Habitaciones de hotel
Por Aarón Rodríguez
Hay una película soñada en el interior de cada habitación de hotel.
Para el viajero, la habitación de cada hotel es un recorte en el deseo. Está la habitación de hotel de los amantes indiscretos, que suele ocuparse a las horas intempestivas del primer mediodía o la última tarde –véase el comienzo de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchock, 1960) y su cámara que atraviesa ventanas-, y que se abandona también con toda la tristeza del mundo –véase el comienzo de Certain women (Kelly Reichardt, 2016) y su durísima frialdad. La habitación que uno ocupó, tardoadolescente, en las pensiones baratas al colonizar los cuerpos y las ciudades extranjeras, esa que jamás abandonamos del todo y de la que salimos, ya dispuestos para la muerte o el matrimonio –quizá sea lo mismo. La habitación de hotel, la puta habitación de hotel.
En ellas, por otro lado, siempre hay un dintel. Y aquí es donde realmente comienza a complicarse la experiencia del tiempo. El dintel es la línea de la posibilidad entre la puerta y el pasillo, entre el gesto de encerrarse o el gesto de la espera –todos los que viajamos solos, de alguna manera, esperamos siempre que haya un cierto cuerpo que atraviese un cierto umbral. Aquí el cine de nuevo nos miente, porque en las películas siempre (o casi siempre) el cuerpo amado aparece en el último momento, como un disparo, el cuerpo de la mujer bajo la lluvia tremenda de los surtidores falsos, un cuerpo que es como la salvación-Griffith, el cuerpo que entra por montaje: corte en la moviola, y el cuerpo aparece. A veces ni siquiera tiene que pronunciar palabra, a veces es suficiente con que la cámara sea capaz de retratar la mirada en la que se dibuja la hermosa llama, la anticipación del susurro, la respiración entrecortada.
En la vida real, por el contrario, el dintel es el espacio en el que siempre se recorta la ausencia, el no-cuerpo que nunca llega, y así uno aprende la lección más importante que puede ofrecer la ontología: el vacío, créanme, existe. La nada, créanme, existe. Es el espacio que no ocupa un cuerpo deseado en cada habitación de hotel.
De ahí que quizá recuerde demasiado a menudo cuando viajo esos extraordinarios planos de Personal Shopper (Olivier Assayas, 2016) en los que se abren súbitamente las puertas automáticas de los hoteles sin que nadie las atraviese. Qué extraordinaria formulación de ese baile nostálgico de los cuerpos que nunca llegan, las puertas que se abren terriblemente en la espera de los no-amantes solitarios que apenas pueden contener su deseo dentro de las fronteras de su lenguaje, de su cama, de su piel. Hay un punto de encuentro entre el deseo y la angustia que nunca podrá llegar a desvelar –creo- ninguna imagen cinematográfica: el dolor de la piel, el dolor estrictamente físico de tenderse lejos de cualquier refugio –digamos, en una habitación de hotel- a esas horas oscuras y secas en las que, simple y llanamente, nadie llega.
Lugar que para muchas estrellas del rock termina siendo un tormento, por ese continuo recuerdo del vacío que los rodea a pesar de tocar para grandes masas. Quizá por eso destruyen sus muebles, o se suiciden allí dentro.