Heridas abiertas
Mujeres heridas Por Víctor de la Torre
El desembarco de Jean-Marc Vallée en HBO nos está mostrando la cara más amable de la temible asimilación cultural, que no presagiaba precisamente su temprano desembarco en Hollywood: tras presentar credenciales con C.R.A.Z.Y. (2005) y situarse en las coordenadas de la industria con La reina Victoria (The Young Victoria, 2009) —bajo pabellón británico, cierto, pero no por ello renunciando a cubrirse con los opulentos ropajes del cine histórico— el reconocimiento masivo llega, galardones mediante, con Dallas Buyers Club (Dallas Buyers Club, 2013). De este oscarizado docudrama pueden decirse cosas mejores y peores, pero resulta evidente que sus postulados más replicables tendrán continuidad en los títulos que le sucederán; esto es, historias de personajes bigger than life confeccionados a la medida de las estrellas que los encarnan. Con cada nueva entrega del manual de superación personal de la Academia se hace más lejano el recuerdo de Café de Flore (2011) y conviene recordarla: el germen de Heridas abiertas (Sharp Objects, Marti Noxon, 2018) se encuentra ya presente en esta pieza de celuloide evanescente, irregular por quebrada. Profundamente cautivadora.
No vamos a descubrir a estas alturas el interés mostrado por Vallée hacia el poso dejado por la familia, y sus diversos gradientes de disfuncionalidad, en nuestra identidad personal, y derivado de ello la manera, cuando menos problemática, de relacionamos con los demás. Abordar este conflicto frontalmente, apelando al riguroso primer plano, abre la veda a aproximaciones gratuitas al dolor ajeno, pero si algo ha demostrado el cineasta de Montreal ya desde sus primeros trabajos es su pericia a la hora de insertar a sus criaturas en ecosistemas sociales modélicamente desarrollados, de los que se deriva de manera natural, nunca impostada, el dramatismo de vivir: los denodados esfuerzos de Zach (Marc-André Grondin) por encajar en un entorno familiar que acentúa su condición de verso suelto resultan tragicómicos, pero no podemos sino empatizar con su decidida voluntad de preservar el vínculo paterno, pues este ha sido meticulosamente recreado, fotograma a fotograma. Café de Flore 1, a su vez, vendría a sublimar el sentimiento amoroso difuminando los contornos temporales de una narración que es, en sí misma, un hipnótico agregado de pasiones exacerbadas.
Big Little Lies
La preeminencia del vínculo materno-filial se traslada, saltando a nuestra contemporaneidad, desde los lúgubres interiores parisinos a las luminosas villas de Monterey en su primer trabajo para HBO, pero pese al influjo del flow californiano el conflicto no solo no desaparece, sino que se expande, vigoroso, a toda una comunidad: en Big Little Lies (David E. Kelley, 2017-) el exuberante microcosmos femenino retratado dedica considerables esfuerzos a ser competentes profesionales y amantes esposas, pero estas mujeres de rompe y rasga no pueden evitar sucumbir al atávico impulso de protección cuando su prole se vea amenazada, siquiera por una pelea de colegio. Resulta digno de elogio el modo en que sus creadores se valen de un suceso en apariencia intrascendente —de cuyas consecuencias opinan, articulando una polifonía de puntos de vista, el remedo de coro griego que constituyen las prejuiciosas fuerzas vivas de la localidad— para encender la mecha de una tragedia que nos es sugerida ya desde los primeros compases. Si bien el foco de la narración lo ostentan las tragicómicas peripecias de las cinco protagonistas principales a las que, capítulo tras capítulo, aprenderemos a apreciar, comprender y respetar en toda su diversidad, el estimulante fresco psico-social erigido no sería posible sin la caleidoscópica estructura que lo sustenta.
Un armazón narrativo que, de manera aún más preeminente, aporta el suelo firme para la sugestiva indagación audiovisual que caracteriza a Heridas abiertas, cuyo fluir quebrado, solipsista, le otorga una acusada personalidad propia. El punto de vista vuelve a ser el de una mujer afectada por un malestar profundo, inconfesable, que al contrario que el grueso de sus paisanas californianas ha instalado su vida en la disfuncionalidad. El peso del pasado se tornará en dolorosamente presente cuando, a regañadientes, se vea obligada a un regreso —que es, ante todo, mental— a la localidad sureña en la que vivió su infancia y adolescencia: Wind Gap. Llegados a este punto se diría que, al igual que su foráneo director, nos adentramos en terreno conocido —pese a no haber pisado nunca suelo yankee— pues las postales que se suceden ante nuestros ojos remiten a uno de los imaginarios más fecundos que ha alumbrado el cine USA, del que el villorio de Missouri deviene, ya desde los primeros pasajes, en sinécdoque recapituladora. Algo late en esas calles vacías y sucios establos, en la atmósfera somnolienta, pegajosa, macerada bajo un sol ardiente que invita a salir huyendo… pese a la aparente, tan sólo aparente, normalidad. Aún no sabemos nada del drama personal de Camille (Amy Adams), pero la exquisita sutileza con que se nos ha presentado el territorio ficcional, superpuesta a los apriorismos que manejamos, conduce a pensar que algo terrible, malsano, pervive en el lugar.
Objetos punzantes
Ni rastro de las dulces magdalenas ni del esplendor en la hierba ¿Acaso pueden tener cabida cuando las huellas del dolor, perennes, se muestran a flor de piel? Pese a las semejanzas con su precedente televisivo, la serie creada por Marti Noxon marca distancias al adaptar, suponemos que fielmente, la novela homónima de Gilliam Flynn —a la sazón productora ejecutiva—, especialmente dotada para alumbrar retratos femeninos no precisamente acomodaticios 2. De hecho, pese a que la crónica periodística de los espeluznantes asesinatos de adolescentes acaecidos aporta un funcional hilo narrativo, esta se mantiene en segundo plano, posibilitando la indagación reposada en la particular comunidad que conforma Wind Gap; su ideosincrático paisanaje humano. Y la vida sigue, con parsimonia sureña, en las barberías y los salones, apenas violentada por las pesquisas de Camille, como si del terror que ha devorado a unas pobres niñas nadie quisiera hacerse realmente cargo, pese a materializarse, en ocasiones puntuales, en el vacío que han dejado tras de sí. En un momento en que la necesaria reflexión acerca de la aportación de los diversos formatos capitaliza el debate en el seno del audiovisual, esta obra aporta una evidencia incontestable a favor de las enormes posibilidades del serial en la configuración de universos ficcionales puntillosamente recreados, máxime cuando no están reñidos, como es el caso, con la experimentación.
A este respecto, era de esperar la controversia suscitada en torno al muy particular empleo del montaje, del que se ha afeado su renuncia a articular una lógica temporal canónica, cuando es precisamente este recurso el que contribuye a dotar a Heridas Abiertas de su poderosa atmósfera solipsista. En el fondo, lo que subyace a esta polémica es nuestra incapacidad para valorar las imágenes por sí mismas, permitiendo que estas muestren su significado último una vez desprovistas de los corsés narrativos de rigor. Y es que, lejos de facturar un thriller al uso, la pretensión de Vallée y su equipo de colaboradores es ubicar a su desdichada protagonista —y con ella, al espectador— en un perturbador limbo perceptivo, de contornos progresivamente más imprecisos conforme sus pesquisas le lleven a abismarse, de modo inexorable, en su traumático pasado. El caudal de recuerdos intrusivos, devenido en collage estimular, no escatima en truculencia, pero su impronta caleidoscópica alterna los fogonazos sanguinolentos de algunos pasajes con la belleza elegiaca de otros, fusionando ambos niveles en una suerte de realidad escindida, de enorme poder evocador. Sin duda el ejemplo más definitorio de este meritorio empeño lo constituye la propia representación visual de la mansión de los Crellin: ese caserón neogótico, de majestuosa presencia, que en sí mismo constituye un anacronismo; un recordatorio perenne que emponzoña el presente.
Heridas abiertas
En su interior el tiempo parece haberse detenido, y pese a la mezcla de desdén y resentimiento con que encara su estancia, los denodados esfuerzos de Camille por escapar a su poderosa atracción —a lo largo de los ocho capítulos que componen la serie sus intentos de huir se convertirán en una constante… para terminar regresando una y otra vez— sucumbirán al empuje del anhelo de afecto, de recuperar ese espacio junto a Adora (Virginia Clarkson) que ahora ocupa su hermanastra Amma (Eliza Scanlen), cincelada a la medida de las filias maternas. Pero desgraciadamente nada hiere más que las palabras, que no solo no se han dulcificado sino que se han tornado más crueles, y retorcidas; revestidas del poder de reabrir viejas heridas, que por más que se cubran de ropajes oscuros y distanciamiento emocional, siguen estando ahí, a flor de piel. La espléndida caracterización de Amy Adams —en consonancia con la del resto del elenco interpretativo— confiere una variada gama de matices a la hosquedad de la superviviente que no puede evitar mudar su rostro, trasmutada en niña implorante, cuando llevada por el deseo se vea en la tesitura de exponer su cuerpo, surcado de cicatrices, a la mirada lúbrica del amado. Al igual que el anhelo de completarse le impele, poniendo en peligro su vida, a regresar al hogar familiar para terminar, de una vez por todas, con la maldición que se abate sobre Wind Gap: en Leche (Milk, 2018), episodio final, el delirio febril se traslada con maestría a la puesta en escena, extrañando la atmósfera hasta elicitar, de manera irreversible, la liberadora catarsis.
Como no podía de ser de otro modo, la resolución de la trama tendrá lugar de puertas para adentro; el psicodrama familiar cocinado a fuego lento aúna dolor físico y psicopatología estructural, por más que los ecos de la tragedia reverberen por riachuelos y callejones. Llegados a este punto, hubiera sido deseable dejar a la imaginación del espectador lo que resulta ya más que evidente, pero en un epílogo que tiene mucho de concesión a la literalidad se nos mostrará cómo, pese a los esfuerzos de Camille, el legado de Adora pervive, insidioso… <<No se lo digas a mamá>>. Precisamente esta postrera ruptura con la unidad de estilo lograda por Jean-Marc Vallée no hace sino ponderar el deslumbrante logro estético alcanzado, que resulta más meritorio si cabe atendiendo a la nutrida nómina de productores ejecutivos que figuran en sus créditos, cuya contribución no ha impedido que el producto resultante responda plenamente a la impronta de su director, que ha contado con el grueso de su equipo habitual para dirigir la totalidad de los capítulos. En un momento en que, como comentábamos previamente, se polemiza acerca de la difícil convivencia de los distintos formatos del audiovisual, el magisterio ejercido por Heridas Abiertas señala, en mi opinión, el camino a seguir: confiar en cineastas con una mirada propia para alumbrar ficciones libres, revulsivas, valiéndose para ello de las enormes posibilidades fabuladoras de la estructura serial. El feliz resultado constituye uno de los grandes hitos del 2018.
- COSTA, Jordi (2012): “El amor es una remezcla” en El País, agosto del 2012. (Consulta: enero 2019): https://elpais.com/cultura/2012/08/09/actualidad/1344531279_494108.html ↩
- RICO, Ignacio Pablo (2014): “Perdida: palabras textuales” en Miradas de Cine, octubre del 2014. Consulta: enero 2019): http://archivo.miradasdecine.es/criticas/2014/10/perdida.html ↩