Hamlet, de Laurence Olivier

TAL VEZ MIRAR: Notas sobre el trabajo de cámara en el Hamlet de Laurence Olivier Por Aarón Rodríguez

01.

En el principio del mito subyace siempre una bruma: la de un tiempo pasado que debe volver a nosotros por un motivo imperioso.

 

Hamlet

Porque después de todo, a eso se acude siempre al mito: a recordar la respuesta que alguien ya formuló en el pasado frente a una pregunta –cada uno, la suya- que ahora mismo se experimenta como necesariamente acuciante. Una pregunta que el mito tiene la delicadeza de traducir en un tiempo, un espacio y un lugar. El tiempo y el espacio que configuran un cierto plano, y el lugar, pongamos por caso, Elsinore.

Hamlet 2

Y una vez que se tienen las coordenadas básicas –coordenadas que nunca existieron, que están dislocadas de la Historia como el tiempo está dislocado de sus goznes en la experiencia de locura-, ya puede desvelarse la imagen.

Hamlet 3

Una imagen que aquí tiene una forma aparentemente extraña: un plano contrapicado que se despliega hacia el castillo de Elsinore. Sin embargo –hay que ser prudente cuando se propone el significado de un plano únicamente por su escala o por su angulación-, en el contexto de la película que hoy nos ocupa tenemos serios motivos para pensar que se trata de un plano subjetivo.

02.

El Hamlet dirigido por Laurence Olivier en 1948 es una película extraordinaria y paradójica. Por un lado, los escenarios, los vestuarios e incluso el diseño de iluminación están impregnados de una cortante sobriedad. Casi toda ella rodada en interiores, las figuras humanas emergen de la oscuridad, como bien muestra el apasionante plano frontal de presentación de los comediantes.

Hamlet Collage

Los interiores no engañan a la mirada: puro cartón piedra, escenario descomunal e imposible, cortinajes de quita y pon. El teatro se ha injertado en la construcción de cada espacio y se despliega señoreando: Hamlet le pertenece, el cine se asoma de puntillas a una tradición bien asentada que no tiene demasiado sentido “modernizar” salvo a riesgo de morir de una sobredosis de banalidad.

Ahora bien, Olivier –que ojalá hubiera tenido una carrera más prolífica como director-, tenía el don concreto de moverse con extraordinaria inteligencia entre ambos territorios, lo que permite que su Hamlet apenas sea clásico salvo para un espectador mal informado. Muy al contrario: cada uno de los planos que constituyen la cinta es una especie de ruptura con dos tradiciones: la cinematográfica –que está constantemente puesta en solfa, casi como si el clasicismo fuera el enemigo concreto al que derrotar a golpe de montaje- y la teatral –porque el mito balbucea, y al reinventar el trabajo de cámara, renace y se convierte en otra cosa. Hamlet es, ante todo, un mito cinematográfico, o mejor dicho, un mito narrado ante todo por métodos cinematográficos.

03.

Algo raro comienza a intuirse en el momento en el que termina la escena inicial. El fantasma del padre ha aparecido, Horacio pronuncia su célebre frase (Algo huele a podrido en Dinamarca) y de pronto, la cámara se abisma. Literalmente. Invierte prácticamente un minuto en vagar por espacios vacíos, recorre un tapiz, una habitación silenciosa, una escalera. El relato está cortocircuitado: ¿A quién pertenece esa mirada y qué sentido tiene ese larguísimo y falseado travelling que parece, de nuevo, un plano subjetivo?

Hamlet

Se trata, sin duda, de un ejercicio puro de mirada. Es fascinante, pero no puede sino plantear una perplejidad sobre su propio gesto: ¿cómo retrasa la acción –una acción que, por lo demás, ya conoce todo el mundo- lo que no son sino un puñado de paredes de estudio, interiores tenebristas, toneladas de, como ya se ha dicho, cartón piedra? Pero el movimiento se mantiene y puntúa el metraje, una y otra vez. Larguísimas panorámicas que atraviesan el castillo de Elsinore, que lo escrutan, que lo desafían.

La cámara es un demonio que corretea entre espacios inevitablemente vacíos -¿dónde están los guardias y la corte?-, y que nos arrastra con su escritura. Y, por lo demás, hay gestos enunciativos incomprensibles pero excitantes. Por ejemplo, en el primer encuentro entre Hamlet y el fantasma, su cuerpo queda retratado con un balbuciente cambio de foco que se combina con un preciso travelling de acercamiento sobre el rostro.

¿A qué viene desvelar con tan –aparentemente- poca pericia la propia escritura? ¿Por qué se empeña Oliver en arrojar la cámara contra sí mismo para deformarse, emborronarse, convertirse en algo que, definitivamente, ya no tiene nada que ver con el teatro? Los espacios son recorridos, los cuerpos son atacados, y ambos recursos se hilvanan con total precisión en el momento clave del relato: el monólogo que comienza afirmando Ser o no ser. Pero es necesario leer despacio.

El plano arranca de una Ofelia ya enloquecida, arrojada a los pies de la escalinata. Su cuerpo marca una breve línea horizontal que lleva la lectura de la imagen directamente hacia su rostro.

Sin embargo, lo que realmente aquí me interesa es su mirada. Los ojos no están dirigidos hacia el fuera de campo, sino muy concretamente, a los propios ojos del espectador. Ofelia nos mira, como si reconociera en nosotros un cierto actor de la enunciación. Como si suplicara que lo que hay en el lugar de la cámara pudiera interceder, de alguna manera, en las normas del drama. Pero la cámara, obviamente, lo único que puede hacer es alejarse.

La escala de plano resalta por su crueldad. El cuerpo, arrojado a la esquina inferior izquierda, nada puede ser sino un insecto, un guiñapo, una pura anécdota. En su lugar, de nuevo, la interminable coreografía de capiteles, antorchas y paredes oscurecidas. Y de su mirada, surgiendo de las brumas, somos conducidos en una serie de escenarios trucados que falsean parcialmente un plano secuencia, a un extrañísimo plano trasero de la cabeza de Hamlet. Fíjense en el cambio de escala:

Del contrapicado total al picado absoluto. Del cuerpo caído al cuerpo que sueña con tirarse. De la mujer que se está volviendo completamente loca al hombre en el que la tentación del suicidio se manifiesta con toda crudeza. Del rostro que mira al espectador en primer plano suplicando ayuda a la cabeza que oculta su propio rostro porque la mirada que proyecta sobre el mar es, sin duda, extraordinariamente desesperada.

Pero lo que realmente me interesa aquí es el movimiento costosísimo que lleva de un lugar a otro. ¿Por qué no usar una elipsis mediante un fundido encadenado? ¿Por qué pretender que hay alguien que decide dejar de mirar hacia un lugar para empezar a mirar hacia otro?

04.

La escena en la que percibí con claridad la extraordinaria potencia de la apuesta de Oliver está situada, como parece obvio, en el momento en el que Hamlet traspasa definitivamente su línea de no retorno: su primer asesinato, su segundo encuentro con su fantasmal padre. En una cercanía intolerable.

Hamlet y su madre, arrasados por el dolor, comparten dos tremendos primerísimos primeros planos.

El eje de miradas confluye entre ellos –está suturado, después de todo, por montaje-, y no coincide exactamente con el eje de cámara. Esto es, se miran, pero no nos miran. Sin embargo, en la banda sonora comienza a fluir el tema del fantasma, la presencia del horror paterno que viene a exigir el gesto de venganza. Hamlet arroja a su madre a la cama con lo que, de nuevo, nos encontramos con la figura de la mujer yacente.

Hamlet, a su vez, también cae al suelo. Los cuerpos no pueden sustentarse, no pueden quedar sujetos en ese universo en el que todo está, literalmente, derrumbándose. Sin embargo, su retrato resulta todavía soportable.

Soportable, quiero decir, en tanto se nos muestra retratado completamente de perfil, con un ligero picado de la cámara que impone una cierta superioridad sobre su figura y ante el que, en fin, podemos mantener una cierta distancia. Es un cuerpo que parece más un retrato medieval, distante, ajeno incluso a la mirada de su madre. El gesto dramático y definitivo, sin embargo, es el cambio en montaje que hilvana su parlamento.

Hamlet se dirige a su padre. Es decir, a la cámara. Y la cámara pasa de un personaje a otro imitando un movimiento de cabeza, mientras que una voz parece surgir del interior de esa mirada en off dando órdenes: “Mira a tu madre sentada ahí, presa del asombro. Media entre ella y su alma en lucha”.

Comprendemos entonces, lo que ha pasado.

Durante (casi) toda la película estamos mirando desde los ojos del padre muerto. El montaje no es sino el parpadeo de un cadáver. Se trata de una de las decisiones discursivas más demoledoras y abrasivas de la Historia del Cine.

05.

Hay, sin duda, algunas objeciones lógicas a esta hipótesis que propongo. La más evidente son, sin duda, los planos en los que aparece el propio fantasma del padre.

Se trata de planos disociados, extraordinariamente interesantes y muy bien compuestos en los que, por norma general, se sugiere al difunto mediante una suerte de coraza negra. Sin embargo, frente a esos planos, también se puede contraponer el extraordinario paneo en la habitación de la madre que muestra cómo el fantasma puede ser visto por unos… y no por otros. Con lo que Oliver puede estar trabajando cinematográficamente –y esto ya me parece indudable-, con uno de los problemas mayores del texto de Shakespeare: ¿Está Hamlet realmente loco y es la obra una suerte de exploración mayor de la psicopatología, o al contrario, está absolutamente cuerdo y debemos movernos de nuevo en dirección a la fantasía y al mito?

Como cualquier lector más o menos atento de la obra original habrá detectado, es precisamente esa ambigüedad en la escritura la que mantiene viva y urgente cada una de las frases del texto. La contradicción, la sugerencia, la ruptura ante la tranquilidad que experimentamos frente a los personajes… esa “tierra de nadie” donde acontece lo inexplicable, es traducida por Oliver en la imposible compatibilidad entre mirar y ser mirado. Es decir, de nuevo, en pura teoría cinematográfica.

Su Hamlet emerge de pronto como una reflexión absoluta sobre la mirada. No importa si el padre muerto mira o no: lo realmente importante es su sugerencia, la manera en la que la naturaleza salvaje de la cámara de cine y de nuestra posición como espectadores emerge realmente. Queremos verlo todo. Recorrer todas las estancias. Saborear todos los cadáveres. Como el difunto rey, queremos que la sangre llegue a nuestros ojos.

“Teatro de las bestias”, escribió un sabio a propósito del cuerpo y el mito. “Cine de las bestias”, podríamos señalar también nosotros aquí.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Jaume dice:

    Excelente análisis. Felicidades. Siempre sentí que esta obra de Olivier era soberbia, me impresionó desde que la vi por primera vez hace muchos años (¡y entonces fue por TV!). La moda ahora de desvirtuar, en nombre de una ágil superficialidad, a muchos grandes (a Bergman o al propio Olivier y a bastantes más), en parte impulsada por gente que merece mi admiración (no en este punto) y respeto como Garci, me parece ridícula, aunque debemos de tener un respeto mutuo y para gustos colores.

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