High-Rise, de Ben Wheatley
El rascacielos de J.G. Ballard se derrumba Por Enrique Campos
J. G. Ballard se resiste a la ola perfecta. Todo un señor Spielberg se pegó un señor batacazo adaptando El imperio del sol (Empire of the Sun; Steven Spielberg, 1987); quiso despachar una de sus películas serias sin pararse a pensar en que el ala conservadora del palacio del Rey Midas de Hollywood y la imaginería ballardiana eran como el agua y el aceite. Sólo uno prevalece. Spielberg llevó a Ballard a terreno neutral y perdió. Perdió pasta, sobre todo; el touch lo conservó. A David Cronenberg le sucedió lo contrario, aunque también fue víctima de su propia idiosincrasia. En Crash (íd.; David Cronenberg, 1996) se pasó de frenada –nunca mejor dicho-, intentó ir más allá que el propio Ballard y a pesar de que logró salir indemne con una adaptación muy agradecida para estómagos fuertes, lo grotesco se impuso a las fantasías parafílicas del autor inglés. Cronenberg utilizó a Ballard para ser aún más Cronenberg. Y no hay olas perfectas para el director iconoclasta por antonomasia.
Ahora llega Ben Wheatley, un perfil equidistante de Spielberg y Cronenberg, amante del humor negro y la disfunción, que disfrutó dándonos un estupendo gato por liebre en la psicopática Turistas (Sightseers; Ben Wheatley, 2012), y pide la vez para entrarle a High-Rise, distopía moderna de hace 40 años. Ecos de El tiempo del lobo (Le temps du loup; Michael Haneke, 2003), post-apocalipsis sin apocalipsis aparente, del Gran Hermano, del retrofuturismo de La naranja mecánica (A Clockwork Orange; Stanley Kubrick, 1971). Una aventura tentadora, pero quizá en Billericay, pueblo natal de Wheatley, no conozcan el refrán, “Quien mucho abarca poco aprieta”. Especialmente en el cine. Especialmente con dos horas y no doscientas páginas para desarrollar todo un microuniverso, con sus microtramas, sus microdramas, sus microparábolas.
Wheatley acierta de pleno con una decisión capital: ¿Esta realidad paralela se ambientará en 1975 o habrá que traerla a 2015? Elige la Ingalterra de mediados de los 70, del desarrollismo; elige no reinterpretar a Ballard, al menos en lo tocante al espacio/tiempo. Un trabajo colosal de dirección de arte y la renuncia a los shortcuts que las nuevas tecnologías podrían haber introducido en la historia. Nada de eso. Monstruos de cemento que empiezan a levantarse sobre el horizonte y las consecuencias que, según Ballard, tendrían para los de arriba y los de abajo la convivencia en la ciudad interior del rascacielos. Señales de un futuro pasado, Un mundo feliz casi nuevo dentro un mundo casi viejo.
El arranque de High-Rise es una promesa que no se va a cumplir. Pero la promesa es atractiva, es desconcertante. Mordemos el anzuelo con gusto, no querríamos soltarlo. Es Ben Wheatley quien nos deja ir.Igual que ese edificio que intenta alzarse y tocar los dedos de Dios no puede mantenerse en pie sin raíces de cemento, High-Rise se desmorona ante lo fallido de un guion que fracasa en su concepción del ritmo, que avanza a base de interludios de gran plasticidad pero escaso poder narrativo, que sepulta a los personajes en favor del conjunto y llega a los diferentes clímax del relato sin ofrecer unos porqués convincentes. Uno tiene la sensación de que falta algo, que hay media película perdida por ahí, en algún lugar, que completaría el jeroglífico en el que Wheatley se mete hasta la cintura. Ni las claves suficientes ni la suficiente cercanía con los moradores de este Babel pre-Thatcher, ni sus verdaderas motivaciones. De nada sirve tanto trabajo de atrezzo y localización, tanto Ford y tanto mobiliario vintage si acabamos perdidos en (aparentemente) incompresibles –o muy mal contadas- explosiones de violencia, si la revolución a la francesa que estalla ante nuestras narices se adivina desproporcionada. De nada sirve el elenco perfecto, y este lo es, si no cabalgan la ola perfecta.
Sí, Tom Hiddleston es el mejor Laing posible, el burgués con conciencia, ambiguo, el que probablemente desprecie por igual a los de arriba y a los de abajo. Luke Evans tiene todo el pelo en el pecho que hace falta para encarnar al visceral Wilder, violento, salvaje en su idealismo. Y desde ya mismo Royal, la figura omnisciente, el creador al que se le va de las manos su propio paraíso de diseño, tiene la estampa de Jeremy Irons. Un escuadrón de actores perfectamente equipados para la batalla que cae por el sumidero de la precipitación, víctimas de un director que no ha sabido quitar la paja suficiente para dejar al descubierto todo el trigo.
Quizá la primera impresión sea la correcta, quizá haya por ahí un director’s cut esperando el momento adecuado para redimir High-Rise. Con lo visto hasta ahora, sólo se puede intuir que Wheatley va para maestro de la imperfección, un discípulo aventajado de Terry Gilliam al que le falta un hervor… o un buen montador. En manos de Gilliam esto habría sido otro de sus gloriosos fiascos, puede que uno de esos que no llegan a ver la penumbra de una sala de cine. A Wheatley démosle el beneficio de la duda a Wheatley. No todos son Peter Jackson, no todos pueden dar el salto de Sundance a la historia más grande jamás contada y salir airosos. O concluyamos que Ballard es inadaptable, que sólo podemos encontrarnos con él entre las páginas de un libro. ¡A leer, señores!