Harriet. En busca de la libertad
Y Dios escuchó sus gemidos. Por Ignacio Pablo Rico
Tal vez esta película de Kasi Lemmons sea una de las peor entendidas de la temporada, y lamentablemente una nueva demostración de que la cinefilia a menudo adapta sus criterios a lo que presupone que el largometraje debe ser, y no tanto a lo que este realmente pretende. Lemmons, que logró alzar de nuevo momentáneamente el vuelo con el biopic de tintes musicales Talk to Me (2007) tras lograr cierto consenso crítico con el drama afrocéntrico Eve’s Bayou (1997), estrenado en tiempos oportunos para determinados discursos y estéticas, ha sido una presencia casi invisible en el cine de las dos últimas décadas. Hoy diríamos que ha vuelto a encontrar su lugar en el panorama industrial —acaba de estrenar una miniserie sobre Sarah Breedlove, Madam C.J. Walker – Una mujer hecha a sí misma (Self Made: Inspired by the Life of Madam C.J. Walker, Kasi Lemmons y DeMane Davis, 2020—, sumándose a la corriente actual de exploit dramático de la experiencia afroamericana llevado a cabo desde el mainstream ideológico.
Sin embargo, Harriet. En busca de la libertad es una rareza que difícilmente podría leerse en estos términos. Como sugieren la escritura naif de ciertos planos, la canción central «Stand Up» —escrita e interpretada por la talentosa Cynthia Erivo— y, sobre todo, los diálogos cándidamente explicativos del libreto que firma la directora junto al experimentado Gregory Allen Howard —Duelo de titanes (Remember the Titans, Boaz Yakin, 2000), Ali (Michael Mann, 2001)—, nos hallamos ante una actualización, conscientemente anclada en registros audiovisuales hoy vigentes, de cierta modalidad del western. Nuestro compañero Diego Salgado ha entendido la película a modo de «reedición de westerns de aventuras clásicos como Paso al Noroeste (Northwest Passage, King Vidor, 1940) o Policía montada del Canadá (North West Mounted Police, Cecil B. DeMille, 1940»1. Una reelaboración de un cine añejo más próxima en espíritu, por tanto, a trabajos como War Horse (Caballo de batalla) (War Horse, Steven Spielberg, 2011) que a biografías rigoristas como la planteada por la adaptación más célebre hasta hoy de la vida de Tubman: la miniserie Una mujer llamada Moses (A Woman Called Moses, Paul Wendkos, 1978).

No hay espacio aquí para el pesaroso cine afro post-Obama, que persigue el empoderamiento de sus héroes a partir de la paradójica victimización de los mismos. Harriet. En busca de la libertad es trash de multisalas porque apuesta, a través de arquetipos sin filigranas, por la epopya kitsch y la elementalidad esencial del universo mítico que ilustra, donde el Bien y el Mal solo existen en términos absolutos y aparecen diáfanos e inconfundibles bajo la luz del sol. Aspectos que en ocasiones, debemos decirlo, valen más por lo que habrían podido ser que por lo que finalmente son, pues la labor de realización algo flácida de Lemmons no siempre está a la altura de las necesidades. No obstante, Harriet. En busca de la felicidad es más que una curiosidad briosa: entre otras cosas, porque nos hallamos ante el nuevo jalón en la genealogía de una idea visual que parece articular, con la fuerza arrolladora de una corriente subterránea que permanece invisible a nuestros ojos, una imagen autorreflexiva de la mujer negra a lo largo de la historia del cine. La condensación de un subconsciente histórico en el que laten, a la par, la memoria de la esclavitud y el despertar de la conciencia: como en La noire de... (Ousmane Sembene, 1966) y I Am Somebody (Madeline Anderson, 1969), una joven —aquí, la Harriet de Erivo— limpia un espejo, en esta ocasión empapado de lágrimas, que nos devuelve el reflejo consecuentemente deformado de la heroína. Este plano desemboca, en la misma secuencia, en uno de ella sosteniendo un arma frente a otro espejo, enfrentada a sí misma y más desconcertada que decidida. La sofisticada aportación con respecto a las obras de Sembene —la disociación que experimentaba la empleada doméstica— y de Anderson —la toma de conciencia de una trabajadora— resulta evidente.


Es justamente en este punto donde Harriet. En busca de la libertad nos descubre su admirable naturaleza. Antes adelantábamos la filiación de esta producción con formulaciones contemporáneas del audiovisual. Nos referíamos a su reinterpretación del cine religioso desde las coordenadas de la épica superheroica. No faltan ni el accidente que brinda un poder sobrenatural a la protagonista —la capacidad de vislumbrar el futuro—, ni la pertenencia a una sociedad secreta que practica el bien en la clandestinidad, además de la relevancia que se le otorga a la transmutación «cosmética» de Tubman o a la elección de un nombre nuevo que la rebautice como guerrera. Estos rasgos son, en el fondo, una visión apegada al cine actual de lo mesiánico, ligada a esa dimensión profética de la que se imbuye al personaje. La abolicionista, que llegó a ser conocida con el seudónimo de “Moisés”, decía guiarse por la voz de la divinidad cuando se internaba en las plantaciones para ayudar a los esclavos negros a escapar. En el filme, la escuchamos decir: “Parece que he aprendido a ver y a escuchar a Dios como otros aprenden a leer un libro. Actúo sin cuestionar”. Resuenan los ecos del Éxodo: «…Y dijo: así dirás a los hijos de Israel: “Yo Soy” me envió a vosotros» (3:14).
Lemmons y Howard inciden con inteligencia en el paralelismo entre Moisés, profeta y libertador del pueblo judío, y Harriet Tubman, que adquiere la dimensión de una enviada para los afroamericanos, antes incluso de que estos se identificaran como tal. Acompañando a los esclavos en su éxodo, cargada de fe, cruza un río que parece infranqueable ante los atónitos ojos de quienes la siguen, como cuando el hijo de Amram abrió las aguas del Mar Rojo y dejó atrás a las huestes del faraón. «Y quisimos distinguir con nuestro favor a quienes fueron esclavizados en aquella tierra, convirtiéndolos en dirigentes y sucesores» (Corán, 28:5). Si Harriet. En busca de la libertad recoge la herencia de las epopeyas religiosas fílmicas —en concreto, de la rotundidad ética y estética de Los diez mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. Demille, 1956)— para traerla a los tiempos de lo superheroico, la guerrillera encarnada por Erivo hace de los spirituals, que canta a viva voz para convocar a los explotados de la plantación y guiarlos hacia la libertad, el puente que conecta su momento histórico con una herencia cultural que vivifica con orgullo, transformándola en llamada a la liberación. Es sirviéndose de dicha dialéctica entre lo pretérito y lo presente, con sus innumerables vasos comunicantes, como Harriet. En busca de la libertad apela a la era que vivimos. La Tierra Prometida de los ensueños de Harriet Tubman, esa América edénica, vuelve así a delinear el horizonte del pueblo afroamericano.

- En conversación privada ↩