Hijo de Caín

Jaque ¿mate? Por Fernando Solla

“Selfish little creep…

Everybody suffers…”Fragmento de Endgame (Chess, Benny Andersson, Björn Ulvaeus y Tim Rice, 1984)

Una vez más asistimos a la puesta de largometraje de un realizador autóctono. De nuevo somos compañeros de viaje de un profesional en busca de su propia voz cinematográfica. Una exploración estilística que agita aquellos ingredientes que tanto nos gustan pero que, a pesar de disponer de ellos, se nos sirven en el recipiente equivocado, mezclados de manera descompensada, algunos presentes en exceso y otros superficialmente utilizados y, en cualquier caso, dosificados de tal modo que resultan incompatibles y lejanos a las expectativas que pudiéramos tener los espectadores. Un ejercicio que se autodenomina ambicioso cuando, en realidad, es vocacionalmente autoindulgente. Una ocasión más que tenemos los asiduos para plantearnos qué nos quieren vender cuando nos dicen que una película es entretenida y, sobretodo, cuál es el criterio que seguimos para escoger cómo ocupar nuestro tiempo libre, canalizado a través de nuestra afición cinematográfica. Pasear sin rumbo fijo, deambular por ahí es un sano ejercicio. Igualmente, comer es necesario, cuando no imprescindible. Pero del mismo modo que siempre buscamos rutas alternativas que nos lleven hacia recovecos, quizá cercanos, pero desconocidos y que alternamos los ingredientes de los platos que ingerimos, cuando vamos al cine no siempre queremos ver la misma película, ya que es precisamente en nuestros momentos de ocio cuando queremos evadirnos de la rutina diaria, y no convertirlos, por agotamiento, en parte de ella.

A Hijo de Caín le pasa algo parecido a lo que le sucedía hace unas semanas a Los últimos días (David y Álex Pastor, 2013).

No se refiere un servidor a que compartan cabeza de cartel, un José Coronado última (y felizmente) muy familiarizado con este tipo de productos rodados en las capitales catalanas y/o coproducidos por dicha comunidad. El actor también protagonizó la primera de esta improvisada y reciente trilogía, El cuerpo (Oriol Paulo, 2012). Ejemplos todos de un cine cuya vocación internacional es, precisamente, su mayor lastre, ya que lo más destacable que se puede decir de estas propuestas es que técnica y formalmente consiguen emular (y por momentos igualar) a sus parientes hollywoodienses, haciendo del uso más o menos inteligente y hábil del cliché y el arquetipo su carta de presentación y, en consecuencia, enmarcándose irremediablemente en el sustancioso grupo de películas relativamente taquilleras, efímeras, anodinas y (en su mayoría) prescindibles que pasan por nuestra cartelera semana, mes y año tras año.

En esta ocasión, el intento de hibridación genérica prescinde del elemento fantástico y sobrenatural para seguir con el thriller, suspense o terror psicológico, mezclados con drama familiar e (intuimos) timidísima denuncia social y cuestionamiento de nuestros principios morales, ejemplificados tanto en el ámbito laboral como en el doméstico. La novedad consiste en revisitar y evocar a la figura del niño (en esta ocasión adolescente) esencialmente malvado que, sin ninguna explicación, optará por manipular y desvencijar la vida de sus más allegados. Un personaje que, en las manos adecuadas, se convierte en elemento perturbador e inquietante donde los haya, pero que tanto al realizador (Jesús Monllaó Plana) como al joven intérprete (David Solans) le queda demasiado grande. Flaco favor le hace a Hijo de Caín el reciente estreno y convivencia en cartelera con Stoker (Park Chan-wook, 2013), y eso que algunos le achacamos que la historia no esté a la altura del virtuosismo formal desarrollado por el realizador coreano. Un improbable visionado conjunto es el ejemplo más claro e imag(e)nativo de la diferencia entre rodar una película y convertir a la cámara en el detonante de la acción o filmar de manera cronológica y ordenada un conjunto de escenas y secuencias, amparándose en una dirección artística bastante acertada pero sin crear en ningún momento atisbo o ilusión de intriga, misterio y, lo más peligroso, transformando la voluntariosa atención del espectador en algo demasiado cercano a la apatía e indiferencia. Alejándonos algo más en el tiempo, recordamos la notable Los sin nombre (Jaume Balagueró, 1999) y, todavía mucho antes, demasiados parecidos con El buen hijo (The Good Son, Joseph Ruben, 1993) y el diabólico Macaulay Culkin.

Tampoco aporta demasiado a la trama la única obsesión del maldito protagonista: el ajedrez. Los paralelismos que se intentan enfatizar fatigosamente entre los movimientos de las piezas sobre el tablero y el devenir de la conducta del protagonista son reiterativos y entorpecen el desarrollo (ya de por sí bastante ortopédico) de la narración. Forzadísimas las relaciones entre los cuatro protagonistas: el padre (Coronado), la madre (Maria Molins, habitual de los escenarios catalanes y cada vez más solicitada en la gran pantalla), el psicólogo (un Julio Manrique mucho más comedido de lo que nos tiene acostumbrados sobre las tablas y en televisión) y el problemático adolescente (Solans). A pesar de todo, lo único (y más importante) verdaderamente irritante de Hijo de Caín es que nos intente vender la moto mediante presuntos (y constantes) giros argumentales cuando en realidad lo que está haciendo es engañarnos. No hay evolución alguna, simplemente las premisas se van cambiando a capricho de los guionistas consiguiendo que nuestro desconcierto inicial se transforme en mosqueo y crispación, ya que el espectador no recibe la historia a través de punto de vista (narrativo o no) alguno, desperdiciando, de entre todas la que más, la historia del psicólogo que juega a ser policía cegado por el convencimiento de que puede ayudar al chaval.

Finalmente, y más allá de la curiosidad que supone contemplar cómo la hermosa ciudad de Tarragona se convierte en un verosímil plató cinematográfico y de la distribución de copias en versión original catalana subtitulada en castellano (algo lastrada por el uso caprichoso, indiferente e inexplicable, más allá de la presencia de Coronado, de ambas lenguas) en lo que supone una divertida vuelta de tuerca a la algo olvidada polémica del doblaje y subtitulado, Hijo de Caín no aporta nada más que eso, otra película más que visionar. Otra del montón a olvidar.

 

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