Green Book
Identidad racial, identidad de clase. Por Ignacio Pablo Rico
En «State of the Union», el tema que abre JP3 (2018), la rapera neoyorkina Junglepussy canta: «Everybody wanna be black, it’s so tragic!». Un verso que condensa brillantemente todo un estado de las cosas: el legado en la cultura afroamericana de Barack Obama, que como presidente fue «reluctante a ofrecer o a apoyar una agenda negra» 1, ha sido tan relevante y superfluo como su propia figura pública. Un desplazamiento cultural desde el revulsivo «Black is beautiful» a su remasterización hípster y trendy: «Black is cool». La mercantilización estética y discursiva de «lo negro» jamás había resultado tan rentable y suculenta para la industria cinematográfica como hoy, hasta el punto de que trabajos con cualidades audiovisuales tan discutibles como los de Ava DuVernay —pensamos en Selma (2014), Enmienda XIII (13th, 2016) y Un pliegue en el tiempo (A Wrinkle in Time, 2018)— han obtenido un crédito solo comprensible desde lo meramente coyuntural: nichos de público y crítica ansiosos por ver reafirmadas sus obsesiones ideológicas en las imágenes. En consecuencia, tan solo dentro de los últimos tres años hemos asistido al estreno de un verdadero aluvión de producciones que no persiguen incitar a la reflexión en torno a los debates impulsados por el movimiento #BlackLivesMatter, sino que se limitan a ser ilustraciones, más o menos precisas, de las posturas que se han vuelto hegemónicas en la esfera de redes sociales y revistas de tendencias —que son, a su vez, versiones simplificadas o convenientemente distorsionadas de las cuestiones originalmente tratadas—. En 2018, La primera purga: La noche de las bestias (The First Purge, Gerard McMurray), The Hate U Give (George Tillman Jr., 2018), Desmelenada (Nappily Ever After, Haifaa Al-Mansour, 2018), Night Comes On (Jordana Spiro, 2018) o El blues de Beale Street (If Beale Street Could Talk, Barry Jenkins, 2018), con posturas que basculan entre la autocondescendencia y el nihilismo, suponen perfectos ejemplos de producciones lastradas por la necesidad de complacer a una audiencia ansiosa de ficciones amoldadas a sus certezas. Incluso un gran director como Spike Lee, antaño voz incómoda y controvertida, se ha sumado en cierta medida al mainstream ideológico con su adaptación para Netflix de Nola Darling (She’s Gotta Have It, 2017-) y, especialmente, con Infiltrados en el KKKlan (BlackKkKlansman, 2018). Merece una mención aparte Black Panther (Ryan Coogler, 2018), cuyos conservadurismo con piel de cordero y afrocentrismo de cartón-piedra no han obstaculizado que haya sido abrazada y celebrada —algo comprensible, eso sí, atendiendo al protagonismo mayoritariamente negro delante y detrás de las cámaras— por los millennials afrodescendientes en todo el mundo.
En este contexto, no nos extraña que Green Book haya sufrido una encendida campaña de descrédito. La película de Peter Farrelly, si bien peca de paternalista y cuenta con una escena grotesca —el escarceo sexual de Don Shirley (Mahershala Ali), inverosímil, gratuito y completamente innecesario—, aborda con valentía cuestiones de actualidad, relacionadas con el privilegio blanco y la disociación de la burguesía negra con respecto a la llamada experiencia afroamericana. Farrelly, que dirigió años atrás, acompañado de su hermano Bobby, clásicos de la comedia estadounidense de las últimas décadas como Dos tontos muy tontos (Dumb and Dumber, 1994), Algo pasa con Mary (There’s Something About Mary, 1998) o Matrimonio compulsivo (The Heartbreak Kid, 2007), no se ha limitado a elaborar un filme de contornos más académicos y respetables, consciente de que su viejo registro se agotaba. Green Book no intenta rendir pleitesía a ninguna sensibilidad en boga, como nos permiten apreciar sus modos anticuados y las limitaciones —calculadas— de su mirada, proyectada desde los ojos de Tony Lip (Viggo Mortensen), un italoamericano de mediana edad —como el propio Farrelly—. Con la complexión en apariencia amable de un cuento navideño, el largometraje se inspira en el tour que Shirley, eminente pianista, acompañado de su chófer y guardaespaldas Lip, realizaron a lo largo y ancho del sur profundo de Estados Unidos en 1962. Las guías de viaje para afroamericanos, firmadas por el cartero negro Victor H. Green bajo el título de The Green Book, sirven a los héroes para evitar, en la medida de lo posible, los numerosos peligros que les deparan las regiones más agresivamente racistas de los Estados Unidos. Sin embargo, la peripecia, que cobra la forma de una arquetípica buddy movie, los obligará a lidiar previsiblemente con sus diferencias, y las fricciones que surgen entre Shirley y Lip inciden en las aristas políticas y sociales del constructo que entendemos como «raza». Bajo la pátina simpática y hasta inocua de Green Book, el realizador apuesta por llevar sus postulados hasta las últimas consecuencias, arguyendo que las relaciones de poder en el mundo contemporáneo responden a factores de enorme complejidad, y que las redes que tejen en torno a nosotros son cada día más difíciles de discernir. Una conclusión evidente unas décadas atrás en Occidente, pero tremendamente incómoda hoy día, cuando insistimos en evaluar los privilegios propios o ajenos apoyándonos en categorías estancas, a menudo escasamente representativas de quiénes somos y del influjo que tenemos sobre los demás. El aparente academicismo de esta propuesta no ha impedido que, como en sus mejores películas, Peter Farrelly vuelva a nadar a contracorriente.
- Taylor, Keeanga-Yamahtta (2017): Un destello de libertad: De #BlackLivesMatter a la liberación negra, Traficantes de Sueños, Madrid. ↩