Hiperrealismo en el cine digital
El sueño de Kora Por Raúl Álvarez
Debemos a Plinio el Viejo la memoria del mito griego sobre el nacimiento de la pintura y la escultura 1. El escritor romano refiere la historia de Kora, hija de Butades, célebre ceramista de Corinto. Una noche, la muchacha, angustiada ante la marcha de su amado a la guerra, cogió un carboncillo y trazó la figura que la sombra de aquel proyectaba sobre la pared de su habitación. Así nació la pintura. Al día siguiente, Butades fabricó un molde de arcilla a partir de dicho dibujo, y de ese molde extrajo una talla que reproducía fielmente al amante de su hija. Así nació la escultura. Historias como esta demuestran la maestría de los antiguos griegos para entretejer sus ideas en relatos; quizá la mejor manera de conservarlas, transmitirlas y recordarlas. También, la actualidad de sus intuiciones sobre la naturaleza del hombre y el arte. En este caso, la pintura y la escultura, a las que atribuyeron un afán de fidelidad que tiene plena vigencia en nuestro mundo. Hoy, como ayer, se desea capturar un pedazo de vida y hacerlo nuestro; eterno, universal, inmarchitable.
El deseo que animaba a Kora y Butades es el mismo que inspira las imágenes hiperrealistas, generadas por ordenador, que desde hace una década se vienen produciendo desde distintos frentes del mercado audiovisual comercial. Fundamentalmente los estudios Disney a través del sello Marvel y las versiones en «acción real» de sus clásicos animados, entre las que destaca el trabajo de Jon Favreau en El libro de la selva (The Jungle Book, 2016) y El rey león (The Lion King, 2019). También, la fuerza creativa de James Cameron –como director de Avatar (2009) y como productor de Alita: Ángel de combate (Alita: Battle Angel, Robert Rodríguez, 2019), ambas franquicias ahora propiedad de Disney–, el Luc Besson de Valerian y la ciudad de los mil planetas (Valerian and the City of a Thousand Planets, 2017) y algunas incursiones de Steven Spielberg como Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio (The Adventures of Tintin, 2011) y Ready Player One (2018). Además del cine, se pueden rastrear huellas de este hiperrealismo en las plataformas televisivas de contenido audiovisual ¬–todas las producciones de Netflix ofrecen un aspecto similar 2 – y en el ámbito de la fotografía artística y publicitaria que circula por las redes sociales.
Todas estas manifestaciones son epítome de una tendencia icónica que está configurando una nueva estética de la imagen en la era post-digital. El denominador común es un empeño que podría denominarse neo-miniaturista en tanto los creadores de esas imágenes muestran una atención obsesiva por registrar o recrear cada detalle con la mayor precisión posible respecto al referente real o imaginado. Se trabaja pixel a pixel, del mismo modo que el monje medieval iluminaba milímetro a milímetro cada letra y cada figura. Las nuevas tecnologías de producción audiovisual basadas en el canon de la alta definición y el CGI permiten que una imagen se vea «mejor», en términos de nitidez y limpieza, que nunca antes en la historia de los medios audiovisuales. Pero, ante todo, posibilitan la creación de imágenes tan realistas, por su semejanza con aquello que representan, como si se hubieran tomado de la realidad. En estos dos frentes, el registro manipulado y/o la creación de imágenes nuevas, milita una parte de la industria que asocia el detallismo y la nitidez a la impresión de realidad y, por tanto, a la credibilidad de una historia y unos personajes.
Se produce así un efecto de fascinación que podría compararse al que sufre una persona con problemas de vista cuando se pone gafas o lentillas; de repente, el mundo brilla, tiene color y es un lugar hermoso. La pregunta que conviene plantearse es: ¿la claridad es sinónimo de verdad? Y unida a esta: ¿para qué sirven unas imágenes tan perfectas desde el punto de vista técnico? Las generaciones acostumbradas a la imagen analógica –la película de grano, el vhs, el dvd, las fotos impresas sobre papel– han tenido que aceptar este cambio de paradigma que no admite vuelta atrás por una razón muy simple; es más barato y cómodo producir, retocar y difundir imágenes digitales. La prueba está en que todos nosotros, en mayor o menor medida, lo hacemos a diario con nuestros smartphones. Es indudable que la producción de imágenes se ha democratizado, y las grandes marcas alimentan el fenómeno deslizando al usuario la idea de que no es difícil conseguir resultados tan profesionales como los de un experto. Cada modelo es mejor que el anterior, incluye nuevas funcionalidades y ofrece la dulce fantasía de que las imágenes que uno crea son tan buenas como las de los demás.
Ciertamente, los móviles, las tabletas y las cámaras de fotografía y cine actuales comparten un mismo sistema óptico que traduce la realidad en imágenes de una precisión sorprendente. Lo que distingue El libro de la selva y El rey león, entre otras producciones, es que la mediación de la cámara, paso obligatorio en la experiencia del usuario medio, comienza a ser una tarea innecesaria. El mundo cabe en una pantalla de ordenador y puede recrearse mediante software. En su clásico La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin se preocupa con razón en diferenciar dos conceptos –registrar y reproducir– para reflexionar sobre la creación e interpretación de imágenes 3. Los dos conceptos sirven también para acercarse a esta nueva clase de imagen post-digital. Pero hace falta añadir ese tercer verbo: recrear. Porque por primera vez en la historia, una misma tecnología sirve para realizar las tres operaciones icónicas. Lo digital registra, lo digital reproduce y lo digital recrea.
El libro de la selva
Sobre la realidad, el realismo y lo realista
La preocupación por el realismo en la imagen es tan antigua como el hombre. Nuestros antepasados trataban, sin duda, de ser realistas cuando pintaban bisontes y cazadores. Se empeñaban en que sus imágenes reprodujeran la realidad, la cual les incluía, de una manera fiel. Aspiraban a la semejanza, que es la primera definición del realismo. Desde ese momento, cada etapa en la historia del arte, hasta la irrupción primero de los impresionistas y luego de las vanguardias, se distingue por un esfuerzo continuado en representar la realidad del modo más realista posible. En síntesis: que no se distinga el signo de su referente. En ese camino, la tecnología ha jugado siempre un papel sustancial. Lo que se hacía en cada época, las imágenes propias de un tiempo concreto, respondían a los medios y técnicas disponibles en ese momento, no solo al talento o a las cualidades de los artistas. Gombrich es muy agudo al respecto cuando compara los frescos romanos, la pintura medieval sobre tabla y la pintura mural del primer Renacimiento 4. ¿Cada vez se dibuja con un mayor grado de parecido al modelo o cada vez hay herramientas y técnicas más eficaces para hacerlo? ¿No se sabía o no se podía hacer mejor? ¿Por qué los artesanos romanos, si son más antiguos, pintan con más destreza que los artesanos españoles del siglo XI?
En su magisterio para desafiar doctrinas, Gombrich introduce la tecnología como clave para entender la evolución del realismo en el arte. Su tesis es incuestionable cuando aparecen la fotografía y el cine. La relación de semejanza entre el mundo y las imágenes del mismo que producen estos medios mecánicos es incomparable a la que produce la pintura. El sueño de Kora se ha hecho realidad. Lo imposible ha sucedido. Entonces, ocurre una reacción curiosa. Los críticos de arte e incluso muchos artistas desconfían de ese nuevo paradigma icónico precisamente porque parece anular el factor humano; cualquiera (con dinero) puede hacer una foto o rodar una breve pieza cinematográfica. El arte de la pintura, en cambio, exige esfuerzo, talento, ingenio, trabajo duro… ¿Cómo va a ser artística una imagen producida sin sangre, sudor y lágrimas; que simplemente copia la realidad? Esa sospecha no afecta solo a los primeros fotógrafos y cineastas, que precisamente por ello, y también por su imaginario eminentemente pictórico, tratan de acercarse a los códigos tradicionales de representación de las artes plásticas. Además, ensombrece la obra de los pintores que, asombrados por las posibilidades de la fotografía y del cine, tratan de forjar un nuevo lenguaje visual basado en la que, creo, es la característica más importante de ambos medios: la sensación de instantaneidad.
La cronología no engaña. El taller del pintor, la obra de Courbet que inaugura el realismo, escandaliza y molesta a los academicistas porque retrata un taller que se parece más a un prostíbulo o a un callejón parisino de mala muerte, que al lugar donde un artista se encuentra con las musas 5. ¿Indigna solo por eso, por lo innoble de la representación? ¿Qué hay del realismo? Porque, sin duda, ese lienzo de Courbet es una obra magnífica desde el punto de vista de la semejanza de cuerpos, texturas, luces y sombras. Pues sí, solo por eso. La animadversión hacia Courbet puso en evidencia una mentira centenaria. El realismo, entendido como afán de parecido a la realidad, era una aspiración digna siempre y cuando el tema de la obra fuera digno. Esa consideración históricamente la ha decidido el poder; primero el político y el religioso, luego el económico y por último el intelectual. Los cuatro, dirigidos al mantenimiento del statu quo social. Es sangrante la disección que practica John Berger de este vínculo en varios de sus textos 6.
Courbet, tan o más realista que Gericault, era de pronto un canalla porque empleaba sus dotes en pintar mujeres desnudas, borrachos y pordioseros. Lo hicieron otros antes que él, claro, pero el francés fue quien se atrevió a hacerlo con una insoportable sensación de instantaneidad. La fotografía se populariza entre los artistas en la década de 1840, y su lienzo es de 1855. Courbet no es técnicamente más realista que sus predecesores. Su realismo tiene que ver con la clase de historias que cuenta y con la puesta en escena de las mismas. Ha creado un nuevo paradigma apoyado en la impresión de realidad que sugiere una imagen fugitiva, robada al tiempo, desprovista de cualquier intento de idealización. Su realismo es de carácter ontológico. El taller del pintor es un espejo que devuelve una imagen dolorosa.
Del hilo de Courbet tiran después los impresionistas, que sustituyen paulatinamente el viejo realismo de la semejanza por el nuevo realismo de la instantaneidad, ya en plena difusión mundial de la fotografía. Al igual que Courbet, sufren un rechazo frontal no tanto por la calidad técnica de sus obras como por su querencia por lo cotidiano, que los críticos de la época confunden a propósito con lo vulgar. Sus retratos, sus paisajes, sus escenas urbanas y campestres. ¿Indignan esos colores, esas pinceladas sueltas, ese amor por la obra apenas esbozada? ¿O indigna más bien que esas nuevas técnicas se pongan al servicio de gente anónima –no siempre–, escenarios rutinarios y temas comunes? ¿No era el arte una sublimación del mundo? Sue Roe resume de manera brillante esta discusión cuando rescata una frase de la correspondencia de Manet: «Pintad la verdad, y que digan lo que quieran» 7. El pintor se refiere a una verdad individual que está relacionada con la percepción íntima del mundo; una nueva forma de realismo que abandona la fidelidad objetiva por la fidelidad subjetiva. El camino a las vanguardias estaba sembrado.
El taller del pintor
Vuelta al hiperrealismo, ahora digital
El punto de ruptura impresionista es uno de los hitos fundamentales en la historia del arte, que es la historia de la mirada, que es la historia del ser, que es la historia del estar. El grupo que encabezan Manet, Monet, Pisarro, Degas y compañía anhela vender sus obras –la dignidad no llena el plato–, pero su relación con el poder circula de abajo arriba. Ese cambio es un terremoto de grado diez, y tiene que ver también con la lucha social que prende en Francia a partir de la revolución de 1848. Aceptan y reciben encargos, sobre todo de la mediana y alta burguesía, pero su deseo es producir libremente obras y colocar esas imágenes en el mundo. En esa andadura no cabe la semejanza mecánica entre un árbol y su representación. Ese es el ánimo que dirige después los pasos de las vanguardias, al menos hasta que algunos de sus miembros se dan cuenta del filón económico que representa vivir en la piel de un personaje.
La inquietud por la semejanza vuelve con fuerza de la mano de los precisionistas, los fotorrealistas y los hiperrealistas. Estas tres corrientes tienen su origen en Estados Unidos entre finales de los años veinte y principios de los años setenta del siglo XX, y se extienden con distinta suerte casi inmediatamente a Europa. El español Antonio López es un caso de reconocido prestigio. No parece casual que un país que entiende las relaciones de poder de arriba abajo sea la cuna de una serie de tendencias empeñadas en la producción de imágenes indistinguibles de una fotografía. Pinturas transparentes, limpias, inmaculadas, orgullosas de su perfección; atractivas, de nuevo, para las élites. Conviven con el expresionismo abstracto, es cierto, pero sus miembros gozan de un éxito comparable al de los maestros contrarios a la figuración. Charles Sheeler, Georgia O’Keefe, Richard Estes, John de Andrea y Denis Peterson compartieron con mayor o menor grado de obsesión un gusto por la fidelidad mecánica, detallista y precisa. Se intuye una voluntad narrativa y, por tanto, emocional en las obras de algunos de ellos. Estes, en concreto, tiene un ojo penetrante que expone algunas miserias del capitalismo. Pero en último término manda la admiración ante la imagen espejo; la forma se come el fondo sin compasión.
Esa sorpresa ante la imagen reluciente y texturizada es la misma que impera en aquellos trabajos elaborados casi íntegramente en salas de trabajo con ordenadores y sets de realidad virtual, en los que sus autores ponen un papel de calco sobre el mundo y se aplican a la tarea titánica de reproducirlo en alta definición. Hace tiempo que vemos con más nitidez el cine que la vida. Esta clase de hiperrealismo digital se presenta como una prolongación natural del viejo interés por recrear el mundo tal cual es, sembrando en el espectador la duda de si lo que está viendo es real o recreado. Cuando la realidad, y nunca mejor dicho, es que se trata de una corriente que por definición es contraria al realismo, al menos en su acepción social y humanista, la que inició Courbet. Es una nueva forma de magia, si se quiere, en tanto lo que uno ve es un simulacro de realidad. Parece, pero no lo es. Y así, con la atención concentrada en la calidad técnica y artística de unas imágenes, se corre el riesgo de obviar si estas sirven o no para algo.
Esta contradicción se nota en las declaraciones que desde hace tiempo vienen realizando algunos de directores convertidos en gurús de las nuevas tecnologías de producción –ya no se habla de rodaje– de imágenes. A propósito de El rey león, Favreau afirmaba:
«Me pareció que si empezábamos a embellecer la realidad nos deslizaríamos por una pendiente resbaladiza hacia una película no creíble, irreal y carente de emoción. Nuestra misión era que todo pareciera lo más natural posible: la especie adecuada, los colores adecuados de las rocas, la luz de un amanecer o de un atardecer, el cielo por la noche y los tipos correctos de plantas» 8.
Favreau emplea un término resbaladizo, «natural», para referirse a una voluntad claramente fotocopiadora, por semejanza, de una serie de realidades físicas. Logra que el público se admire ante la precisión de las imágenes; caben pocas dudas al respecto sobre la eficacia de su película como experiencia de inmersión. Pero ¿es necesariamente emotiva porque recree fielmente una realidad? O formulado desde la perspectiva de El rey león original: ¿era esta menos emotiva porque sus protagonistas fueran dibujos animados? De manera consciente o inconsciente, Favreau asocia emoción con representación realista. Esa es una relación de poder icónico de arriba abajo, lacerantemente vertical. Ese es el academicismo contra el que lucharon los artistas europeos desde el mediados del siglo XIX.
Más interés, en cambio, tiene el desarrollo por parte de Favreau y su equipo de una nueva técnica de rodaje que permite combinar imágenes generadas por ordenador con movimientos de cámara realizados en un set de realidad virtual. Las nuevas entregas de Avatar se están produciendo con una técnica similar. Y tanto en Tintín como en Ready Player One, Spielberg empleó cascos y gafas de realidad virtual para «moverse» por los escenarios de las películas y señalar los movimientos de cámara adecuados 9. Los directores, armados con estos elementos, entran literalmente en sus películas para decidir qué quieren hacer y cómo, desde un simple travelling hasta el establecimiento de los puntos de corte o la transición entre una escena y la siguiente. Esta innovación sí tiene el potencial necesario para convertir la imagen hiperrealista en algo más que una proeza técnica. Los softwares habituales en esta clase de producciones –Maya, Houdini y Renderman– son capaces de producir texturas indistinguibles de las reales, pero las imágenes a las que sirven a menudo están encorsetadas en planos y escenas estáticos en los que la cámara se mueve de forma monótona y unidireccional.
Con excepciones, este efecto es patente en algunas escenas de acción de las películas de Disney-Marvel; en concreto, aquellas en las que todos los elementos de la imagen han sido creados mediante CGI. Los técnicos de post-producción tienden a repetir los mismos movimientos de cámara que están definidos en el software de turno; también los colores, el brillo y las sombras. En las películas de Favreau, en la aventura espacial de Luc Besson y en Ready Player One, proyectos más personales, no ocurre esto. En estas películas sí puede hablarse de cierta naturalidad visual, ya que los movimientos de cámara ayudan a situar las imágenes en una lógica narrativa, no al revés. El lenguaje, ya sea cinematográfico, oral o escrito, se construye precisamente así, desde un orden general hasta uno concreto. Lo contrario nos sitúa al borde del preciosismo vacuo.
Esta consideración es válida tanto para las películas que construyen imágenes desde un aparataje tecnológico como para aquellas que las toman de la realidad y las manipulan; véase el caso de Netflix, cuyos requerimientos técnicos para producir un filme o una serie pasan sí o sí por la tabula rasa del HDR. Sería una necedad negar las bondades de una tecnología que permite lograr imágenes con un rango de luz tan amplio. Pero si no se tiene clara la finalidad de esas imágenes, su función en un discurso narrativo o ideológico, su composición y su valor expresivo más allá de una estética novedosa, la imagen en sí se vuelve insulsa e intrascendente; se consume y se olvida. Eso es una tragedia porque las imágenes nacieron precisamente para ser recordadas. Robert Bresson solía repetir en sus reflexiones que «la imagen bonita no es la imagen hermosa, sino la imagen necesaria» 10. Ese es el sueño de Kora.
La chica del vestido azul
¿Qué convierte una imagen en un recuerdo? ¿El color, la luz, la textura, la historia que cuenta o sugiere, la composición, el ángulo, el encuadre? En el escenario audiovisual actual se insiste sobremanera en esos elementos a través de tecnologías que son capaces de reproducirlos con una calidad superior de nitidez y precisión. Poca gente habla de hiperrealismo, pero en cambio se han popularizado términos como 4K, OLED, HDR y otros que se refieren a una estética encaminada a una resolución coruscante. Pareciera que solo una imagen perfecta en esos términos fuera una imagen que mereciera la pena. Y, sin embargo, cuántas de esas imágenes recordamos al cabo del día, tras horas y horas consumiendo contenido audiovisual en plataformas y redes sociales como Instagram. La experiencia en este sentido es profundamente subjetiva. Sin embargo, el hecho de que se hable más de historias (y stories) que de imágenes expresivas capaces de tener un valor por sí mismas y a la vez de servir a un relato, desnuda un estado de la cuestión un tanto preocupante. Sí, las imágenes son más nítidas que hace veinte años, pero eso no significa que sean imágenes memorables. Y en ningún caso, imágenes más nítidas o cargadas de detalles implican que las narraciones que se articulan con ellas sean superiores. Ni la copia en 4K de Alien produce una película mejor, ni la producción de una serie en 4K la vuelve más apasionante.
El misterio de la imagen, ese valor intangible que la incrusta para siempre en nuestro cerebro, no tiene que ver, o no del todo, con la técnica que logra una estética o sostiene un estilo. Suele hablarse del ojo del que mira, como si un talento innato, casi mágico, supiera hacia dónde dirigir la mirada y cómo registrar lo que se ve. Diez personas fotografiando un mismo objeto producen diez imágenes distintas. ¿Cuál es la mejor? Cada cual tiene una respuesta. La mía me conduce al lado de Kora, y recupero y reformulo la pregunta que lanzaba al inicio de este texto: ¿para qué sirven unas imágenes tan perfectas? En definitiva, ¿para qué sirve una imagen? El dibujo de Kora era memorable porque fijaba un sentimiento que merecía ser recordado; no importaba si los trazos reproducían fielmente o no la figura de su amado. Era la consagración de un amor, no el retrato de un hombre, y esa imagen funcionaba como un hilo invisible entre dos almas conectadas. Primero, un recuerdo, que es una imagen mental, produce una imagen física, y después, una imagen física produce un recuerdo. Y solo se recuerda lo que remueve sentimientos. Esa es la lección magistral del mito, y por eso son tan importantes las imágenes necesarias. Es el salto que debe dar la imagen hiperrealista.
En la reciente Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, Céline Sciamma, 2019) se recupera esa concepción memorable y sentimental de la imagen 11. El cuadro final que pinta Marianne expresa su amor por Hèloïse; eso es lo que debe ser recordado, no importa la destreza en la ejecución. El misterio de la imagen, creo, tiene que ver con ese diálogo silencioso que se establece entre los ojos de quien ve y los ojos de quien ha visto; entre una intención y un deseo. Una imagen bonita y necesaria es una búsqueda y un encuentro. Y todos tenemos nuestras favoritas. En una de las mías, aparece una chica con un vestido azul caminando de espaldas, casi levitando, la cabeza levemente inclinada, el pelo negrísimo, la piel blanquísima, esperando que la sigan (o no). Como Kora en soledad. Como amante sin amante.
- Plinio el Viejo (1985). Histoire Naturelle. Livre XXXV, párrafo 151. París: Les Belles Letres. ↩
- El podcast Perros Verdes dedicó el cuarto programa de su tercera temporada a reflexionar sobre la imagen de las producciones Netflix. Puede consultarse en https://www.ivoox.com/podcast-perros-verdes_sq_f1383205_1.html ↩
- BENJAMIN, Walter (2010): La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (pp. 23-34). Madrid: Casimiro Libro ↩
- GOMBRICH, E.H. (2016): La evidencia de las imágenes. Vitoria Gasteiz: Sans Soleil Ediciones. ↩
- En 1855, Courbet desafió la pintura academicista de su época, que se exponía anualmente en el famoso Salón de París, montando a la vez un pabellón propio para sus lienzos que denominó Realismo. El título completo de El taller del pintor es El taller del pintor, alegoría real, determinante de una fase de siete años de mi vida artística (y moral). El episodio se encuentra documentado en REWALD, John (1994): Historia del impresionismo (p. 16). Barcelona: Seix Barral ↩
- Una buena reflexión sobre los vínculos entre arte y poder se encuentra en BERGER, John (2003): Mirar. Barcelona: Gustavo Gili. ↩
- ROE, Sue (2006): Vida privada de los impresionistas (p. 181). Madrid: Turner. ↩
- Declaraciones recogidas en la web https://www.audiovisual451.com/el-rey-leon-un-paso-mas-alla-en-el-mundo-de-los-remakes-de-clasicos-de-disney/ ↩
- Véase al respecto un artículo publicado en https://hipertextual.com/2018/04/spielberg-ready-player-one-realidad-virtual ↩
- BRESSON, Robert (2007): Notas sobre el cinematógrafo (p. 72). Madrid: Ardora ↩
- Héctor Gómez ofrece un espléndido análisis de esta película en su ensayo Mirar y ser mirado, (2019) publicado en esta revista digital. Puede consultarse en https://cinedivergente.com/retrato-de-una-mujer-en-llamas/ ↩