Hasta el último hombre

A sangre y fuego Por Pablo Sánchez Blasco

Hay algo en la nueva película de Mel Gibson que atenta frontalmente contra varios principios asentados en el cine actual. Hay algo radical y subversivo en Hasta el último hombre que ha ofendido a un gran número de espectadores y que, en cierto modo, tendría que haber ofendido a muchos más. Pero yo no creo que se trate de su explícita manifestación de fe. Eso no es ningún secreto. Cineastas cristianos y practicantes han existido muchos, empezando por Robert Bresson, siguiendo por Ermanno Olmi y acabando por Scorsese y su más reciente Silencio (Silence, 2016), donde también se refieren los avatares de un mártir del cristianismo.

Las pasadas navidades, sin ir más lejos, millones de padres llevaron a sus hijos al cine para ver a un ejército de soldados, en una galaxia muy, muy lejana, sacrificándose como kamikazes por algo llamado la Fuerza. Nadie se escandalizó por ver a un ciego exponiéndose al fuego enemigo con la protección de la Fuerza, o la súbita conversión de otro, el más escéptico del grupo, durante la batalla final. El público de hoy consiente, e incluso aplaude, el discurso trascendente siempre que se introduzca de manera oblicua, indirecta o metafórica. Que se le llame destino, espiritualidad o cualquier bobada parecida. Mientras haya una espada de luz y algunas naves espaciales, el espectador se siente a salvo del sermón de fondo, se siente reforzado y satisfecho en su más íntimo conservadurismo. Es como un pacto de caballeros para hacer la vista gorda del que nadie hubiera avisado a Mel Gibson.

Hasta el último hombre

Lo verdaderamente incómodo y provocativo en la quinta película de Gibson, lo que desafía al espíritu del cine contemporáneo, es la ausencia de duda en el interior de sus imágenes, esa testaruda convicción que inspira cada uno de sus planos, carentes de ironía, de dobles lecturas, o ambigüedades. Sin un solo instante de incertidumbre. Hasta el último hombre no se cuestiona a sí misma como representación en ningún momento, no recurre a metáforas, ni a interpretaciones, ni se pronuncia en un tono menor y confesional. En la época del cinismo, de la reticencia, del cuestionamiento de la imagen digital; en la época de Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) y el podría ser pero quizás no, en un mundo de intertextualidad y referencias atenuantes, Gibson construye una película donde cada elemento, cada rincón y resquicio del plano, refuerzan la totalidad de su mensaje,

Su cine no tiene tiempo para escuchar melifluas teorías sobre la impureza de la imagen posmoderna. A Gibson se la sudan los defensores de la muerte del cine. Su película comienza con el cartel indicativo de A true story y termina con los testimonios de sus protagonistas de carne y hueso. Lo que transcurre entre ambos extremos se presenta a sí mismo como la verdad. O, mejor dicho, la Verdad. Su campo de batalla está dentro del plano. Su guerra, en un montaje premiado en la última gala de los Oscar. Aunque compartan ismo y actor protagonista, su película y Silencio no podrían mirarse desde posiciones más opuestas. Mientras Scorsese especula sobre una religión recóndita y escurridiza a las demostraciones públicas, Gibson enaltece la suya con una explosión cinematográfica escrita a sangre y fuego. Una película vigorosa, siempre explícita y afirmativa, le pese a quien le pueda pesar -como a mí, por ejemplo-.

Hasta el último hombre

No obstante, si hay algo asombroso en Hasta el último hombre es que el cineasta lo consiga mediante un encargo cuyo primer acto le arrastra de continuo contra las cuerdas. La primera media hora relata un ingenuo y casto romance en un pueblo con praderas verdes y conversaciones en cementerios. El amaneramiento formal parecería inevitable para narrarla. Tanto el chico como la chica son personajes planos e idealizados de fábula. Así que Gibson ingenia un espacio jerarquizado desde el realismo de la casa familiar hasta la sublimación religiosa que representa la colina del pueblo, el lugar más cercano al cielo. En vez de ocultar el artificio estético, asume el riesgo de exaltarlo mediante una fotografía resplandeciente y un uso autoconsciente de los cromas. Por un lado, el croma, como recurso, le sirve para disociar al personaje de su entorno, igual que, en cierto modo, había comentado Hitchcock sobre las transparencias; por el otro, le permite crear unos cielos, desnudos y deslumbrantes, de pureza casi mística, como si Desmond alcanzara en ellos un estado superior y reservado para algunos privilegiados.

En la escena donde nace la vocación médica del protagonista, Gibson encuadra a su héroe contra el cielo y el campanario de la iglesia local. La puesta en escena realiza un contrapicado que opone dialógicamente ambos símbolos contra un plano de una herida de la que mana sangre. Al intentar curar a la víctima, Desmond mancha su camisa blanca de sangre, mancha sus manos limpias de domingo, y queda, de alguna manera, bautizado para ejercer su profesión bajo la aquiescencia divina. El rojo de la hemoglobina y el azul cristalino del cielo o de los ojos de la chica aparecen así anudados sin entrañar oposición. Porque la fe de Desmond solo puede expresarse a través del sacrificio y las pruebas más dolorosas. Solo puede llegar al cielo atravesando, como Ulises, las lagunas del infierno.

La segunda media hora de película está dedicada al entrenamiento militar de Desmond. En este caso, es la sombra de La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987) de Stanley Kubrick la que perturba el desempeño de Gibson y le obliga a jugar en campo contrario. Sus puntos de vista, no obstante, nada tienen en común salvo algunas secuencias paralelas. Mientras Kubrick transmitía la violencia institucional mediante la deformación de los grandes angulares, Hasta el último hombre utiliza un rango mucho más equilibrado que parte siempre de la posición del protagonista. Donde Kubrick narra la destrucción de un hombre a cargo del sistema, Gibson describe la supremacía del otro sobre cualquier circunstancia terrenal. Durante su alegato ante el Tribunal del ejército, Desmond es encuadrado en el centro de la imagen y señalado por un ligero contraluz que recorre su busto como si fuera una aureola, una marca de su naturaleza especial. Los episodios en el campamento ejercitan su resistencia psicológica, que no física, incluyendo un análisis psiquiátrico para buscar un poso de locura en su firme alineamiento. Pero no la hay: Gibson descarta, una vez más, cualquier posible doblez en su personaje, o en su película, o en sí mismo, quizás.

Hasta el último hombre

La primera hora de Hasta el último hombre introduce y contextualiza el infierno desencadenado en la segunda. La batalla de Okinawa había sido narrada por Clint Eastwood en su díptico bélico desde ambas trincheras. Tanto Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers, 2006) como Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006) marcaban un antecedente claro sobre el relato oficial de Okinawa que Gibson, de nuevo, se ha pasado por la piedra. Su historia exige cosificar al enemigo japonés para convertir la batalla en una alegoría del infierno, y a sus soldados, en demonios que surgen del subsuelo, literalmente, envueltos en llamas y destrucción. Más que racista, el film de Gibson se eleva sobre las circunstancias históricas para alcanzar la percepción mística de un sermón religioso. Nadie debería darse por ofendido: siglos llevan los egipcios ahogándose, una y otra vez, en las procelosas aguas del Mar Rojo.

En manos de Gibson, de hecho, la batalla se convierte en una prueba de fe para el ejército estadounidense. El cineasta describe la II Guerra Mundial como si fueran las Cruzadas, convirtiéndola en un moderno episodio del Antiguo Testamento. “A los japoneses no les importa vivir o morir, quieren morir”, comenta un soldado exhausto y desmotivado. Los japoneses no temen a la muerte porque tienen una fe incondicional en su tarea. Y la batalla no se ganará hasta que el ejército de los Estados Unidos, alentados por el esfuerzo de Desmond, salgan convencidos de que pueden vencer al enemigo, de que no están solos en aquella colina. De repente, han descubierto algo más importante que sus vidas. En la mayor hipérbole de Hasta el último hombre, la película anota la victoria total de Okinawa a la inspiración del enfermero sobre sus compañeros. Algo que a Clint Eastwood ni de soslayo se le habría ocurrido pensar.

El dios de Mel Gibson nunca ha sido el que perdona y hace parábolas sobre pescadores e hijos pródigos. El suyo es el dios furioso de las doce plagas, el que inunda ciudades revoltosas y solicita el sacrificio de los primogénitos. Gibson sermonea al público como hacían los sacerdotes medievales, describiendo un infierno de sangre, de barro, de ratas, gritos y laberintos subterráneos. El rasgo más inquietante de Hasta el último hombre es, por supuesto, esta contradicción de prédica entre la prohibición de matar y la sádica complacencia en ello, la innegable fascinación del cineasta por la violencia y la brutalidad humanas.

Aunque invierta sesenta minutos en convencernos -o en convencerse- de la idoneidad del pacifismo, Gibson se desahoga, en cuanto empieza la batalla, con un catálogo formidable de muertes, torturas, amputaciones, llamaradas y otros horrores narrados de forma desgarrada e hiperrealista. Existe siempre algo oscuro y visceral en su cine, sobre todo en sus últimas películas, que, por encima o por debajo de requisitos dramáticos, las hace visualmente contagiosas, penetrantes, turbulentas. Allí donde pierde, con frecuencia, el sentido de la medida suele aparecer el pulso de un gran director para preservar la tensión de la puesta en escena. Y si la película titubea en su primera parte, sin duda que explota y se reencuentra en la oscuridad de la segunda.

Hasta el último hombre

Resulta evidente que Gibson se maneja con mayor habilidad en el clima del infierno que en el del cielo. Sabe más de aquello que pretende rehuir que de aquello que, en teoría, apologiza su discurso. Si los caminos del Señor son misteriosos, los del dios de Mel Gibson son un sudoku, pues consiguen -porque al final lo consiguen- expresar esa fe a través de sus mayores perversiones. En la última analogía del film, ni siquiera la colina queda al margen de la alegoría. Al igual que Desmond ascendía al promontorio de su pueblo para acercarse más al cielo, debe ser en el vértigo elevado de Hacksaw Ridge donde escuche la llamada de su dios, pues las alturas, según parece, facilitan la comunicación espiritual.

Hasta el último hombre, en definitiva, no es una buena película «a pesar de» su mensaje religioso y extremista. Disociar la forma y el fondo de una obra siempre resulta un error, pero mucho más en este caso tan representativo. Se trata de una película cuyas imágenes aparecen dotadas de un sentido pleno, reacias a la duda, no solo renuentes a la indagación sino, más bien, creadas para ilustrar el descubrimiento. Puede que su absolutismo crispe los nervios de un gran sector del público, pero mientras lo exprese con la fuerza con que su cine lleva al límite cada encuadre y cada escena, esperemos que no deje de hacerlo nunca. Entre la versión presuntuosa y kitsch de la Fuerza galáctica y la fe ostentosa y visceral de Gibson, yo no dudaría si tuviera que elegir religión. Quien no comparta el cristianismo del actor australiano, al menos que comparta su fe en la capacidad de las imágenes para representarlo.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Muy buen aporte 😉
    Mel Gibson me encantó con la dirección de «Braveheart», pero sus siguientes proyectos no me gustaron mucho, a pesar de ser muy buenas producciones como «Apocalypto» y «La pasión de Cristo». Per nuevamente ha vuelto a sorprenderme con la dirección de «Hasta el último hombre», que me parece una extraordinaria película.
    La crueldad y la dureza con que nos muestra la realidad la guerra, la gran dirección a cargo de Gibson, una soberbia interpretación por parte de Andrew Garfield, junto con un gran argumento inspirado en la fe, esperanza y el esfuerzo; forman una amalgama idonea para esta grandísima película.

    Un saludo a tod@s

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