Happy Together
Arritmias Por Javier Acevedo Nieto

Nunca habrá dos cataratas del Iguazú iguales. Te escribo esto pensando en tu forma de ensordecerme con tus silencios. Creíamos que todo lo que nos quedaría serían aquellos suspiros con los que compartíamos los días en los que mirábamos al techo sintiendo que el suelo no era suficiente. Hay un poco de todo eso cuando Lai y Ho retozan y marcan las sábanas mientras la cámara y nosotros nos mantenemos a la distancia justa: ni demasiado cerca ni demasiado lejos, simplemente construyendo un ahí que está afuera, pero con nosotros dentro. Happy Together es una desdicha, un lamento, una celebración, una imagen que se niega a representarse, la imagen que nos representó: es un espacio fantasma donde podríamos haber sido. Lai y Ho huyen a Argentina para no pensar en Hong Kong y, sin embargo, podrían estar en cualquier otro lugar. ¿No te pasa que, cuando los ves, parecen dos planetas en órbitas tan lejanas que están condenadas a chocar una vez cada mil años? Cuando uno se acerca, el otro se aleja; cuando uno se aleja, el otro se acerca; y Wong Kar-wai los conecta con la órbita de la ansiedad que genera una energía primitiva entre espacios tan conscientes de la cámara como ajenos a ella: siento que somos espectadores de un erotismo decepcionante.
Es una película de extremos que se tocan. Imágenes que buscan su ritmo y no lo encuentran porque así tendría que ser el terreno de las emociones sin filtrar. No creo que sea lo suficientemente fuerte como para entender por qué cuando Lai apura cerveza y solloza contra la grabadora, ese instante en el que el director de fotografía Christopher Doyle satura los ojos hasta que las esquirlas de color me escuecen, tan solo quiero tomar acción a distancia: empaparme sin sentir demasiado. Happy Together no es una película postmodernista, discurre como el río de Heráclito navegando entre patrias llenas de afecto, náufragos emocionales y composiciones en las que la abstracción siempre encuentra un punto de cesura con el color que asociamos a todos nuestros pensamientos, a todos sus pensamientos, a todos los pensamientos que creíamos poseídos. Es fragmentaria y etílica, embriaga con sus imágenes petrificadas en pocos frames a través de ese undercracking que ralentiza precisamente los momentos que no querríamos que fueran instantes: un beso que es mordisco, un abrazo que sostiene el viejo piso, una despedida a la que nunca quisimos recibir. Y sí, todo esto es muy relativo y pertenece a nuestra pequeña patria emocional. Un territorio tan propio como ajeno porque el romance de Lai y Ho es tan suyo como nuestro al construir una apátrida memoria colectiva. Ojalá quedarse a vivir en ese entretiempo en el que el sufrimiento es una vergüenza que nos recuerda que quizá, al final del todo, sí éramos capaces de sentirnos.
No lo sé, a lo mejor Kar-wai nos está diciendo que esto no es postmodernismo: hay un rastro en sus imágenes que, lejos de detener el tiempo en instantes privilegiados, se regodea en las huellas de tradiciones estéticas perdidas en lo transnacional, lo intercultural y, en definitiva, el progresivo emborronamiento de su imagen de Hong Kong. Porque la memoria para Kar-wai tiene mucho de anamnesis, esa capacidad griega para construir una imagen del pasado en constante reconstrucción: un recuerdo cuyas fronteras siempre son visibles, pero que nunca atravesamos por miedo a que todo parezca tan lejos que no merezca la pena volver. Te lo digo porque creo que, años después de asomarme por primera a Happy Together y sentir una sucia comunión manchada en bares de azulejos pintarrajeados con mensajes, por fin entendí el instante en el que Ho se queda observando la lámpara que reproduce la cascada que nunca visitó con Lou. En el escorzo marcado por su cuerpo, bullendo en cada pequeño flare de la lente que sacude su rostro, temblando en el encuadre que marca su montaje vivo, hay una nostalgia sostenida. Estoy hablando de una realidad cinematográfica atrapada en el fetiche del dispositivo. Realidad que tiene la forma de esa lamparita en forma de zootropo improvisado en el que las imágenes de los recuerdos juntos están atrapadas en el pegajoso ectoplasma del recuerdo: sudor, sexo, alcohol y el rastro de caricias que se(nos) inventamos. Nunca habrá dos cataratas del Iguazú iguales. Happy Together empieza y termina en el mismo punto. Un eterno retorno que regresa y acaba con una ruptura: el resto del tiempo es una gran sala de espera. La cámara tiembla, el agua moja, el amor duele, somos pequeños, el mundo es grande, Lai llora. Por favor, te tienen que encantar las películas que consiguen que vivir sea sencillo.
Nuestro fin del mundo no está en el Cabo de Hornos, tampoco en una grabadora que reproduce sollozos. Hay un riesgo en romantizar y sublimar el vacío que surge de haber tenido algo, pero el fin de nuestro mundo es solo el fin de un mundo. Por eso cuando Lai recorre Hong Kong en metro, la imagen se acelera y suena Happy Together sabemos que estar juntos es una cuestión de tiempos y no de espacios. Un primer plano y todo queda claro. El metro deambula, la imagen se emborrona y nos adentramos en el recorrido neuronal de paisajes urbanos: esto siempre se ha tratado de crear un tiempo propio y ajeno para aprender a vivir en nuestro espacio. El cine de Kar-wai es un estado sentimental atrapado en una red neurológica de imágenes sinápticas que se conectan con los chasquidos y los golpes del montaje. En un fin del mundo cualquiera los lamentos de Hai son ininteligibles; no obstante, hay una absoluta legibilidad pictórica en los rastros de emociones que se adhieren al plano, en su forma de amalgamarse frente a nuestros ojos en texturas que nunca terminan de absorbernos. Quizá por eso, cuando me veo asomándome a los alféizares de esas imágenes cortados en composiciones que nos desahucian para hacernos sentir la pérdida, tengo seguridad en el vértigo de un cine obsesionado con huir de toda idea de hogar.
Una vez vivimos esperando el momento perfecto preguntándonos si acaso ya pasó, si estaba pasando o si pasaría. Mirándote a través del cristal de la botella siempre me devolviste una imagen que me sorprendió por no ser distinta a la que esperaba. En cierto modo, te construí en una visualidad de reflejos y en una temporalidad que nunca construimos. Ho y Lai bailan, no sé si se sujetan para evitar caerse o se agarran para estar todavía más juntos. Una incoherencia crece en sus sonrisas, en el montaje que parece cortar aleatoriamente y en la insatisfacción de esa música que lleva la contraria a la emoción asomada. Pero bailan, y se besan, y se niegan a caer. Es un tango triste cuyo ritmo visual se marca en la arritmia de corazones sin compás, en pasos que siempre parece que van a interrumpirse en un ahora que quiso ser ya. Una arritmia que hace vibrar la pantalla: Kar-wai les crea su propio tiempo arrítmico y les otorga una visualidad tan propia como incoherente. Se encuentran en la decepción de cada paso de baile, se separan en el flujo interrumpido de sus cuerpos. Happy Together es una anatomía con dolor fantasma ya que Lai y Ho tienen plena propiocepción de sus cuerpos. Experimentan la posición relativa de sus cuerpos en el cuerpo del otro y, hasta cierto punto, la propiocepción del espectador es la de transportarse a cuerpos ajenos a partir de una distancia que nos duele y reconforta al mismo tiempo: ojalá estar ahí, ojalá no estar ahí, ¿y si ya estuvimos?
Dicen que el lenguaje es la casa del ser, pero Kar-wai destruye el lenguaje hasta hacerlo balbucear. Una infancia de las emociones, una intemperie que sentimos cuando no entendemos la vida. Cuando tengo miedo, invento imágenes. Invento imágenes porque pienso que nos arrebatamos todas en todos esos momentos en los que tuvimos miedo. Cuando tengo miedo, siento que Happy Together me inventó esas imágenes. Nunca habrá dos cataratas del Iguazú iguales, pero qué importa cuando en realidad nunca y siempre estuvieron(vimos) juntos.