Hendiduras del relato cinematográfico
Por Aarón Rodríguez
Si bien es cierto que algunos tipos de relato, culturalmente muy elaborados, se caracterizan por engañar con el final (conclusiones «suspendidas» o evasivas, construcciones «en abismo» donde el final del acontecimiento narrado explicita y establece las condiciones de aparición de la instancia narradora, desenlaces en forma de espiral sin fin, etc.), se trata únicamente de elaboraciones secundarias que enriquecen el relato sin destruirlo, y que ni pueden ni quieren sustraerlo a su fundamental exigencia de clausura
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Probablemente sea una buena idea desconfiar de aquellas películas que clausuran pertinentemente todos los significantes. Esta primera frase es, en esencia, un poco resbaladiza porque con poco que uno se moleste en practicar el análisis fílmico, lo primero que se aprende siempre es que no se pueden agotar todos los significados. Dicho en otras palabras: que siempre hay elementos concretos que no pueden ser explicados, extrañas contradicciones internas, casualidades, personajes que no podían pasar por allí, puertas que se abren sin motivo aparente, lluvia, trenes, aeropuertos, palabras. El cine cuando es grande, casi por definición, se rebela contra su propia ilusión de realidad. Las imágenes quieren convencernos de su verdad. Los relatos, al contrario, siempre devienen confesiones o ejercicios ficcionales.
Y por eso es fácil enamorarse de una determinada película, y por eso quizá el cine es inseparable del amor: porque siempre es contradictorio, oculta sus cartas, lleva los dedos manchados de nicotina, borra sus huellas y nos pone en la posición del espía. Llevamos décadas haciendo la teoría del “espectador” de cine, pero quizá sería buena idea darle la vuelta como un guante y proponer que en el fondo somos, siempre e irremediablemente, el Jeffrey Beaumont (Kyle MacLachlan) de Terciopelo azul (Blue Velvet, David Lynch, 1986).
Me perdonarán si sintetizo demasiado, pero hay una idea que Deleuze le robó al primer Lacan y que me viene de perlas para llegar al corazón del asunto: en cada cadena significante, quizá en el centro de cadena significante, hay un agujero de sentido. Hay algo que no puede ser llenado, que se convierte en falta, que subraya la imposibilidad de la lectura de la película. Por mucho que sus huellas formales no tengan nada que ver, muchos de los grandes cineastas –Orson Welles, Asgar Farhadi, Yasujiro Ozu, John Carpenter, Ingmar Bergman, Howard Hawks- elaboran sus películas alrededor de esa idea, sistemáticamente, intentando recorrer una y otra vez en qué consiste esa ausencia.
En las malas películas, casi siempre, uno sale de la sala con la tranquilidad de que lo ha entendido todo. Y así puede continuar su vida, sin grandes aspavientos y sin grandes preocupaciones. No me negarán que uno siempre sale reconfortado de la sala cuando intuye que es más inteligente que la cinta que acaba de ver. Ahora bien, las experiencias cinematográficas más interesantes son aquellas en las que, por así decirlo, la falla se expresa de manera manifiesta a lo largo de la proyección. Allí donde el sentido parece desvanecerse y se imponen otras cosas –la experiencia de la forma, principalmente-, como si asistiéramos a una especie de código intraducible. Cuando la película se ha resistido abiertamente al proceso de significación –sea o no mediante una estructura de vanguardia- es precisamente cuando se infiltra –cuando contamina- el mundo del espectador. De alguna manera, nuestros tiempos muertos –el primer café de la mañana, el viaje en el transporte público- comienzan a deslizarse contra la película, siguiendo ese movimiento significante en el que la presencia del vacío se hace intolerable.
Y no crean que me refiero a esos enigmas, por lo demás absolutamente intrascendentes, que suelen llenar los foros de internet. No se trata de saber, pongamos por caso, qué significan la peonza de Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010) o los últimos minutos de Hold the dark (Jeremy Saulnier, 2018). Se trata de saber cómo significan, esto es, qué relación mantienen con el resto de significantes pero, ante todo, con ese tremendo agujero central sobre el que se edifica toda la cadena. Ahí es donde el final abierto nos resulta apasionante: en la manera en la que promete un cierto todavía-no. Todavía puede ocurrir algo. Todavía puede haber una cierta imagen que –fantasía imposible- clausure el universo. Todavía puede surgir, aunque sea entre los créditos, un cierto chispazo que ilumine todo lo demás. Pero, repitámoslo de nuevo, ninguna buena película puede ser absolutamente iluminada.
Merece la pena, llegados a este punto, introducir una cierta matización. El agujero significante no es una cuestión propia de la vanguardia. Muy al contrario: está en el corazón del clasicismo. Es la relación sexual de Casablanca (Michael Curtiz, 1941), son los últimos planos de Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946), es la presencia absoluta de la muerte en cada línea de diálogo de Dejad paso al mañana (Make way for tomorrow, Leo McCarey, 1937). Nada más ingenuo que pensar que las películas clásicas tienen algo así como una “clausura” o un “cierre del relato”. Todo lo contrario. De ahí, precisamente, que estemos obligados a volver sobre ellas una y otra vez para saborear desde nuevas perspectivas –los nuevos saberes de nuestro cuerpo, nuestras nuevas máscaras- las costuras de su aparente cierre. De ahí, además, que muchas de ellas sean obras maestras incontestables.
Con lo que –volviendo a la cita de Metz con la que abría el texto-, el hecho de que un cierto postclascisimo haya fagocitado la fantasía moderna de “romper la transparencia” o de “distanciar brechtianamente al espectador” no debería molestarnos demasiado. Al menos, claro está, que sigamos rezando a los dioses del cine con el catecismo ideológico de los setenta. Pero una vez superada esa suerte de creencia ingenua en las escrituras revolucionarias –algunos textos de Rancière ayudan mucho-, lo que queda de nuevo es la potencia misma del relato a partir de sus fisuras. Y desde ahí se piensa con mayor comodidad esa suerte de indefinición que, en mayor o menor medida, nos configura como espectadores contemporáneos. Huelga decirlo: nunca entramos a la sala sino a reencontrar nuestra propia falla significante como sujetos. Con un poco de suerte, el punto de fuga de nuestro propio relato coincidirá con el de la película y tendremos, en fin, un pequeño refugio construido de celuloide y angustia. No es poca cosa. De hecho –y si han llegado a leer hasta aquí, probablemente sepan a lo que me refiero-, sea más que suficiente.
Por otra parte, el análisis fílmico como el intento de poner en palabras dicha falta. Noble pero imposible propósito. Y de ahí, resulta inevitable, su necesario fracaso.