Hasta mañana, si Dios quiere
Inauguración Por Manu Argüelles
En Hasta mañana, si Dios quiere, la película de inauguración de la XII Edición del Festival de Punto de Vista y dirigida por Ainara Vera, hay un momento, en el tramo final del documental, en el que dos de las integrantes de la congregación de monjas franciscanas que son objeto del largometraje comentan unas fotos esparcidas en una mesa. A ellas no las vemos, sus voces se mantienen en off buena parte de la secuencia mientras hablan y comentan sobre esa diversidad de rostros y siluetas que aparecen en las imágenes. Estas ocupan todo el plano, tomadas desde un picado para que esas instantáneas formen un mosaico visual que inunde la vista del espectador. De esta manera, nos encontramos ante una secuencia que se erige en definitoria de la propia no ficción, cuando una de las hermanas las va seleccionando para tratar de identificar a aquellas que forman parte de ese mural improvisado de figuras femeninas que se van amontonando en nuestra mirada. Hasta que, de forma sorpresiva, la mujer que va tomando control de esa montaña de fotografías -antiguas compañeras de su pasado en una miríada de flashes atrapados en el tiempo-, decide romperlas. “Nos rompas más”- le contesta su compañera. “Ya están rotas en la memoria” – le replica la propietaria de ese álbum desplegado. De esta manera, la secuencia que parece relevarse como símbolo del propio documental acaba encontrando en su desenlace narrativo una violencia, la implacable devoradora del paso del tiempo, que no solo contrasta fuertemente con la tonalidad agradable y cálida del filme sino que acaba nombrando aquello contra lo que Hasta mañana, si Dios quiere quiere instituirse, al acercarnos a un universo femenino, próximo a su desaparición. Es así como Ainara Vera enuncia la finalidad de su propia película, a partir de la posibilidad innata del cine de registrar y grabar de forma perecedera una captura, un instante congelado de una cotidianeidad «oculta», que permanecerá inmaculado y vivo, que combatirá la erosión del tiempo, la profanación del recuerdo, la imagen rota.
La propia directora explica la génesis del documental ante el hallazgo de una multitud de fotografías cerca de un contenedor y que habían pertenecido a una religiosa. Esta experiencia de la artífice como punto de partida conceptual es la que dará forma al retrato coral y enclava crucialmente la secuencia antes comentada de Hasta mañana, si Dios quiere, diecisiete hermanas terciarias capuchinas de la Sagrada Familia que se preparan para celebrar el aniversario de una de ellas, la que cumplirá 100 años. Por eso, el inicio y el final se articula de la misma manera, como si esas estampas, ahora animadas, cobrasen vida antes nuestros ojos. La ventaja del cine: aquello que forma parte de la imagen en movimiento, no se momifica, no se apila en un cajón como indicios deshilachados, tiene su entidad propia, al margen de las evocaciones o de las capacidades memorísticas. Por tanto, en el arranque y cierre del filme la cámara en plano fijo, situada en el interior de una de las habitaciones, es testigo del desfile de las diversas compañeras que van pasando y saludando a una de las hermanas, presumiblemente en su cama. Se simula la impresión conforme ellas mismas parece que rompen la cuarta pared – sensación de cercanía de un entorno ajeno, privado y cerrado-, que nos saludan a nosotros, los espectadores. Ese espíritu acogedor es el que nutre al documental, recuperando esa esencia cordial y afectuosa de la que el cine popular tradicionalmente se ha servido para dar comparecencia a la mujer dedicada a la religión católica como personaje de ficción: desde Sor Citroën (Pedro Lazaga, 1967) en el terreno patrio hasta Sister Act (Emile Ardolino, 1992).
Hasta mañana, si Dios quiere, que antes de aterrizar en Pamplona se pudo ver en el IDFA Festival Internacional de documentales de Amsterdam y en el FICCI Festival Internacional de cine de Cartagena de Indias, se puebla de pasillos y lugares comunes porque el tránsito es la acción que mejor transmite esa lucha contra la ausencia, finalmente explícita en su desenlace narrativo. Ese pasaje recurrente que comunica todas las dependencias y del que la directora se sirve para evidenciar su querencia por el encuadre, por la expresividad poética desde el enaltecimiento de lo estético a partir de lo ordinario, como esos detalles del vidrio mojado por la lluvia como hábil metáfora de la oclusión del lugar, nos recuerda al uso narrativo del pasillo en la bellisíma La familia (La famiglia, Ettore Scola, 1987), aunque en el documental que nos ocupa se utilice con un uso distinto. Si en el filme de Scola cada paseo realizado en el lugar vacío por la cámara evocaba el transcurrir del tiempo, ya que se utilizaba como indicador y signo separador de las distintas fases por las que atravesaba la familia, Ainara Vera ya no necesita de esos indicadores semánticos porque el devenir ya está implícito, por lo que la dialéctica no será la del crepúsculo sino la de la coexistencia, la contigüidad de espacios que son a su vez el pasado y el futuro, el propio pasillo pisado por las hermanas o la unión en un mismo plano de un patio de un colegio vecino al convento mientras los niños vuelven a clase, filmado desde la perspectiva de las hermanas que miran desde lo alto a los niños. Por consiguiente, no hablamos de fantasmas, ni de láminas en las que no existe nada delante ni detrás de ellas, si bien los niños y las ancianas son los dos extremos de la trayectoria vital; tampoco estamos en un emplazamiento de transición entre la presencia y la ausencia, como si fuese el purgatorio. Hasta mañana, si Dios quiere es ese aliento vital, esa bocanada de aire cálido, con alegría y humor, con positividad antes de entonar el adiós. Puro oxígeno y vida, al fin y al cabo.