High-Rise

El declive del sistema Por Manu Argüelles

High-Rise en la Sección Oficial se convirtió en una de las películas que más expectación previa había generado antes de su proyección en el Festival de San Sebastián. La adaptación de la novela de J.G. Ballard nos propone un retorno a los años setenta, a la violencia post-revolucionaria y a la lucha de clases en clave distópica, utilizando un edificio como un entorno físico acotado en el que verter la parábola social. Es decir, la violencia (en apariencia) recupera su componente ideológico, superado el desierto postmodernista que la relativizó y la convirtió en carne de desmitificación paródica. Es un ejercicio auténticamente visceral que se recrea con delectación en la estética de la desintegración. Y viniendo de parte de Ben Wheatley, el director de Turistas (Sightseers, 2012), en su tratamiento no puede faltar el mordaz y corrosivo humor negro. Porque como diría Fedric Jameson 1:

Es la vieja paradoja de la sátira: si todo el mundo está podrido, ¿quién queda para contarlo sino el misántropo?

Y ese no será otro que nuestro protagonista, el doctor Robert Laing (Tom Hiddleston), principal acicate de la destrucción del orden. La presentación del personaje en el film ya es suficientemente clarificadora: le vemos trepanando un cerebro con virulencia. Weathley no se anda con sutilezas. Sus motivaciones se muestran difusas, agazapadas en un hieratismo distante, por lo que casi se puede inferir que obra por despecho ante la displicencia de la población acomodada que habita en los pisos superiores del edificio. Ya que, «la clase media es un lujo que el capitalismo no puede seguir permitiéndose» 2, al fin y a cabo es el animal que lo devora. Pero el film no se anda con demasiadas paráfrasis, aunque tampoco se puede negar que su esquematismo para vehicular el contenido político le acaba haciendo un flaco favor, porque quizás en este dibujo sobre la desintegración, cuando el film se arroja con total desproporción en los cauces del exceso acaba perdiendo densidad para que acabe ganando a su favor la explotación de la desmesura, la fiesta de la demolición, volviendo a su manera a aquel placer del imaginario del desastre que comentaba Susan Sontag para las películas de sci-fi de los años cincuenta.

High-Rise 2015

La Torre Elysium forma parte de un proyecto urbanístico ideado por Anthony Royal (Jeremy Irons), en el que dicho rascacielos es el primero de cinco organizados en un terreno urbano y autosuficiente que acabará teniendo la forma de una mano (la técnica según Metropolis de Fritz Lang, 1927). Muy a la manera de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), el megalómano arquitecto vivirá en las alturas como el creador de replicantes, en un trasunto de dios del Olimpo. Dichos edificios están pensados con el funcionamiento de un resort turístico, la estructura de viviendas dispondrá de todos los servicios para que sus habitantes puedan abastecerse y no tengan necesidad de salir más que para lo estrictamente necesario. Por supuesto, la organización está estructurada jerárquicamente según clase social donde las familias de extracción humilde viven en la oscuridad. En esa coyuntura, el rebelde, el personaje que rompe y encabeza la ruptura del status quo acaba resultando una simple marioneta al servicio del doctor Robert Laing, un mefistotélico y esquivo ser que entra nuevo en el microcosmos. No hay espacio para ideales, sino que son meros instrumentos al servicio del caos. La ideología es futil y vacua aunque su presencia ruidosa haga creer lo contrario y se disfrace bajo el manto de igualdad y justicia social. Es más, es tanto el cinismo de Wheatley que la canaliza como motor de la perturbación mental y el histerismo recalcitrante. Las relaciones de clase vienen trazadas por la disposición física, por lo que la llama que despierte el incendio no podrá ser otra que la conquista territorial. El pretexto de abordar la piscina, reservada para las clases privilegiadas, delimita la revolución como algo banal a la vez que marca su clara condición animal. Ese sarcasmo evidencia un descreimiento absoluto, algo que contamina a la estructura narrativa hasta el punto que ella vuela por los aires en simultánea equiparación al momento en el que estalla la agresividad destructora. En ese sentido, High-Rise estrecha sus vínculos con su anterior tanteo experimental y críptico, A Field in England (2013). Lo que allí era un relato opaco aquí acaba descomponiéndose y como en el anterior, el director británico trabaja a fondo las sensaciones lisérgicas y el ambiente irrespirable.

High-Rise abraza con locura el barroquismo más abigarrado, sus picados y sus angulaciones pronunciadas que filman el edificio desde las alturas ya lo anuncian.En el momento que entra desde esa frialdad arquitectócnica ya no deja lugar para nada más. El excedente es la misma sustancia hasta el punto que se pierde todo eje gravitacional. De esta manera, la corriente psicopática que lleva consigo el río de la degradación humana explota en todo su esplendor. La claustrofobia y esa permanente sensación de horror vacui dan la expresión al capitalismo como sistema económico que niega auténtica capacidad de elección. Es un determinismo que genera resentimiento e impotencia, por lo que sólo puede ser combatido mediante furiosa violencia. Pero la perversidad de su funcionamiento es que integra la crisis para la pervivencia de su propio organismo. Su provocadora y crítica lectura del desarrollismo y del neoliberalismo thatcheriano quiere ofrecerse como una proyección de nuestro presente, aunque en sus texturas y maquinaria estilística, Wheatley parece estár más acomodado en lo lúdico y en el goce de ver cómo penetra la decadencia como un virus cancerígeno. No estamos ante La caída de los dioses (La caduta degli Dei, Luchino Visconti, 1969) porque High-Rise es el puro éxtasis del misántropo.

 High-Rise Wheatley

 

 

  1. Jameson, Fedric: La estética geopolítica. Barcelona, Ediciones Paidós
  2. Gray, John (2003): Perros de paja: reflexiones sobre los humanos y otros animales, Barcelona, Ediciones Paidós
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