Happy End
La decadencia Por Manu Argüelles
Me pregunto en qué momento el cine de Michael Haneke fue tan obvio como así pasa con Happy End. ¿Fue a partir de La cinta blanca (Das weisse Band, 2009)? ¿Lo fue siempre y no me he dado cuenta hasta ahora? No lo descartaría dada mi lentitud y mi escasa sagacidad. En todo caso, lo que sí que resulta preocupante es que a la salida de ver su último film, en un pase del KVIFF con público, lo primero que pensase fuese eso. Que acabase replanteándome en bloque toda su filmografía o, para ser exactos, mi personal recepción. Como si Happy End mostrase en público todas las vergüenzas de su ya extinta creatividad artística. Porque esa frase tan recurrida de que se le ven demasiado las costuras es quedarse corto. Como si de repente a aquel ilusionista que nos encandilaba con sus trucos de magia le viésemos todos sus trucos. ¿Qué nos queda de la prestidigitación de aquel que considerábamos una de las voces más importantes del panorama europeo, por lo menos hasta que entrásemos en esta década? Happy End, no le podemos poner paños calientes, es una sonora bofetada en la cara. «Espabila idiota, este cine es un fraude, ya es hora que te des cuenta», como monólogo interior. Pero, ojo, el público lo disfrutó muchísimo. Reía ruidosamente en el momento que tenía que hacerlo, porque Haneke va señalando su film como si fuese un operario en un aeropuerto con espesa niebla en el que, provisto con grandes señalizaciones luminosas, va indicando a los aviones dónde está la pista en la que tienen que aterrizar. Y no me quedó el mínimo margen de duda que los espectadores reaccionaron con gran entusiasmo, vista la sonora ovación que le brindaron al terminar. No me considero más listo que nadie, faltaría más. Así que, en el fondo, esa evidencia de la que hablaba al principio es su gran arma. Eso mismo que le permitirá que triunfe con la audiencia a mí me hizo que el suelo crujiese a mis pies. Por consiguiente, esa tesis que me gobernaba -esto es la filmación de un suicidio artístico, no es un cine sobre la decadencia, es la decadencia creativa en carne viva con toda su desagradable cara- quizás no se sostenga tanto. Realmente sí que es un final feliz, porque sabe perfectamente lo que tiene que hacer para parecer un film de Haneke y ganarse al espectador. Si al final todo se reduce a eso, sale de la plaza triunfante. No seré yo quien se lo niegue. Pero entonces, olvidémonos de todas esas alhajas y de esos brillantes trajes con los que hemos vestido su cine. Porque con Happy End vamos a estar delante del traje nuevo del emperador. Y no podemos mirar a otro lado, no podemos fingirlo.
Cuando hablo de obviedad no me refiero a que su cine hasta entonces se haya caracterizado por la sutilidad. Ese nunca ha sido su fuerte y más de una vez ha tenido predilección por la imagen-impacto, siempre le ha gustado provocar, generar reacciones de consternación y además siempre le ha gustado señalar con el dedo, tampoco vamos ahora a decir que no nos habíamos dado cuenta. Se ha caracterizado por auscultar todas las miserias de una sociedad enferma -centrando su foco en la burguesía, la misma clase social a la que pertenece- y, efectivamente, sin capacidad de sorpresa alguna, con Happy End prosigue con su empresa. Su misantropía amarga sigue presente, su falta de piedad y su pronunciado distanciamiento de los seres que filma sigue patente. Y aunque en ocasiones fuese más elíptico u opaco (Código desconocido – Code inconnu: Récit incomplet de divers voyages, 2000), o incluso escurridizo (Caché, 2005), mientras que otras veces fuese claramente directo (Funny Games, 1997/2007), siempre me ha parecido que había algo de elaboración. Que había cierta energía en la que el director se mostraba interesado por poner a prueba el dispositivo fílmico, que había un esfuerzo por labrar estrategias estilísticas que fuesen efectivas para instrumentalizar su discurso (con sus lógicas variaciones, siempre ha sido el mismo); que procuraba no repetirlas, que se regía por una estricta moral y una ética que le exigía un recio formalismo y que con el tiempo le brindaba un sello personal, el mismo que ha creado escuela y que le ha provocado ser influencia para muchos directores que han venido después (por ejemplo, The Tribe, 2014). En definitiva, que había inquietud, un trabajo concienzudo y una preocupación por el cine.
Si no me falla la memoria, él mismo reconoció que el remake USA de Funny Games fue un error. ¿Entonces Happy End qué es? Porque aquí se limita a repetirse hasta el hartazgo y sin ningún atisbo de desasosiego porque está incurriendo en una caricaturesca imitación de sí mismo. Me parece que la identificación del director con Georges Laurent (Jean-Louis Trintignant), el patriarca de una familia burguesa con 85 años, es excesiva porque su film le importa lo mismo que al personaje su familia: nada. ¿Cinco años ha necesitado desde su último film (Amor, 2012) para que estemos ante un Haneke seco, agotado y hastiado artísticamente y que le importa todo un pimiento? ¿Para eso ha vuelto? ¿Para decirnos que el cine ya no le merece la pena lo más mínimo? Porque insertar en su filme el whatsapp, facebook y el formato de la cámara del móvil para decirnos que está adaptándose a nuestros tiempos, sin que haya detrás de esa incorporación nada más, es de una pereza absoluta que hasta me sorprende que estemos delante del director de La pianista (La pianiste, 2001). Olvídemonos del malestar, de la perturbación, de las atmósferas enrarecidas y sofocantes. Todo es pura diversión (negra) y asimismo todo está hueco y vacío, como quizás considere así nuestro entorno sociocultural más inmediato. Si esa es la idea, estupendo, lo ha transmitido con creces. Porque también está siendo indicador de algo que se está repitiendo con frecuencia con directores de larga trayectoria, entrados en esta década. Si cogemos, por ejemplo, a Pedro Almódovar, lo más interesante de su trayectoria desde Los abrazos rotos (2009) es comprobar cómo se está enfrentando a una crisis y un estancamiento en su cine. Cómo lo pelea, cómo lo sufre, cómo, con valentía, lo expone frontalmente. David Lynch con su nueva temporada de Twin Peaks también lo evidencia. Hemos pasado del posmodernismo y el encumbramiento del pastiche referencial al autismo absoluto, en la que los directores se nutren y se bastan solo de sí mismos. Todo el torrente creativo se fundamenta en la propia autocita, ya ni siquiera en lo que otros hicieron en el pasado. Haneke es incapaz de interrogar a los nuevos tiempos, solo sabe encerrarse en su propio yo y con eso evidencia una tremenda desconexión de aquello que presuntamente quiere denunciar. En ese gesto acaba ahogado y es lógico entonces que se le note tan fastidiado. Almodóvar todavía se revuelve, no se da por vencido. Haneke directamente se deja arrastrar por la repetición, sin ningún ánimo de levantarse. Por eso, al pensar Happy End me viene la imagen mental del bloque final de El séptimo continente (Der siebente Kontinent, 1989). Porque no hay nada más devastador y destructor que la mediocridad. Eso es lo que parece hacer y decir con Happy End. Así que, sí, al final esto no deja de ser más que un suicidio.