Hijos de la medianoche
La verdad ha sido menos gloriosa que el sueño Por Fernando Solla
“Nuestros cuerpos son los países de este mundo
y no las fronteras que aparecen en los mapas
con los nombres de hombres poderosos”
Érase una vez… He aquí las primeras palabras que oímos sólo empezar el último largometraje de Deepa Mehta, realizadora de la llamada Trilogía de los elementos, formada por Fuego (Fire, 1996), Tierra (1947 Earth, 1998) y Agua (Water, 2005), componentes naturales muy presentes en Hijos de la medianoche (Children’s Midnight), película mucho más descompensada que cualquiera de las tres anteriores pero igualmente destacable y, en algunos momentos, apasionante. Casi tanto como el ejercicio metalingüístico que leemos entre líneas durante su visionado. Es habitual en Mehta que sus historias se centren etnográficamente en India aunque la nacionalidad de las mismas sea canadiense. En el caso que nos ocupa, el trabajo de la realizadora viene muy condicionado por el punto de vista del guionista Salman Rushdie, autor de la exitosa novela en que se basa la película, que ha seleccionado qué partes de su obra quería ver plasmados en la gran pantalla. Lejos de convertir esta peculiaridad en una lucha autoral, asistimos a un modélico ejemplo de coexistencia pacífica que todavía enfatiza más la historia de estos dos niños que nacidos en un momento de libertad verán como sus vidas se unen a través de la Historia de su país.
Érase una vez, pues, no se nos va a contar ningún cuento, sino que se va a propiciar que el narrador, protagonista, recupere su historia personal haciéndola suya a la vez que nos la explica y, a la vez, para que el propio Rushdie (que presta su voz a la del narrador) recupere la suya en un estimulante juego narrativo, ya que ahora es Mehta quien maneja su historia, Hijos de la medianoche. Si a esto sumamos, que el uso que se hace del narrador, contrariamente a lo que ya se le ha echado en cara a la película, no es para enfatizar los orígenes literarios del material de partida, sino para acercar al espectador a aquella tradición oral en mediante la cual se transmitía el conocimiento de generación en generación, tendremos las claves mediante las que Mehta consigue tan alto nivel de complicidad con el espectador, infiriendo (una vez más) a su película ínfulas de universalidad absoluta. Modélico, en este aspecto, el uso del pleonasmo cinematográfico a partir de dos leitmotiv que ilustran (y resumen) a la perfección el espíritu de la película: por un lado, esa presencia constante y persistente, a pesar de los cambios políticos, de un surtido grupo de aves sedentarias que todo lo ven y que todo lo sobrevuelan (naturalista y sorpresivo tratamiento de lo fantástico en la película y genial truco de escapismo de los hijos del título). Evitaremos el spoiler para invitar al espectador a descubrir este factor de la película por sí mismo. Por otro lado, volvemos a los elementos naturales, que canalizan a la vez que propician el avance de los medios de transporte y comunicación: el agua de un río o lago nos permitirá cruzar de una pueblo a otro en una humilde barca para visitar y curar a un enfermo, años después de esas mismas aguas emergerán los puentes y carreteras que conectarán distintas ciudades para, décadas más tarde, rodear las urbes y servir de vía de escape a la represión que sufren los ciudadanos que las habitan y se bañan en ellas.
Plasticidad hipnótica que huye de la postal filmada a favor de una historia a la que, sin embargo, le falta cohesión argumental, profundidad en sus personajes (salvo en el caso de Saleem, el protagonista) y centrarse en unas pocas premisas para desarrollarlas a fondo en lugar de acumular situaciones que (intuimos) gozan de cierto peso en la novela, pero que intentando ser fiel al documento original, traicionan un poco a la película. Conoceremos a cuatro generaciones, cada cual símbolo y víctima a la vez de un momento histórico particular. Desde las doce en punto de la noche del 15 de agosto de 1947, momento en que la India se independizó de Gran Bretaña y cuando se inició el interminable conflicto entre India, Pakistán y Bangladesh, hasta la actualidad, Saleem (Satya Bhabha) nos narrará la historia de sus abuelos, padres, la suya propia, y la de su hijo. Familias unidas y separadas al ritmo de los acontecimientos sociopolíticos, cuyo parentesco se afianzará a menudo con criterios que poco (o nada) en cuenta tendrán a la biología o los lazos sanguíneos. Muy bien equilibrado lo épico del argumento con lo íntimo e introspectivo del continente, así como la dureza de algunas escenas (la desmembración de la sociedad a partir de la desmembración de uno de sus integrantes, vasectomías de por medio, por poner un ejemplo) que, sin embargo, consiguen que atravesemos tanta aspereza y severidad y sigamos con nuestra particular odisea.
Finalmente, aplaudimos el pulso de Deepa Metha para plasmar el realismo mágico de la novela y transformarlo en lenguaje cinematográfico (poca digitalización hay aquí por parte del departamento de efectos especiales). Ya me perdonará el posible lector mi poca precisión en este aspecto, pero creo firmemente que desvelar ciertos detalles de Hijos de la medianoche en una crítica, choca frontalmente con la actitud y el espíritu con el que hay que acercarse a las salas cinematográficas para disfrutar de ésta, una obra de artesanía. Queda, pues, admirar el retrato que hace la realizadora de Saleem, el protagonista absoluto, gracias también a las estupendas interpretaciones de los actores Satya Bhabha (adulto) y Darsheel Safary (niño) y, a pesar de todo, lamentar la irregularidad del resto de intérpretes en general, así como el escaso desarrollo de los personajes a los que intentan dar vida. La apariencia en pantalla de cada personaje depende no de su peso en la historia, sino de las escenas que el guionista ha escogido para que aparezcan en el largometraje, lo que da lugar a que Shiva (Siddharth), antagonista y gran desencadenante de las peripecias de Saleem, quede relegado a un rol desconcertantemente secundario. Resumiendo, que el peso cada personaje en la trama es inversamente proporcional a los minutos de aparición de su personaje. Inexplicable criterio que enfría la emoción de algunos hermosísimos momentos cinematográficos que presenciamos durante las ligeras dos horas y media de largometraje.
Hijos de la medianoche resulta, en definitiva, una película más que irregular pero, a pesar de sus muchos defectos, ofrece grandes momentos, que convierten lo negativo en insignificante y aseguran una muy buena experiencia cinematográfica.
Por si esto fuera poco, confirma el talento de Deepa Mehta como gran observadora del alma humana, consiguiendo un retrato masculino (en el caso del protagonista principal) tanto o más profundo que el que nos había ofrecido de las mujeres en sus anteriores películas. Sólo con la secuencia final, derroche no tanto de optimismo como de esperanza, en que contemplamos el asentamiento de una nueva familia olvidamos todos los defectos y nos sumergimos de pleno en la historia de Saleem. Como dice uno de los protagonistas, “la verdad ha sido menos gloriosa que el sueño…”, y a pesar de eso, qué gran experiencia el viaje que nos propone Mehta.