Historias de la animación mexicana (II)
Propaganda y explotación Por Samuel Lagunas
Después del ocaso del primer director mexicano de cine animado, Alfonso Vergara Andrade (cuyo nombre no vuelve a aparecer en los libros), la historia de la animación toma caminos diversos. En esta segunda entrega se explora la relación que mantuvo México con Estados Unidos desde los años 40 hasta 1983 con el fin de evidenciar cómo esta interacción fue cada vez más desigual y ocurrió en detrimento del desarrollo de películas locales que fortalecieran una incipiente industria que no acababa de nacer. Asimismo, se valora cómo la historieta fue pivote de inspiración de esporádicos, pero excepcionales trabajos a lo largo de estos 40 años.
1. Imperio y fábula
En medio de una huelga de trabajadores de su estudio y con una Europa cada vez más partida política y económicamente, Walt Disney viajó a México en diciembre de 1942. La visita fue parte de una gira de varios meses que el empresario norteamericano tuvo a lo largo de todo el continente. Las motivaciones no son tan ocultas: fortalecer las alianzas políticas y culturales de Estados Unidos con los países de la región. Además, Disney aprovechó para encontrarse con artistas y animadores cuyos nombres cada vez adquirían más peso: Quirino Cristiani en Argentina y Carlos Trupp en Chile, entre otros. En los días de su estancia en México, se proyectó la película Saludos amigos (Jack Kinney, Norman Ferguson, Bill Roberts, Hamilton Luske, Wilfred Jackson, 1942), que había sido producida al calor de su estancia en Sudamérica varios meses atrás y que había tenido su estreno mundial en Brasil. Allí se dejó ver por primera vez la “mirada del turista”, un modo de representación y narración del “otro extranjero” que adquirió mucha mayor potencia en la siguiente película del estudio: Los tres caballeros (Clyde Geronimi, Norman Ferguson, Jack Kinney, Bill Roberts, Harold Young, 1943).
Narrada a medio camino entre el found footage y una road trip, en esta polémica cinta hallamos a Donald, quien recibe como regalo una cinta con las grabaciones de vistas de varias zonas de América. Después, gracias a la magia del cine, Donald atraviesa la pantalla para interactuar en un espléndido live-action con vacacionistas en las playas de Acapulco o perseguir bailarinas en el puerto de Veracruz. El magnate norteamericano que recorre lugares exóticos para liberar sus impulsos libidinosos es el gran protagonista de Los tres caballeros. Fuera de él, todo luce como un paraíso de música, cuerpos y luces, abierto sin límites a su deseo y a su mirada. Los tres caballeros es un prodigio técnico y un esperpento político. La mirada del turista se impone de forma casi pedagógica y colonial. El otro vale en cuanto se auto-representa como espectáculo para quien lo ve.
Los tres caballeros (Clyde Geronimi, Norman Ferguson, Jack Kinney, Bill Roberts, Harold Young, 1943).
La película fue recibida con amargura por la clase intelectual mexicana. El poeta Salvador Novo lamentó, por ejemplo, que en Los tres caballeros se percibiera que el gobierno le entregó a Disney un México “saturado de whisky y de folklore” y que, por eso, la aventura del pato fuera un coctel de exotismo y de lujuria. Más allá de eso, Saludos amigos y Los tres caballeros constituyeron una cátedra viva de animación en América Latina. Para directores como Carlos Trupp en Chile, Anélio Latini en Brasil o los mexicanos Carlos Sandoval, Ernesto Terrazas y Edmundo Santos (estos últimos, dibujantes de Los tres caballeros), lo que vieron en pantalla esa vez se convirtió en el modelo último —el know how— al cual aspirar en su propio oficio.
La relación de México con Estados Unidos no pasó únicamente por adoptar una forma de mirar(se) en pantalla. También el flujo humano y de máquinas se volvió más intenso. Tras un intento fallido de Carlos Sandoval de fundar un nuevo estudio llamado Don Quijote, fue hasta 1943 que se consolidó una nueva empresa formal de dibujos animados en el territorio mexicano llamada Caricolor. El fundador fue Santiago Reachi, pero los nombres más importantes fueron los 4 dibujantes que llegaron de Estados Unidos, también con varias mesas de trabajo de alto nivel: Manuel Pérez, Rudy Zamora, Pete Burness y Carl Urbano. A ellos se sumaron varios jóvenes y no tan jóvenes artistas mexicanos que aprendieron y consolidaron allí las bases de la animación. Los resultados de los primeros meses de trabajo son de un folklore apabullante: Me voy de cacería (1943), Vacilón azteca y Torero en quince días constituyen un tríptico protagonizado por charros, indios y borrachos; un elogio de la fiesta hecho ahora desde una mirada que provoca la burla y el festín del extranjero y de una pujante clase media que se regocijaba en mirar hacia abajo a los campesinos y a los indígenas expropiando jocosamente su valor exótico y artesanal. De estas tres cintas, sólo Me voy de cacería logró estrenarse.
Caricolor se disolvió en 1945 cuando los animadores norteamericanos regresaron a su país por razones de la guerra. Los equipos de animación quedaron abandonados varios años hasta que fueron recuperados por otro grupo de dibujantes encabezado por Claudio Baña. Así nació Caricaturas Animadas de México en 1947, empresa que, a pesar de sus buenas intenciones, no logró concluir ni un solo cortometraje.
La película más importante de este período es Viaje interplanetario (1955), dirigido por el norteamericano Pat Matthews, el cual formó parte de una serie de 12 cortometrajes propagandísticos elaborados por la empresa Dibujos animados S. A. (DASA), financiada completamente con dinero norteamericano proveniente, según algunas versiones (como la expuesta por Celeste Vargas y Daniel Lara), del mismísimo FBI. Matthews llegó a México después de haber participado como animador en una de las más celebradas adaptaciones de Edgar Allan Poe, El corazón delator (Ted Parmelle, 1953), y después de haber estado en la producción de varias series estadounidenses.
Viaje interplanetario (Pat Matthews, 1955).
Viaje interplanetario es una excepción en la historia de la animación mexicana por varias razones. En primer lugar, se trata de una fábula propagandística claramente anticomunista. Un reportero viaja al espacio y allí es detenido por la patrulla del planeta Rojo. Cuando el gobernador del planeta descubre que han detenido a un periodista, cambia su trato hacia él y le da un recorrido, de nueva cuenta turístico, por los principales sitios: la fábrica y el estadio, enfatizando siempre que viven en una sociedad igualitaria y pacífica. No obstante, el periodista tiene unos lentes que le permiten ver que debajo de ese discurso sólo hay esclavitud y violencia.
La película de apenas 7 minutos concluye con una persecución típica que imita técnicamente a El coyote y el correcaminos (Chuck Jones, 1949-), con pasadizos falsos pintados en los muros, con un par de trampas y un robo. El tono de fábula a-la-Disney de estos 12 cortometrajes es dominante y su discurso maniqueísta favorece la reproducción de estereotipos donde lo rural, los pobres y los campesinos son asociados a lo inculto, vulgar y malo. Pero para los animadores mexicanos de estos años, la práctica de un oficio no implicaba algún tipo de compromiso político. Se hacía lo que se podía y con que pagaban era suficiente.
Viaje interplanetario es también la primera película animada de Ciencia Ficción hecha en México y muy probablemente en toda América Latina. Este interés por la animación de género en México no tendría continuadores sino hasta muchos años después. En los créditos se continúan repitiendo viejos nombres: Carlos Sandoval, Ernesto Terrazas, Arnulfo Rivera, quienes en este momento eran ya los animadores con mayor trayectoria en el país. El propósito de estos cortos fue evidentemente ideológico, pero también buscaba crear personajes seriales al estilo de la animación que se producía en Estados Unidos: así en estos cortos aparecen los personajes del cuervo Armando Líos y del lobo Chente quienes son siempre esa villanía que va tomando el rostro de enemigo que más conviene a la aventura (desde comunistas mentirosos hasta indios forajidos en la frontera norte mexicana en Mucho macho [Pat Matthews, 1954]). Además, al ser películas hechas para el consumo norteamericano (inclusive se hablan en inglés), lo hecho por Dibujos animados S. A. entre 1952 y 1956 anticipó la que sería la época más oscura de la animación mexicana.
Mucho macho (Pat Matthews, 1954).
2. Los años de la maquila
En 1956 se creó la Rama de Animadores del Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica, acontecimiento relevante pues evidencia ya la existencia de un grupo de artistas consciente de la especificidad del oficio del animador. Ya no se trata de dibujantes, caricaturistas, ni siquiera de cineastas, sino de un arte distinto. Un año más tarde, Gustavo Valdez fundó la empresa Val-Mar y consiguió un contrato para animar en México la serie de Rocky and his Friends (Jay Ward, Bill Scott, Alex Anderson, 1959-1964). El costo para las empresas norteamericanas era bastante redituable pues con lo que pagaban un comercial de medio minuto en Estados Unidos, en México alcanzaban a animar un episodio de casi veinte minutos. No obstante, los animadores mexicanos se embarcaron en esta aventura junto a otros animadores norteamericanos que encabezaban los trabajos, sufriendo desprecios racistas, exigencias desproporcionadas de trabajo, además de mal pago.
Cuando en 1957 Val-Mar se transformó en los estudios Gamma, el ambiente laboral mejoró y el “estilo mexicano” (de trazos gruesos y movimientos toscos, visto en un primer momento como defectuoso) empezó a ser celebrado en Estados Unidos; no obstante, los pagos se mantuvieron bajos. Así pues, en México llegaron a maquilarse hasta 1967 episodios de series como Hoppity Hooper (Jay Ward, 1954-1967) o Klondike Kat (1966-1967)
En 1962 un nuevo estudio llamado Kinemma abrió sus puertas, ahora dirigido por un par de hermanos pertenecientes a una nueva generación: César y Ángel Cantón. Estos hermanos reactivaron la maquila consiguiendo un contrato con el popular estudio Hanna-Barbera, por lo que aquí se llegaron a animar episodios completos de series tan icónicas como Los Supersónicos (William Hanna y Joseph Barbera, 1962-1987), ¡Scooby-Doo, dónde estás! (William Hanna y Joseph Barbera, 1969-1971) o Aquaman (Hal Sutherland, 1968). Con el cierre de Gamma en 1967, y las crisis económicas que azotaron posteriormente a Kinemma hacia fines de la década de 1970, la edad de la maquila llegó a su fin.
Durante 1960 y 1980 los animadores continuaron trabajando y recibiendo ingresos suficientes para el nivel de vida mexicano, aunque ínfimos en comparación con el mercado global. Así, insertos en este ritmo de producción enajenante, los animadores mexicanos no tenían tiempo de dedicarse a realizar cortos propios.
Con este modo de producción de series de televisión cada vez más extendido, mejor conocido como runaway-animation, la fabricación de animación entró a ese estado pesadillesco, desde un punto de vista marxista, donde el trabajador está alienado de su trabajo y ya no disfruta de lo que hace, sino que el resultado final (cuyo proceso en su totalidad se desconoce) es consumido por audiencias de otros países. Es llamativo y frustrante, en este sentido, que los nombres de los animadores mexicanos ni siquiera aparecieran en los créditos de las series norteamericanas que realizaban. No obstante, la ilusión de ser parte de algo mucho más grande (lo que Marx denominó fantasmagoría) surtía efecto también en estos trabajadores, quienes aún hablaron con cierto orgullo de haber sido parte de caricaturas tan famosas y vistas en el mundo. Tengo la tentación de preguntarme si lo ocurrido en Pinocho de Guillermo del Toro (Guillermo del Toro y Mark Gustafson, 2022), donde un grupo de artistas de Guadalajara fue contratado para animar múltiples secuencias de la película en stop-motion del director-marca GDT, no anticipa un nuevo comienzo, mucho más cool desde luego, de esa oscura edad de la maquila. Espero estar equivocado.
3. Intentos de fuga
En medio de estos años de trabajar para la industria del Norte, no obstante, algunos dibujantes emprendieron proyectos que alcanzaron a ver la luz, pero que no tuvieron continuidad, ni tuvieron repercusión en generaciones posteriores. Estos esfuerzos fueron motivados especialmente por el deseo de adaptar historietas populares entre el público mexicano a la pantalla chica o grande. El primer caso fue el del episodio piloto de Los supermachos (1969) dirigido por Carlos Sandoval, seguido de un episodio, también único, de Memín Pinguín (1969) dirigido por Alfredo Gutiérrez y Carlos Sandoval. Creados a partir de las historietas de Eduardo del Río (Rius) y Yolanda Vargas respectivamente, estos dos cortos aspiraban a crear series nacionales que tuvieran el impacto de las producciones norteamericanas. Crear una industria como espejo y sombra de otra. Las razones de su fracaso son complejas, entre problemas de derechos de autor, poco compromiso de dibujantes y falta de inversores, todo ello creaba un ambiente donde lo propio, lo local y lo autoral parecía imposible. No obstante, si Los supermachos presenta varios límites técnicos y es prácticamente un traslado de las viñetas a la pantalla, en Memín Pinguín hay mayor riesgo en el dibujo: se juega más con la perspectiva abandonando el plano fijo lateral, y los rostros tienen un volumen mayor que anticipa los trabajos de Francisco López, pero que deja entrever el problema de la representación racista de la población afrodescendiente que aparecerá con detalle en las películas de Fernando Ruiz.
Los Supersabios (Anuar Badín, 1978).
Mayor interés ofrece la película Los Supersabios, producida por Kinemma, dirigida por el inadecuado Anuar Badín (cuya experiencia en la industria cinematográfica era básicamente de contador) y estrenada en 1978. Basada en una exitosa historieta de Germán Butze, que circuló entre 1936 y 1968, y que había tenido en 1949 un intento de traslado al cine, Los supersabios cuenta la historia de tres niños-jóvenes que, además de ser aficionados a la ciencia, son acompañados continuamente por el azar y la buena suerte. Así, se embarcan en una aventura espacial que acaba liberándolos de su ruinosa familia y de su soporífera cotidianidad. Estéticamente la película no escapa la categoría de lacónica y deficiente, pero sus aspiraciones de parecerse a lo hecho por René Laloux están claras. De igual manera, su intención de dialogar con el contexto jipi de la época a través de la inclusión de un número musical, una secuencia de baile y una paleta de colores que en un par de escenas ronda la psicodelia no pasa desapercibida. Claro está que más allá de apropiarse de una estética indie, la influencia dominante visualmente son las presentaciones de bandas de rock nacionales como los Teen Tops.
Junto a esto hay que mencionar que un fuerte problema que evidencia Los Supersabios tiene que ver con su representación de las infancias en términos de “adultos pequeños”. En este largometraje —el segundo en la historia de México— la niñez no es otra cosa que un reflejo del mundo adulto, y por eso las y los niños son meros disfraces, como lo son los animales en las fábulas, de lecciones de vida para un público mayor. No hay el mínimo interés de explorar lo que significa la infancia en sí misma, problema que además de ser sociológico, tiene que ver con las dificultades de la industria mexicana para crear y dirigirse a un público infantil. Este fenómeno, como veremos en la siguiente entrega, se atenderá medianamente desde otras coordenadas.
Antes de terminar, hay que mencionar a Roy del espacio (1983), de Héctor López Carmona, largometraje que desde su cartel publicitario hacía énfasis en que se trataba de una cinta “para niños”. La película no ha sobrevivido y se ha convertido en un objeto de culto para algunas personas que especulan en blogs y videos de youtube acerca de su posible trama, las razones de su desaparición, y que formulan hipótesis hiperbólicas catalogándola como “la peor película mexicana de todos los tiempos”. Lo que sabemos es que, igual que en Los Supersabios, el director carecía de experiencia en la animación y contrató por razones de abaratamiento de la producción, a estudiantes universitarios, además de que todo indica que la trama era una imitación de la serie de Flash Gordon (Joseph Zigman, Gunther von Fritsch, Wallace Worsley Jr., 1954).
Roy del espacio (Héctor López Carmona, 1983).
Cintas como Viaje interplanetario, Los Supersabios y Roy del espacio, no obstante, merecen nuestro interés porque sirven para explorar las maneras en las que la Ciencia Ficción empezó a ser apropiada por los animadores mexicanos y cómo desde allí se perfiló un uso conservador del género, es decir, este servía meramente para imaginar otros espacios y otros tiempos que no eran más que repetición de estereotipos y prejuicios del presente, como sucede todavía en las últimas películas de este tipo hechas en México: AAA: Sin límite en el tiempo (Alberto Rodríguez, 2010) y Marcianos vs mexicanos (Hermanos Riva Palacio, 2018) donde los mexicanos, en el presente, en el pasado y en el futuro, estamos condenados a formar mundos donde el clasismo, el sexismo y el racismo continúan naturalizados y normalizados. El conocimiento de la historia, en este caso, no ha prevenido su funesta repetición. Por allí no hubo, no hay, ni habrá, ningún futuro.
Referencias:
Para estas entregas, se han consultado sobre todo los libros El episodio perdido. Historia del cine mexicano de animación de Juan Manuel Aurrecoechea (2014) y Animación: una perspectiva desde México, de Manuel Rodríguez Bermúdez (2007). De manera complementaria, se han revisado los tres tomos de Giannalberto Bendazzi Animation: a world history (2016). En ocasiones se ha acudido a sitios de internet, pero se ha dado preferencia a lo obtenido de las fuentes bibliográficas. Respecto a este período, es de vital importancia el artículo “Un cuento de hadas fracturado: historia de la “maquila” animada en México” de María Celeste Vargas Martínez y Daniel Lara Sánchez, consultado en https://journals.openedition.org/cinelatino/1004.