Goshu, el violoncelista
Por Pablo López
Detengámonos un segundo para observar donde hemos dejado a Isao Takahata. Tras un inicio prometedor truncado por las leyes de la industria, el éxito de Jarinko Chie (1981) y, por encima de todo, sus trabajos para televisión (Lupin, Heidi, Marco y Ana de las tejas verdes) habían reflotado su carrera de forma espectacular. En el año 1981, el doloroso fracaso de La princesa encantada (Taiyô no ôji Horusu no daibôken, 1968) debía parecerle poco más que un mal sueño. Sin embargo, Takahata no es un emprendedor ni proyecta la imagen de éxito que cabría esperar de un director de su prestigio. La humildad que se percibe en todas sus películas, junto a un perfeccionismo que le ha llevado en más de una ocasión a casi tirar la toalla y dejarse llevar por la pereza, ha sido la constante de su carrera. En 1981, Isao Takahata se enfrentó a una pequeña encrucijada. El resultado, que vamos a analizar en este texto, fue en buena medida fruto de esa sincera humildad.
Viaje a California
El sueño de Yutaka Fujioka, productor de la Tokyo Movie Shinsha, era llevar a la pantalla las tiras animadas de Little Nemo in Slumberland, el influyente trabajo de Winsor McCay sobre un niño que vive aventuras fantásticas en sus sueños. A finales de los 70, cuando la TMS buscaba una forma de crear una filial en Estados Unidos, la oportunidad parecía propicia. Tras asegurarse los derechos y tantear a George Lucas y a Chuck Jones para intentar involucrarlos en el proyecto, la TMS y Fujioka abrieron las puertas de TMS/Kinetographics, donde se empezaría a producir la película. A partir de ese momento, algunos de los mayores talentos del mundo de la animación y la narración pasaron por el estudio californiano, ligándose y desligándose del proyecto: Ray Bradbury, Jean Giraud “Moebius”, Brad Bird, John Canemaker, Yoshifumi Kondo, Brian Froud, Hayao Miyazaki y, por supuesto, Isao Takahata. A este le ofrecieron dirigir la película, igual que a Miyazaki. Ambos viajaron hasta California y ambos, al igual que buena parte de los grandes nombres que pasaron por allí, acabaron rechazando el proyecto.
Little Nemo: Adventures in Slumberland
Al parecer, Takahata sentía que en el guion faltaba desarrollo para el personaje principal (el joven Nemo). También debió pesar mucho en su decisión el carácter caótico de la producción. Aparte de la confesión del propio Miyazaki (“es la peor experiencia que he vivido nunca”), resulta ilustrativa una anécdota de Brad Bird al respecto: cuando estuvo allí trabajando, solía preguntarles a otros animadores lo que estaban dibujando. La respuesta común era: “Solo ilustramos lo que Ray Bradbury escribe”. Poco después, Bird tuvo la oportunidad de preguntarle a Bradbury qué estaba escribiendo, y este le respondió: “Solo escribo lo que estos maravillosos artistas dibujan”. Poco después, Bird huyó del proyecto.
Sin embargo, es posible que haya una tercera razón para que Takahata rechazase Little Nemo. Desde hacía varios años, el director japonés había estado buscando financiación para llevar a la gran pantalla un cuento del relatista y poeta Kenji Miyazawa. Takahata podría haber permanecido en California, aprovechando la fama y el prestigio conseguidos por sus éxitos recientes para asentarse en un proyecto de presupuesto inmenso como Nemo. No habría sido nada extraño, es el mismo camino que hemos visto recorrer a muchos otros directores a lo largo de la historia, gente que destaca con uno o dos trabajos y se dejan atraer por el canto de las sirenas de Hollywood, independientemente de si el proyecto les interesa o no. Él, en cambio, optó por seguir peleando por ese otro deseo, el de contar una historia más modesta que le motivaba mucho más. No es cuestión de otorgarle estatus de héroe por ello, pero si de destacar que, si algo ha sido Takahata a lo largo de su carrera, y de la misma forma su cine (que es al fin y al cabo lo que nos interesa), es consecuente. Al poco de volver a Japón, Takahata consiguió que un pequeño estudio, Oh! Production, aceptase embarcarse en la aventura de traducir a imágenes el cuento de Miyazawa: Goshu, el violoncelista.
En cuanto a Little Nemo: Adventures in Slumberland, finalmente dirigida por Masami Hata y William Hurtz y estrenada en 1988, fue un enorme fracaso de taquilla. A pesar de una animación bastante espectacular, la película es un absoluto desastre narrativo que ha quedado relegado al cajón de las curiosidades.
Little Nemo: Adventures in Slumberland
Música y movimiento
Goshu, el violoncelista, también conocida como Gauche, el violonchelista, cuenta la historia de un joven músico que tiene problemas para alcanzar el nivel de calidad que le exige su director de orquesta. Por mucho que se esfuerza, Goshu parece ir siempre por detrás de sus compañeros, lo que le provoca una profunda inseguridad. Una noche, mientras está practicando en su casa, recibe la visita de un gato que le pide que toque para él. El joven, convencido de que se lo pide para burlase de él, opta por tocar The Tiger Hunt in India, una pieza difícil, de carácter experimental, que provoca una fuerte reacción en el animal, hasta el punto de que huye espantado por las estridencias. A pesar de ello, a la noche siguiente recibe la visita de otro animal interesado en su música, y así noche tras noche. Poco a poco, esas visitas nocturnas llevan a Goshu a comprender los defectos de su interpretación y a abandonar su inseguridad anterior.
Goshu, el violoncelista
Es fácil entender porque Takahata se sintió atraído por este material: aparte de la popularidad del relato en Japón, el cuento está poblado por varias de sus obsesiones. Ahí están la relación del hombre con la naturaleza, el trabajo en equipo como camino a la mejora de la vida, el protagonista soñador e inseguro (una constante en su carrera a partir de esta película) y, como siempre, el disfrute de los placeres sencillos (beber un vaso de agua fría, escuchar una pieza de música…). Sin embargo, lo más interesante de Goshu, el violoncelista se encuentra en lo menos habitual, en aquello que no volvería a repetirse jamás en su filmografía y que la convierte en una película única dentro de la obra de Takahata: la música.
Al igual que hicieran Walt Disney y su equipo en Fantasia (1940), Takahata buscó formas de convertir el sonido en algo visual, incluso físico. Los primeros minutos de la película, absolutamente exquisitos, son buena muestra de esto. Goshu comienza con una inmersión en los sonidos de la naturaleza que rápidamente se transforman en los compases de la Pastoral de Beethoven cuando aparecen los primeros seres humanos. A partir de aquí, naturaleza y música se fusionan y empiezan a interactuar, casi como si una dependiera de la otra. Se desencadena una tormenta, los árboles ceden con el viento cuando la orquesta entra con más fuerza, un grupo de niños corre a refugiarse de la lluvia y los rayos al compás de la música. La sinfonía va ganando en intensidad… hasta que aparece el error. El director rompe la inmersión con un golpe de batuta, la música se desvanece y se señala al culpable: Goshu. En muy pocos minutos, Takahata hace patente la relación entre armonía musical y armonía natural, al tiempo que nos recuerda que el poder del arte (en este caso, tanto la música como el cine) depende del trabajo en equipo: si uno falla, todos fallan y la fantasía se rompe 1.
Goshu, el violoncelista
A partir de aquí, Takahata continúa trabajando con esa idea del sonido que se torna físico para alcanzar lo que verdaderamente le interesa: el arte como acto de amor. La primera noche, la visita del gato termina en una agresión musical por parte de un Goshu avergonzado por su falta de talento. Sin embargo, con cada noche que pasa, el joven va perdiendo el miedo a tocar para otros y volviéndose más cálido con los animales que se acercan hasta su casa. Como si se tratase de un sueño (una interpretación que la película no intenta evitar ni confirmar en ningún momento), los animales se marchan al llegar el día, dejando a Goshu agotado y confuso. Finalmente, la última noche el violonchelista recibe el ruego de una ratona de salvar a su hijo enfermo. Goshu introduce al ratoncillo en el interior de su chelo, comienza a tocar y la misma magia se produce. La imagen de dos ratones flotando, agarrados a sendos dientes de león, se intercala con planos de la cría en el interior del instrumento, mostrado como si estuviera en el interior del vientre materno. La música se convierte en vida, el arte en un acto de curación y Goshu comprende que lo único que le impedía tocar bien era que no estaba tocando para los demás, solo para sí mismo.
Goshu, el violoncelista
Al final, gracias a la pedagogía oculta tras las visitas de cada uno de los animales, Gauche es capaz de enfrentarse al concierto para el que tanto han ensayado él y sus compañeros. Sin embargo, aún le queda un paso para alcanzar la verdadera confianza en sí mismo, para poder mirar cara a cara al director de orquesta (la figura paterna de la historia). Cuando el público, entusiasmado, pide un bis, el director ordena a Goshu que salga a tocar algo para ellos. Este, convencido de que de nuevo están intentando burlarse de él, decide tocar una vez más The Tiger Hunt in India, esperando provocar en la audiencia el mismo efecto que en el gato. Pero esta vez su virtuosismo transforma el festival de chirridos en una pieza poderosa que fascina a los oyentes. El esfuerzo, la experiencia y el talento transforman la materia en algo hermoso: lo que antes era una tortura se ha convertido en un placer.
Siguiendo esta máxima, Goshu, el violoncelista es una buena muestra de la capacidad de Takahata para encontrar lo hermoso en lo más sencillo. La animación de la película es engañosamente simple, apenas unos pocos escenarios y no muchos más personajes. Sin embargo, el trabajo de animación, el cuidado puesto en cada uno de los fondos y los movimientos es tan meticuloso que el dibujo cobra vida de la misma forma que la música lo hace a través de la imaginativa puesta en escena de Takahata. De hecho, esa meticulosidad es tal que el animador de Goshu recibió lecciones de chelo para asegurarse de captar adecuadamente el movimiento de sus manos al tocar. Al final, ahí está el nucleo del trabajo de Takahata, la belleza que se oculta tras sus imágenes: el movimiento. Movimiento creado desde la página en blanco, obsesionado no con la realidad sino con la emoción que surge de la realidad. El movimiento entendido como acto de amor. Porque si algo transpira toda la obra de Takahata es precisamente eso, amor por la creación.
- De hecho, esto se refuerza aún más cuando descubrimos que la ocupación habitual de la orquesta donde trabaja Goshu es, precisamente, servir de acompañamiento musical en el cine del pueblo, una práctica que en Japón se mantuvo durante más tiempo que en el resto de países. ↩