Historias de la animación mexicana (III)
Artesanía e industria Por Samuel Lagunas
En esta entrega continuamos el recuento de lo sucedido entre las décadas de 1960 y 1980 en la animación mexicana. No obstante, si en el texto anterior comenté la relación que sostuvieron los animadores nacionales con la industria norteamericana, aquí ponemos énfasis en la manera en que se intentó construir una industria nacional a través de símbolos y personajes que se asociaron a lo mexicano, como ha sucedido con la figura de la muerte y de la calavera o calaca (encarnada icónicamente en La Catrina) y con el auge en el mercado global del arte indígena y popular. Asimismo, se examina la importancia de personajes como Cri-Cri el grillo cantor, y de Cantinflas con el fin de remarcar la construcción de contenidos propios para las infancias del país. Finalmente, se presenta un panorama de la obra de Fernando Ruiz, primer director de largometrajes en 2D y férreo defensor de un dibujo animado hecho en y para México.
1. Animar lo mexicano
Los gobiernos que siguieron al fin de la Revolución Mexicana se enfrentaron con la difícil tarea de unificar el territorio construyendo símbolos que congregaran diferentes ideologías, posturas políticas y clases sociales bajo una misma comunidad imaginaria llamada México. En esa búsqueda de “lo nacional” el cine jugó un papel importante. Los apoyos brindados por el gobierno federal a producciones como ¡Vámonos con Pancho Villa! (Fernando de Fuentes, 1935) delataban el interés de consolidar personajes que encarnaran valores afines al nuevo proyecto político y al mismo tiempo proponían asociar elementos visuales como la hacienda, los magueyes o los nopales a una imagen-símbolo del “paisaje” mexicano. Otra película importante que inauguró lo que sería el llamado cine de oro nacional fue Allá en el rancho grande (Fernando de Fuentes, 1936), donde se reiteran los espacios no-urbanos como lugares idílicos y en los que las figuras de los rancheros se consolidan como un modelo de masculinidad mexicana. La película, además, fundó el género de la comedia ranchera, caracterizado por la presencia de variados números musicales y bailables regionales.
La década de 1940 fue bastante prolífica en producción de películas, alcanzando la cifra de 626 cintas estrenadas en cines, superando por mucho las 199 películas de la década anterior. Esta época dorada de la industria nacional consolidó un “star system” propio donde destacaron actores como Mario Moreno Cantinflas, Pedro Infante, Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, y actrices como Dolores del Río, Sara García o Ninon Sevilla. De forma complementaria, estas películas se convirtieron en semillero de estereotipos culturales donde predominaban personajes como el charro cantor, el macho conquistador, la madre abnegada, la esposa virtuosa y sufrida. Todos estos estereotipos, desde luego, estaban en función de los géneros (ya fuera la comedia o el melodrama) en los que aparecían.
Como ya hemos visto en la entrega anterior, en la década de 1940 y 1950 la animación mexicana fue prácticamente nula y los símbolos y tipos popularizados por los cortos de Alfonso Vergara Andrade (muy concordantes con lo que empezaba a aparecer en la comedia ranchera) no pueden situarse como referencia de lo que vendría en los años 60 y 70.
La época del cine de oro mexicano, entonces, no representó ningún auge para la animación nacional; sin embargo, lo producido a partir de 1970 por Fernando Ruiz sí me parece que dialoga directa y quizá desfasadamente con el legado del cine de oro, especialmente en cuanto a estructura, intención y construcción de personajes.
¡Que viva la muerte! (Adolfo Garnica, 1965).
Antes de llegar allí, es necesario mencionar el cortometraje ¡Que viva la muerte! (1965) de Adolfo Garnica (1930-), el cual se ha ganado ya un espacio importante en la historia de la animación mexicana, aunque no se trate directamente de un trabajo completamente animado.
Adolfo Garnica pertenece a un grupo de directores que empezaron a cuestionar los estereotipos que había popularizado la industria del cine mexicano. Alumno y colaborador de Buñuel y Antonioni, su obra se asocia mayormente al documental político y al cine experimental. No obstante, entre sus primeros trabajos destaca el trabajo filmado con títeres y marionetas En defensa (1952), un cortometraje que avisaba sobre el avance de la poliomielitis en México e informaba sobre sus efectos en la niñez. El interés por las infancias en la obra de Garnica es permanente, no sólo desde la vía didáctica o informativa, sino también hay en sus documentales una intención de explorar las condiciones socioculturales reales de la niñez en el país más allá del estereotipo de “edad de sufrida inocencia” en que la había encasillado el cine de oro. Quizá el trabajo más conocido También ellos tienen ilusiones (1955), que dirige junto al escritor Juan Rulfo como guionista, sea el que mejor representa esta actitud, que es también la que tuvo Buñuel en Los olvidados (1950).
¡Que viva la muerte!, dedicada explícitamente a Eisenstein por “su amor a México”, utilizó más de dos mil figuras provenientes de distintas colecciones de artistas para presentar al espectador las fiestas del día de muertos en el estado de Michoacán. El primer plano a un vistoso pavorreal que alberga la leyenda “El arte popular mexicano” revela una de las intenciones de la película: a través de planos detalle de figuras de cerámica y confeccionadas con mimbre, hacer gala de la belleza de un arte y una cultura genuinamente nacional. Esta iniciativa no está aislada de otras similares. Desde 1940, con la celebración del Primer Congreso Indigenista Interamericano y la Creación de Colecciones de Arte Prehispánico y Artesanías, comenzó un prolífico interés de parte del Estado mexicano en construir un acervo de arte popular que fortaleciera una identidad cultural “más completa” hacia el interior, pero también que pudiera exportarse sin complicaciones políticas al exterior. De hecho, en 1949 se llevó a cabo la primera exposición de Arte Mexicano en el Museo de Arte Moderno en Nueva York donde el arte indígena y el arte popular se convirtieron en sinónimos de arte mexicano. Más allá de explayar el cuestionamiento al gesto colonial de estas acciones (había en esos discursos indigenistas todo un proceso de asimilación cultural de poblaciones históricamente violentadas y marginadas que ya ha recibido muchas críticas desde la antropología más reciente), quiero poner atención en cómo el cine animado fue inspirado y afectado también por este giro cultural hacia el arte popular e indígena.
Sueño de una tarde dominical en la alameda central (mural de Diego Rivera, 1947).
En ¡Que viva la muerte! domina un sutil movimiento de cámara que se desplaza sobre el cuerpo de las figuras rígidas y crea su propio ritmo gracias al montaje (muy parecido a lo que Rubén Gámez hizo en películas como Magueyes de 1962). La acción de animar brota únicamente en la parte final cuando comienza el alboroto y el relajo. El corto es eminentemente costumbrista: hay estampas de la iglesia de pueblo, de la feria y de un montón de oficios populares: el panadero, el aguador, el sereno, el vendedor de periódicos; también se observan juegos tradicionales y, desde luego, muchas calaveras. Sobre estas últimas, no hay que olvidar que, para este momento, la Catrina (“inventada” en 1910 por el artista José Guadalupe Posada y canonizada luego por Diego Rivera en su mural de 1947 Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central) era ya un símbolo cultural importante en México y en el extranjero, aunque el filo crítico y burlesco que le había dado Posada para ridiculizar a un grupo social arribista y pretencioso prácticamente estaba perdido. Tampoco hay que olvidar la larga influencia —y fetichización— de esta Catrina en la posterior animación mexicana y norteamericana, desde los personajes raquíticos y encantadores de Tim Burton hasta el mundo de los muertos-parque de diversiones en Coco (Lee Unkrich, Adrián Molina, 2017). De hecho, el comienzo de Coco guarda un paralelismo notable con el inicio de ¡Que viva la muerte! ya que ambos emplean el papel picado para los títulos y créditos.
No obstante, la película de Garnica no sólo es pionera en cuanto recipiente de íconos populares, sino que también se convierte en la primera producción conocida de stop-motion en el país. Este protagonismo del arte popular se convertirá en el motor del que llegará a ser una década más tarde el primer largometraje animado de México.
2. La invención de un público
En 1972 se estrenó en México el episodio piloto de Cantinflas show, creado por el célebre actor comediante Mario Moreno Cantinflas, producido por Carlos Amador y animado por el estudio español de los hermanos Moro (reconocido en esos años por su importante trabajo publicitario y por La familia Telerín); incluso, varios de los capítulos son dirigidos por José Luis Moro. A diferencia de los intentos anteriores de Carlos Sandoval de crear una serie animada mexicana, Cantinflas show tenía muchas más cosas a su favor, además de ser protagonizado por el actor más popular y “querido” de la época dorada del cine mexicano. El hecho de que Telesistema Mexicano, posteriormente llamado Televisa, albergara el programa para exhibirlo le dio un impulso notorio, ya que pudo llegar de inmediato a muchos hogares del país. Se trata del primer programa animado mexicano en contribuir eficazmente a la formación de audiencias infantiles nacionales.
Cantinflas show (Mario Moreno «Cantinflas», 1972-1982).
Técnicamente el show es estupendo por su dinamismo (hay juegos en la perspectiva, numerosos gags visuales, cambios entre figuras coloreadas y otras meramente dibujadas y aún momentos mucho más abstractos donde vemos en pantalla algunos caligramas y otor juegos con letras), y su intención eminentemente didáctica facilita que el público infantil se sienta atraído. Cantinflas viaja por el tiempo y el espacio conociendo personajes célebres y enseñando lecciones de ciencia y humanismo. El bricolaje no deja de ser interesante y refleja el ascenso de una clase media cada vez más cosmopolita y con mayor acceso a la educación: la biografía de Thomas Alva Edison coexiste con aventuras a través de historias bíblicas y recorridos por monumentos arqueológicos de Egipto.
La labor de Carlos Amador como formador de audiencias infantiles no se quedó allí. En su biografía destaca también que fue el encargado de importar los primeros anime al país. Series como Heidi, la niña de los Alpes (1974) o Remi el niño de nadie (1977) pudieron verse con doblaje mexicano gracias a las gestiones hechas por Amador. Él mismo, además, fue el mediador para que se consiguiera uno de los cross-over más celebrados por el público mexicano. En 1963 se estrenó Cri-Cri el grillito cantor (Tito Davison), la bio-pic de Francisco Gabilondo Soler, el popular cantautor de música infantil desde los años 40. Ya Disney había intentado comprar los derechos para animar las canciones del mexicano, pero este último se había negado continuamente. No obstante, para la película, Amador logró que Disney animara la canción de “Los cochinitos dormilones”, momento sin duda entrañable porque allí se conjuntaron dos tradiciones por demás valiosas para la historia cultural mexicana.
Katy, la oruga (José Luis Moro, Santiago Moro, 1984).
Con un mercado bien definido, acostumbrado ya al consumo de animación global y nacional (esta última en menor medida, desde luego), Amador se embarcó en la producción e importación de más contenidos animados como La familia Telerín (Hermanos Moro, 1964-1970), pero no fue sino hasta 1983 que logró producir una de las películas más exitosas de la industria nacional: Katy la oruga.
3. Fernando Ruiz: un héroe trágico
La primera incursión de Fernando Ruiz (1941-2021) en la animación se dio en la película El duende y yo (Gilberto Martínez Solares, 1961), protagonizada por Germán Valdés “Tin-Tan”. El personaje de Tin-Tan sufría alucinaciones y en ellas se encontraba a un duende dibujado sin mucha gracia por un joven Ruiz. Esta interacción de la animación con live-action será una excepción en la animación mexicana, pero perfilará el interés de Ruiz por el dibujo, quien consiguió una beca para visitar el estudio de Disney en Los Ángeles, donde logró quedarse como asistente en la producción de La espada en la piedra (Wolfgang Reitherman, 1963). A su regreso a México en 1964 Ruiz retomó sus trabajos como animador y empezó una carrera tan larga como accidentada. Su primer reconocimiento nacional lo consiguió con El deporte clásico (1968), estrenado en televisión con motivo de los Juegos Olímpicos. Esta película de 24 minutos disputa con la posterior Tlacuilo (Enrique Escalona, 1987) el título de primer documental animado en el país.
Años más tarde, en 1972, Ruiz retomó un argumento de la escritora Rosario Castellanos, de Emilio Carballido y del guionista Adolfo Torres Portillo para filmar el primer largometraje animado de México, Los 3 reyes magos (1976). En una entrevista, Ruiz declaró que buscaba competir con la tradición navideña de Santa Claus y dar a los niños mexicanos una historia tradicional mexicana para las fiestas de diciembre. El nombre de Torres Portillo, quien recibió crédito como co-director, enlaza Los 3 reyes magos con ese otro cine infantil que se había popularizado en la época de oro del cine mexicano. Torres Portillo fue guionista de varias películas de luchadores y de éxitos nacionales como Pulgarcito (René Cardona, 1958) o Santa Claus (René Cardona, 1959). Esta última merece especial interés por la proximidad del tema que guarda con Los 3 reyes magos y la repetición de estereotipos que encontramos en ambas.
El gran acontecimiento (Fernando Ruiz, 1982).
No obstante, Los 3 reyes magos guarda con el cine de oro vínculos más profundos, pues Ruiz llegó a declarar que su obra se movía entre las películas de Walt Disney y las de Ismael Rodríguez, importante director de comedias rancheras. Desde allí, no es difícil identificar todo el alud de referencias que se encuentra en Los 3 reyes magos. Los números musicales interpretados por los hermanos Zavala guardan una relación muy clara con los números musicales de las comedias rancheras, lo mismo que algunas secuencias parecen importadas sin recelo de Blancanieves y de Los tres caballeros. La estructura de la película debe mucho también a las películas de Rodríguez: la triada de protagonistas (allí estaban ya Los tres huastecos [1948] y Los tres García [1946]), los estereotipos de María y José como los campesinos trabajadores, uno despistado y otra envalentonada; los bailables regionales y la vestimenta autóctona, además, refuerzan este vínculo con el arte popular e indígena, útil al objetivo de exaltación de lo mexicano. No puedo no preguntarme por qué Ruiz se obstinó en conservar la tradición bíblica y católica, en vez de recuperar otros símbolos o personajes “más mexicanos”, como lo había hecho el presidente Pascual Ortiz Rubio quien en la navidad de 1930 organizó un evento masivo en un estadio donde Quetzalcóatl, y no Santa Claus, repartió juguetes a los niños.
Lo que es cierto, y aquí comienza la tragedia de Ruiz, es que Los 3 reyes magos contó con el apoyo directo del gobierno de Luis Echeverría para llevar a cabo la película. Cuando este terminó su mandato, Ruiz perdió todo el respaldo federal que tenía y le costó mucho trabajo concretar más películas; incluso éste siempre argumentó que la aversión política que le tenían a Echeverría pasó a él. Más allá de esto, Los 3 reyes magos merece reconocimiento porque se convirtió también en un espacio de formación de dibujantes. Bajo la tutela del experimentado Claudio Baña, durante la producción muchos jóvenes aprendieron a dibujar y a animar, lo que explica también algunas deficiencias en la cinta, pero no impide valorar la calidad del dibujo en la mayoría de los cuadros, especialmente respecto al coloreado pues la mayoría de las figuras siguen fiel al estilo cartoonesco de Disney.
Los problemas ideológicos de representación en la cinta también brillan a la distancia. En la tribu de Baltazar, el rey mago proveniente de África, los personajes son dibujados con un aspecto simiesco, de hecho, entre ellos hay un simio que habla incluso mejor que los otros personajes que sólo hacen ruidos guturales. En la película mencionada anteriormente de Santa Claus hay una escena donde aparece también un grupo de niños africanos que son representados danzando alrededor de una fogata con alaridos igualmente animalescos.
Después de la proeza de completar el primer largometraje animado en México, Ruiz decidió llevar a la pantalla el personaje de una oruga creado por la escritora Silvia Roché y que él mismo ya había empezado a popularizar a través de sus programas radiofónicos con el nombre de la oruga Pepina. En medio de esta travesía más jurídica que artística, Ruiz estrenó una rareza dentro de la industria nacional: El gran acontecimiento (1982), una película católica totalmente panfletaria que recrea la vida de Juan Diego, el indígena que vio en el cerro del Tepeyac a la virgen María.
El cortometraje recupera el estereotipo del indígena ingenuo y bobalicón y debe mucho también a la impronta que el cine católico español había exportado, especialmente con Marcelino, pan y vino (Ladislao Vajda, 1955), historia que años más tarde, en 2001, sería llevada a la animación por Santiago Moro. En El gran acontecimiento, de dibujos aún más torpes que Los 3 reyes magos, pero con un tono costumbrista mucho más obstinado y por eso mismo repelente, Juan Diego interactúa con sacerdotes incrédulos que acaban siendo ridiculizados por la fe de alguien inferior a ellos en todos los sentidos. La película fue patrocinada directamente por la iglesia católica a través de la casa productora Buena nueva A.C. y prologada por el mensaje de un Cardenal. Este gesto dice mucho de la actitud de Ruiz, quien no se reservaba hacer cualquier tipo de película siempre y cuando recibiera un pago por ello.
Los 3 reyes magos (Fernando Ruiz, Adolfo Torres Portillo, 1976).
Antes de El gran acontecimiento, Ruiz fue parte de un programa de cortos organizado por la UNICEF para ilustrar los diez derechos del niño, pero ese trabajo nunca se exhibió formalmente en México y hoy sólo sobreviven algunos fotogramas. Después del trago amargo que representó perder Katy la oruga en su carrera como director, Ruiz ideó otros proyectos que nunca consiguieron el apoyo gubernamental que solicitaba, aunque siguió filmando cortos publicitarios y educativos para las Secretarías de Salud y de Educación Pública que, a fines de los años 80, se convirtieron en un semillero importantísimo de producciones animadas por donde también pasaría Carlos Carrera. Hasta el día de su muerte, Ruiz se mantuvo renuente a hacer animación digital y a producir fuera de México, de ahí que mantuvo una actitud escéptica ante el estreno de las primeras películas hechas por computadora ya en el siglo XXI.
El éxito de Cantinflas show, al exhibirse durante diez años ininterrumpidos no fue en vano. Muy pronto se imprimió una revista con dibujos de José Luis Moro y después de que dejara de exhibirse en México, Hanna-Barbera compró los derechos para producir 50 episodios más que fueron estrenados en Estados Unidos con el nombre Amigo and friends. Katy la oruga, no obstante, llevó el merchandising a una escala mayor lanzando junto a su estreno juguetes coleccionables y, en un momento posterior, estrenando un disco con los éxitos musicales de la película interpretados por la estrella infantil Lucerito.
La película, dirigida por los hermanos Moro y, según documenta Aurrecoechea, producida enteramente en España, se ha convertido en fuente de nostalgia para quienes la vieron en su infancia. La historia es sencilla: una oruga decide salir de su árbol en busca de libertad. En el camino conoce una serie de animales vecinos de quien recibe numerosas lecciones sobre organización social y valores. Uno de sus mayores aprendizajes es que los humanos son la peor especie y que por ningún motivo debe vivir en la ciudad. Al final, su hada le concede el regalo de los libros y a través de la lectura y la educación Katy deja de ser un insecto regordete y se convierte en una esbelta mariposa. Esta exaltación de la educación hoy resulta chocante, pero concuerda con ese afán didáctico-populista que parecía mover a las producciones animadas de Televisa en la década de los 70 y los 80.
Hacia el final de los años 80, la industria animada en México, que había vivido un momento de particular auge, entró en una nueva época de letargo. La producción de series y largometrajes cesó por completo y una nueva generación proveniente de otros espacios de formación empezaba a abrirse camino. Sin embargo, durante este periodo la animación ya había conseguido mostrar su relevancia y su poder comunicativo con las infancias, tan es así que tanto la iglesia católica como algunos organismos estatales empezaron a usarla para sus propios fines. Tristemente, mientras en otros países como Cuba y Argentina el sueño de ser como Disney cristalizó de mejor manera con Juan Padrón y Manuel García Ferré, en México el anhelo de Fernando Ruiz acabó convertido en un profundo resentimiento hacia la propia industria que él ayudó a delinear.
Referencias:
Para estas entregas, se han consultado sobre todo los libros El episodio perdido. Historia del cine mexicano de animación de Juan Manuel Aurrecoechea (2014) y Animación: una perspectiva desde México, de Manuel Rodríguez Bermúdez (2007). De manera complementaria, se han revisado los tres tomos de Giannalberto Bendazzi Animation: a world history (2016). En ocasiones se ha acudido a sitios de internet, pero se ha dado preferencia a lo obtenido de las fuentes bibliográficas. Para este texto, agradezco los aportes, estímulos y las conversaciones sostenidas con la historiadora Ilse Mayté Murillo Tenorio, especialista en cine mexicano.