Happy End, de Michael Haneke
No es lo que era Por Paula López Montero
Yo que me había propuesto ir a ver la última película de Haneke para poder rebatir a Manu Argüelles en la crítica que le hizo en el festival de Karlovy Vary de 2017, voy a tener que acabar dándole la razón y, además, muy acertadamente. Haneke, el faro de la cinematografía europea, ha dejado de dar luz, y no contentos con eso se sitúa ahora al arrastre de los nuevos directores europeos. Supongo que no hace falta que diga que he sido hasta la fecha muy devota de su cine en tanto que me parecía que despertaba -como los grandes lo hicieron- a la cultura europea de su sueño, de su bostezo, atacando donde más duele, el estrato de donde proviene. Pero ¿ahora qué?, ¿cómo justificar toda su filmografía anterior ante el sinsentido de Happy End?
No obstante le he concedido a Haneke el derecho a justificarse porque, habiendo sido uno de los directores más lúcidos, hay un rumor de fondo que no me deja creer que esto de verdad sea una falla en su filmografía. Entonces habríamos de preguntarnos ¿estamos ante un director pasado de rosca o de verdad Haneke ríe irónicamente y se ríe de todos nosotros con su último filme? Ya sabíamos que nos íbamos a encontrar de nuevo ante el Haneke irónico, tal y como propone su título Happy End, el director austriaco se ha esforzado durante toda su carrera por esbozarnos todo un camino del malestar de la cultura, de la agonía del final, de los excesos de una violencia que estrechan las vías respiratorias y las escapatorias. Pero la ironía de Haneke en su última películas se encastra, deja de ser lúcida en cuanto que no sorprende, no tiene nada nuevo que decir, esa ironía en cierta medida se ha vuelto cínica. Sin embargo, ¿es cínica como su personaje Georges Laurent (Jean-Louis Trintignant) que puede hacer, salvando la distancia de edad que les separan, de un Haneke que se ríe de todo, al que ya no le importa nada? Si así fuera entonces Haneke cumpliría, y bien, su cometido.
Sin embargo no es la trama lo que molesta, una trama sin más que pueden salvar las interpretaciones de Huppert o Fantine Harduin. De hecho soy defensora, como lo he hecho con el cine de Hong Sang Soo de la repetición, de rebatir la oscura obligación por ser constantemente originales y novedosos. Pero es que Haneke, como decía, ni siquiera se imita a sí mismo –lo cuál sería salvable- sino que ahora va a la cola de los nuevos cineastas europeos como Ruben Östlund. Y es que esa cámara observacional, de plano angular que Haneke sitúa en la obra de la constructora multimillonaria de la familia Laurent, y que es testigo del derrumbamiento de uno de los muros, ¿no es acaso una imitación del mismo plano de la avalancha de nieve en Fuerza Mayor (Turist, 2014)? Además es que no contento con el sospechoso parentesco, al menos a Östlund le sirve como desencadenante de toda una trama bien atada pero Haneke simplemente despierta un relato que no va a ningún lado y que no tiene ningún sentido. O ¿no es la escena final, cuando el hijo de Anne Laurent (Huppert), Pierre Laurent (Franz Rogowski), invita al convite de la boda de su madre a un grupo de inmigrantes para dar el cante, con todas las mesas observando la escena, una molesta simetría entre la secuencia, también de Östlund en The Square (2017), en la que una performance de un hombre haciendo de simio saca por los poros el miedo de los asistentes? Aquí Haneke quiere criticar esa misma falsa burguesía, con el rumor de la inmigración de fondo, pero no resulta nada pero que nada convincente.
Parece que las historias de cada personaje están esbozadas pero no cumplidas, se quedan a medias. Mientras que la trama de Thomas Laurent (Mathieu Kassovitz), un insípido padre, esconde a un ser frío e insensible que mantiene relaciones sadomasoquistas con otras mujeres podría haber cogido un hilo retórico del Marqués de Sade, lejos de eso no tiene ninguna reflexión ulterior. Mientras que Anne Laurent (Huppert) trata de salvar el relato en todos los sentidos tanto dentro como fuera, es una bala perdida en cuanto que las interpretaciones de Huppert le habrían servido a Haneke para proponer algo más. No sé, sí, en Happy End aparecen temas importantes como la burguesía, el humanismo, el suicidio, la falsedad y frialdad en las relaciones, las práctica sexuales fuera de lo común, etc. Y de telón de fondo sí, de nuevo la vigilancia del audiovisual. Sin embargo, aparece un Haneke cansado. Mientras que la metaficción antes era un ejercicio de espléndida construcción, ahora está ahí puesta al tuntún, tanto que ni si quiera hace efecto y parece un mero escaparate sin sentido de un intento de reflexión sobre las nuevas tecnologías.
Se atisba que Happy End es una continuación de Amor (Amour, 2012) en cuanto que el abuelo Georges Laurent (Jean-Louis Trintignant) confiesa a la nieta Eve Laurent (Fantine Harduin) haber ahogado a su mujer después del sufrimiento que conllevaba su enfermedad. Sin embargo lejos de proseguir con un relato bien trazado donde distancia y dramatismo jugaban constantemente con las emociones del espectador, ahora aparece como broma absurda, poco creíble, donde se abandona la profundidad del relato y se instala en la convención, con una risa irónica poco inteligente. Haneke que había sido el padre de la ironía en Funny Games (1997), ahora toma el camino más cercano a Lanthimos donde reina más el absurdo que la inteligencia. ¡Pero incluso en el cine de Lanthimos hay algo más! Aquí ya no hay crueldad, se encastra tímidamente tras la cámara queriendo hablarnos del sinsentido de las redes sociales, pero no logra generar reflexión sino aburrimiento. No hay drama, ni trama, sino superficialidad. Ahora vuelvo a la pregunta ¿estamos ante un director sin mucho más que contar o de verdad Haneke ríe y se ríe de todos nosotros?