, y una implacable meditación de orden metanarrativo, emerge como producción completamente a contracorriente. Un aspecto, este último, que la sitúa en las antípodas coyunturales de Martyrs o El hombre de las sombras (The Tall Man, 2015), tomadas en más de una ocasión como meros «productos de su tiempo».
Escribía Álvaro Peña hace algunos años, a propósito de Laugier, que su cine orbita en torno a «la fragilidad física y psicológica del individuo ante los poderes que configuran su entorno» 1. Ello se manifiesta a través de heroínas dolientes, náufragas emocionales incapaces de dejar atrás lo que fueron o tuvieron, el fantasma de su infancia. Esta ruptura entre el pasado y el presente, evidenciada en la Judith (Lou Doillon) de El internado (Saint Ange, 2004), en la Lucie (Mylène Jampanoï) de Martyrs, o en la Jenny (Jodelle Ferland) de El hombre de las sombras, adquiere en Ghostland connotaciones de reflexión sobre el estado del género. Películas como Tucker & Dale contra el mal (Tucker & Dale vs Evil, Eli Craig, 2010), El último exorcismo (The Last Exorcism, Daniel Stamm, 2010) o La cabaña en el bosque (Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2012) supieron hacerse eco del agotamiento de formulaciones que habían devenido en fórmulas, de signos que, triturados por los engranajes de la sociedad de consumo, perdieron sus sentidos revulsivos. Ghostland no solo certifica ese agotamiento, sino que se atreve a dar un paso más allá de otras propuestas similares: la adaptación del fantástico a los nuevos tiempos siempre ha de ser de orden formal, y eso hoy pasa por dibujar los contornos del género desde lo espectral, diluir el canon en la exacerbación desbordante de la imagen, que ha de perseguir libremente nuevos seres en los que encarnarse. Los miedos deben ser fantasmas que asedian el cuerpo del presente. Una búsqueda que conecta a Laugier con los cines —tan diversos— de Peter Strickland, Ben Wheatley, el tándem Alexandre Bustillo-Julien Maury o Panos Cosmatos.
Aunque este discurso atraviesa asimismo las producciones previas del cineasta galo, alcanza un grado de elaboración mayor por medio de la voz de la protagonista de Ghostland, Beth (Emilia Jones). Si los primeros minutos de la película evocan, tanto en sus recursos musicales como en los iconográficos, el home invasion y el slasher, no es inocente que el título del filme aparezca exactamente con la misma tipografía que la novela que imagina escribir Beth para exorcizar su memoria, Incident in a Ghostland. Podríamos decir que el desarrollo de este tercio inicial, previsible tanto a efectos narrativos como visuales, responde al deseo de la atribulada Beth, una aspirante a escritora temerosa del mundo —y, no casualmente, firmante de cuentos de terror—, de ordenar el relato según unas pautas reconocibles, y por tanto despojadas de un ánimo auténticamente perturbador. Una maliciosa declaración de principios por parte de Laugier en una era donde buscamos en las ficciones antes un bálsamo que confrontar lo que somos en tanto individuos o colectivos.
Como buena creación de Laugier, Beth, mujer, es «más sensible para una transfiguración» —recordando las palabras de la decrépita Mademoiselle (Catherine Bégin) de Martyrs—; y es que, literalmente, está al borde de dejar de ser una niña: en el arranque de Ghostland, tiene su primera menstruación. Toda la narración es la historia de su propia lucha contra esa resistencia al cambio que la hace refugiarse en mundos fraguados a su medida. El conflicto que afronta Beth, como Anna (Virginie Ledoyen) en El internado, además de las anteriormente mencionadas Lucie y Jenny, es el de superar la escisión entre pasado y presente, recomponerse a sí misma a partir de un trauma que ha partido su ser en dos. Por eso el cine de Laugier es tan típicamente post-11S: porque habla de la frustrante dificultad, para sus heroínas, de unificar lo que éramos con lo que deseamos ser, de solventar la fragmentación de dos tiempos identitarios. Ghostland nos habla de una dislocación: la que existe entre el ‘ahora’ y la voluntad de Beth de anularlo, de convertirlo, mediante la imaginación, en una etapa pasada. Y ese ayer espectral que regresa —personificado en una madre que no acusa signos de envejecimiento— solo puede abordarse, como problema dramático y genérico, desde un terror que crece como puro fantasma, es decir, como pura imagen.
Mientras Beth trata de ampararse en un futuro ficticio, la Bruja (Kevin Power) y el Ogro (Rob Archer), manteniendo una relación de sesgo maternofilial, pretenden congelar el tiempo, o regresar a un estadio previo de sus vidas, sacrificando a sus víctimas. Si los villanos de Martyrs buscaban trascender su condición de cuerpos sufrientes, condenados a desaparecer antes o después, y la Julia (Jessica Biel) de El hombre de las sombras persigue romper el ciclo de la pobreza apoyándose en una operación de ingeniería social de tintes fascistas —en cuyas comprometidas acciones, como es habitual en el ser humano, se mezclan los ideales con las carencias personales—, la finalidad de esta nueva pareja de psicópatas es invocar un pasado infantil donde la realidad es un cuarto de juguetes, y los seres vivos son monigotes inertes al servicio del torturador. Este Ogro adquiere la condición de un «perverso polimorfo» freudiano —huele impúdico los genitales de las chicas capturadas—, y en consecuencia, de un hombre también seccionado —como averiguaremos en los minutos postreros— que obsesivamente trata de resguardarse en una versión pueril de sí mismo. De modo inteligente, Laugier propone que en las imágenes se enfrenten dos subjetividades, la de Beth y la del Ogro, en el fondo caras distintas de una misma moneda. Pero si bien es muy tarde, nos tememos, para que él se rehaga, ella, en cambio, efectúa hacia la mitad del metraje un descubrimiento: que nunca salió de la casa de su tía, es decir, que los acontecimientos de la película se despliegan en un presente continuo y, por tanto, tiene aún la oportunidad de suturar la herida que la ha dividido en dos —su ‘yo’ real y su ‘yo’ soñado—. Por eso Ghostland es la más esperanzada de las películas de Laugier.
Volviendo a El internado, Anna lograba acceder a una dimensión suprarreal entregándose a lo fantasmagórico; y, por su parte, otra Anna (Morjana Alaoui), en Martyrs, derrotaba a sus captores al amurallarse en un dolor, parafraseando a Ludwig Wittgenstein, intransmisible en su verdad más íntima. El ritual liberador de Beth es revolucionar su visión particular del fantástico y, por tanto, de sí misma como creadora: el miedo para ahuyentar el miedo, el género desarmado, reducido a la reiteración de claves familiares. La iconoclastia de Laugier, en estos términos, pasa por hacer de H.P. Lovecraft —cuyos imaginarios, de modo coherente, no están en absoluto presentes en este trabajo— una figura momificada, símbolo de horrores literarios del pretérito. Escoger al escritor de Providence, neutralizado por la cultura friki en las últimas décadas, es una idea tan maliciosa como aguda por parte del francés. Romper con el pasado, por ello, culminará en un gesto de ecos metafóricos: la destrucción de una máquina de escribir que representa, a la par, el anquilosamiento de la protagonista y de las narrativas de terror.
Rasgo esencial de tantos personajes posmodernos, Beth intenta aferrarse al papel de espectadora inactiva, pero ese tipo de figura no existe en las obras de Laugier: todas las protagonistas han de experimentar un viaje a las tinieblas que otras han recorrido antes; en el caso de Beth, se verá obligada a seguir los pasos de su hermana, Vera (Taylor Hickson). Que el Ogro intente que ella tome la apariencia de una de las tantas muñecas de porcelana que alberga la casa invadida, no solo apela a toda una tradición en el imaginario de lo fantástico, sino que supone una clara referencia a la permanencia de gestos culturales de poder que cosifican a la mujer, despojándola de una propiedad auténtica —material y psicológica— sobre los límites de su cuerpo. Así pues, podemos concluir que Beth solo puede vencer tras haber superado dos condicionantes: los lastres fantasmales de un pretérito que pesan, por un lado, sobre el género fantástico y, por el otro, sobre el género femenino. En el último plano, sus esquivos ojos se clavan en la cámara —generadora de horrores audiovisuales—, asumiendo a la vez que su fragilidad como ser, su potencial como creadora de ficciones-abismo que nos devuelvan la mirada. Algo que Pascal Laugier entiende muy bien.
- PEÑA, Álvaro (2016): Martyrs (2008) vs Martyrs (2015). En Miradas de cine (consulta: 19/10/2018: https://miradasdecine.es/2016/05/martyrs-2008-vs-martyrs-2015.html) ↩