Heart of a Dog

Poesía de la ausencia Por Manu Argüelles

No siempre un festival es el mejor lugar para ver una película. La experiencia ya te guía y muchas veces presientes que necesitarás darle una nueva oportunidad a determinados largometrajes que han acabado siendo víctimas del vendaval masivo y de la digestión copiosa. De la misma manera, a su finalización, con el reposo, algunas películas se te acaban imponiendo por encima de las otras. Algunas de forma automática, otras van perdiendo su sello en la memoria, va cambiando la perspectiva. Y sin embargo, las mejores son las que te gobiernan aunque tú ni te propongas recordarlas, simplemente te vienen. Aquellas que pasados los días te siguen reverberando de forma incesante, las que acaban formando parte de ti. Es el caso de Heart of a Dog.

Bajo el formato del documental biográfico, Laurie Anderson nos plantea la película como un peculiar tributo a su perra fallecida, Lolabelle. Pero bajo ese cariz casi curioso y liviano, y eso no es óbice para que tenga un profundo respeto a la capacidad emotiva que podemos desarrollar ante los animales domésticos que nos hacen compañía, la artista polifacética creo que por encima de todo está negociando con la muerte, con el duelo. ¿Cuántas de sus serenas y embargadoras reflexiones aluden directamente a Lou Reed, cuántas bellísimas imágenes que forman parte del documental están evocándole? Pensé en ello automáticamente porque, aunque el film está dedicado a él, Laurie no lo menciona nunca. Es más, su aparición en una imagen furtiva en la que está filmando Lolabelle en la playa, acaba adquiriendo una fuerza expresiva poderosa. Porque no siempre nos resulta fácil hablar de lo que más nos duele. Para mitigarlo una buena estrategia psicológica es abordarlo con un circunloquio en torno a eso que se nos bloquea en la garganta y que por más que queramos no puede salir. Acabo sintiendo Heart of a Dog como esa esfera en torno a la persona amada que ya no está. Y su delicado lirismo, su fantástico patchwork de recuerdos y sus imágenes siempre perfectamente sincronizadas, no tanto como ilustraciones visuales de las palabras sino como amplificadoras emocionales, acaban sobrecogiéndome.

Heart of a Dog acaba resultando un tratado sobre las distintas formas posibles para afrontar la ausencia. Pero lejos de convertirse en un libro de autoayuda, la película deviene en una lúcida reflexión sobre la existencia. Prescindiendo de todo sentimentalismo, su narración en primera persona nos facilita un diálogo íntimo en el que se mira de frente el dolor, una experiencia de vida que deviene en una serena melodía de diferentes tonalidades de imágenes, sonidos y palabras para, tal como más o menos dice Laurie, vivir la tristeza sin sentirnos triste.

Heart of a Dog

Un mundo interior en el que no falta nuestra condición de seres políticos, con alusiones a la vigilancia indiscriminada en Norteamérica tras el caso Snowden, como también lo integra Counting (Jem Cohen, 2015) en su poliédrica sinfonía urbana, y donde siempre hay espacio para la fantasía y el humor. En ese sentido, la identidad narrativa rompe la preceptiva objetividad del formato documental para articular un carácter performativo que deja patente su destreza previa en el trabajo de las imágenes desde el cariz de la vanguardia, pero que se instrumentalizan para construir una identidad. La cercanía que nos permite su voz en off armoniosa nos hace sentirnos partícipes en esta desacralización del duelo, en esta forma de aproximarnos a uno de nuestros miedos más esenciales, sino el que más. Desde su propia instancia personal, en la ruptura de lo privado y lo público, Laurie Anderson esquiva los excesos del egotrip -Lolabelle como recurso funciona como perfecto salvavidas-, porque sabe acercanos con maestría a una visión particular y transferible, en la que también nos propone un descentramiento de nuestra cultura occidental para explorar la muerte desde la religión budista. Y sin embargo, en este placentero autoanálisis que ella ejecuta siempre hay espacio para preservar su interioridad (la no presencia explícita de Lou Reed es el claro síntoma de ello), porque seducidos ante su enunciación resulta muy fácil que acabemos pensando en nosotros mismos, que nos quedemos suspendidos ante hermosas ideas como aquella en la que explica que para los budistas está prohibido llorar a los difuntos porque los confunde, ya que les pedimos volver y no pueden hacerlo, o esa afirmación de cómo acabamos construyéndonos bajo la ficción porque cuando más te aferras a una historia y más la cuentas, antes la olvidas.

Es así Heart of a Dog un ejercicio de memoria poético en el que Laurie Anderson acaba resultando la más bella de las Caronte posibles en esta danza de espectros, de imágenes que nos expanden emocionalmente y de palabras que nos entran hondas. La muerte reclama su lugar en la representación fílmica, sin solemnidad y sin dramatismo. No se trata tanto de un exorcismo o de una resurección sino de cómo encontrar una manera para cohabitar con nuestras pérdidas, como reconocimiento de nuestra propia vida, como matriz de sensaciones donde el tiempo interno, el del recuerdo, se configura de forma orgánica y libre.

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