Hitchcock
La anécdota convertida en excusa cinematográfica Por Fernando Solla
"Imagínese a un hombre sentado en el sofá favorito de su casa. Debajo tiene una bomba a punto de estallar. Él lo ignora, pero el público lo sabe. Eso es el suspense…"
En The Girl (Julian Jarrold, 2012), reciente tv-movie sobre el rodaje de Los pájaros (The Birds, A.H., 1963), el realizador ha optado por retratar al maestro del suspense como un personaje neurótico, casi un depredador, atormentando a su entonces nueva estrella rubia, Tippi Hedren, durante el rodaje de la icónica película. El Hitchcock de Sacha Gervasi sitúa la acción tres años antes, cuando el cineasta británico estaba preparando la que quizá sea su película más famosa, Psicosis (Psycho, 1960). Para la ocasión, la reconstrucción del personaje resulta bastante más rica y mucho más equilibrada, con la ayuda de un desconcertante Anthony Hopkins, que consigue emocionarnos en algunas escenas, pero al que el maquillaje y la caracterización, contrariamente a la finalidad que se supone deberían cumplir, le han restado quizá no entidad dramática, aunque sí algo de verosimilitud, credibilidad y, sobretodo, intensidad. Estamos ante la persona que nos acojonó (sí señor, en 1991 asimilé, como sólo una vez antes, el significado de esa palabra) con su Hannibal Lecter, quizá la interpretación más aterradora que un servidor recuerda, sólo igualada (y seguramente superada, es difícil la comparación) por Anthony Perkins, perturbado y perturbador Norman Bates en, precisamente, Psicosis.
A pesar de la máscara que parece ocultar el rostro del actor, Hopkins no se parece demasiado a Hitchcock y, por suerte, no trata de hacerse pasar por el realizador, superando la técnica del living embodiment al que tan acostumbrados estamos últimamente. Lo que sí que consigue captar es la melancolía, el egoísmo y la vulnerabilidad del hombre de sesenta años, que después de haber dirigido cuarentaiséis películas, es testigo del desarrollo del mundo cinematográfico, que sigue adelante sin tenerle demasiado en cuenta. Aparentemente sardónico e inexpresivo, el talento de Hopkins se rebela contra los quilos de maquillaje que parecen aprisionar sus facciones y sus habilidades dramáticas consiguen transferir el dolor taciturno en que vive sumido el personaje. En los momentos cómicos, en cambio, más allá de una elocución irónica excelente, el actor se muestra algo sobreactuado, sobretodo en la escena en que parece liderar, como si de un director de orquesta se tratara, los gritos de los espectadores al ritmo de la tan conocida melodía durante la famosa escena de la ducha de Psicosis. A destacar, eso sí, las secuencias en que Hopkins / Hitchcock se camela a los censores de la época. No tan exitosos, en cambio, los momentos en que ni actor ni realizador (Gervasi) son capaces de mostrar la obsesión del realizador por sus cabezas de cartel oxigenada y exageradamente rubias. El arquetípico guión de John J. McLaughlin no ayuda demasiado a reflejar las trifulcas y diatribas internas del personaje, cuya introspección quedará oculta durante el largometraje, despuntando algunos débiles e intuitivos amagos, que tímidamente dejarán paso a la impostura y al convencionalismo.
Hitchcock termina siendo, pues, un retrato entretenido pero algo insípido de cómo el maestro encaró su mayor reto. La película prefiere centrarse en las anécdotas, pero, más allá del personaje que intenta retratar, el resultado es un largometraje bastante anodino y, sobretodo, inverosímil.
No queremos decir con esta adjetivación que lo que se cuenta en la película, que en gran parte aprovecha lo ya descubierto por Stephen Rebello, cuando publicó su libro Alfred Hitchcock and the Making of Psycho (Ed. St. Martin’s Griffin, 1990), sea falso. En cualquier caso, no resulta para nada creíble. Quizá Gervasi debería haber tomado nota del chasco que nos llevamos con el remake que Gus Van Sant filmó en 1998, doble fracaso, tanto en taquilla como de crítica. En aquella ocasión ya quedó claro que colorear los fotogramas del original, recreando toma a toma el material inicial, copiando casi todos los movimientos de cámara y el montaje, explicitando, eso sí, algunas escenas pseudoeróticas, desembocaba en un suicidio cinematográfico bastante previsible. Lamentablemente, el Hitchcock de Gervasi se acerca más al fiasco de Van Sant que al original de 1960. Y es una lástima, porque en algún momento de la cinta que nos ocupa parece iniciarse una fugaz reflexión sobre la fascinación que parece despertar en los instintos de profesionales y espectadores el género del slasher cinematográfico; etiqueta que aplicamos no tanto a las películas que tratan sobre asesinos en serie, si no a ese género específico que se recrea a placer reflejando los actos de un misterioso villano obsesionado con repartir puñaladas a diestro y siniestro, saldando su obra con múltiples víctimas. Una variación del giallo italiano, aunque sin tanto énfasis en el motivo del crimen o el misterio, y que busca una reacción mucha más inmediata que reflexiva o psicológica. Subgénero que el bueno de Alfred revolucionó y modeló con Psicosis.
Tras un prometedor planteamiento, Sacha Gervasi se muestra incapaz de plasmar cualquier tipo de investigación introspectiva o psicológica sobre el morbo o placer que nos aporta a nosotros (o al ilustre protagonista) pasar miedo y divertirnos a partes iguales a través de la recreación del sufrimiento ajeno, algo que, por ejemplo, consiguió con maestría Michael Haneke en Funny Games (1997), película que curiosamente también contó con un remake a modo de fotocopia estadounidense en 2007, dirigida por el mismo realizador. El austríaco consiguió generar debate a través de una historia de ficción, consiguiendo que nos planteáramos qué clase de espectadores sádicamente perturbados éramos los que nos divertimos salvajemente con lo que veíamos en pantalla.
Anécdotas, chismorreos, curiosidades… En lo único que parece profundizar Gervasi es en el papel clave de los crímenes perpetrados por el asesino en serie de Wisconsin Ed Gein, como inspiración para Hitchcock para el rodaje de su película. Y, una vez más, el realizador confunde profundización con repetición, ralentización y reiteración, algo que desemboca en más de una secuencia en el más absoluto aburrimiento y, de nuevo, la inverosimilitud se adueña del producto. La investigación paralela al rodaje de Psicosis sobre la posible infidelidad de Alma Reville (Helen Mirren), esposa del británico, llevaba a cabo por el propio realizador, víctima de la fiebre, secuestrado en sueños y convertido en títere por el nombrado Ed Gein (que ya fue protagonista de una cinta que llevaba por título su nombre y apellido en el año 2000, bajo la dirección de Chuck Parello), es, siendo benévolos e indulgentes, risible. No tanto como la casi sacralización del personaje de Alma, sufrida esposa que deja de lado su carrera en favor de la de su marido. Helen Mirren no puede aportar más (ni menos) que convicción a su personaje, verdadera impulsora del difícil y casi infructuoso proyecto de Psicosis, que no parecía convencer ni a censores ni a productores, negándose la mismísima Paramount Pictures a producir la cinta, y actuando únicamente como distribuidora. Que en un momento político, económico y social como el que estamos viviendo, alguien pretenda que los espectadores empaticemos con un matrimonio que hipoteca su gran mansión (único momento dramático de la película) para poder financiar una película, renunciando a eventos sociales, alcohol, cenas en restaurantes lujosos… cuando hemos pagado lo que vale una entrada de cine para ver algo no demasiado estimulante no sólo provoca indiferencia, sino impasibilidad y hasta rechazo. No nos lo que creemos, aun a sabiendas que sucedió en realidad. No hay magia cinematográfica ni verosimilitud documental.
A pesar de todo, quizá hay un reproche todavía mayor que podemos hacerle al largometraje de Gervasi, y es el desaprovechamiento tanto de actores como de personajes. Puede que no sean los mayores mitos cinematográficos de la historia pero, aún así, nos mostramos altamente disconformes con el retrato que vemos de Janet Leigh (Scarlett Johansson), Vera Miles (Jessica Biel) y, sobretodo, Anthony Perkins (James D’Arcy), actores y personajes (y viceversa) cuyo talento merece un retrato más profundo, por un lado, y un material con mucho más fondo para poder desarrollar, por el otro. Que el personalidad de Perkins se salde con dos frases sobre su pasado y su aparente pusilanimidad y que tanto Leigh como Miles queden reducidas a dos víctimas de la lúbrica y lujuriosa mentalidad del ilustre realizador no nos sorprende (ni mucho menos convence) a estas alturas. Tampoco ayuda demasiado el empapuzamiento al que nos vemos sometidos los espectadores de referencias y personalidades que tuvieron algo que ver en el desarrollo de Psicosis. Guionistas, montadores, asistentes… hasta el ilustre diseñador gráfico Saul Bass. Llega un momento que nuestro desconcierto es tal que no sabemos ni de qué ni de quién se está hablando en las imágenes que se proyectan ante nuestra cada vez más distraída y menos atenta mirada.
Finalmente, atestiguamos que el largometraje de Sacha Gervasi cae víctima de su propia premisa, puesta precisamente en boca de Hitckcock / Hopkins, cuando el realizador se pregunta, mientras lee la prensa en su bañera: “¿Para qué seguir buscando nuevos realizadores cuando seguimos teniendo al original…?”. Incógnita que se debió formular en su momento Gus Van Sant y ahora Gervasi. Si nos la formulamos los potenciales espectadores del presente largometraje es muy probable que obviemos nuestra asistencia cinematográfica y escojamos otra propuesta más estimulante, que las hay (y más de una).