Holy Motors
El sueño sagrado Por Manu Argüelles
"El instrumento lingüístico sobre el que se basa el cine es de tipo irracional, lo que explica la naturaleza profundamente onírica del cine"
Si son ciertas las palabras de Pasolini, me pregunto qué demonios pretendo hacer escribiendo una crítica de Holy Motors. Este espacio de absoluta libertad en el que escribo tiene sus peligros, porque cada vez me veo más empujado de forma inconsciente a escribir lo que sería sistemáticamente rechazado si quisiese presentarlo en otros soportes. Uno tiene ciertos recursos, aplica ciertas estrategias y se amolda al formato determinado de lo que se supone o se espera de una crítica. Siempre busco mutarme, me gusta la figura del camaleón y que el texto se corresponda con el espíritu y letra del film que comento. Pero mi estilo, si es que lo tengo definido, siempre está en continua crisis. Un bucle vicioso, neurótico y obsesivo. Films tan importantes y de tal relevancia como Holy Motors – ganadora de cuatro premios en Sitges, incluido el de mejor película-, provocan un nuevo cataclismo en mis banales impulsos creativos. Paso del camaleón al acróbata en lo que se tarda en hacer un chasquido. Es como volver a empezar, como si nada de lo que hubiese escrito hasta la fecha sirviese. No me sirve escribir una crítica, cómo voy a cercarlo, quién soy yo para desfigurarlo de esa manera.
Así pues, voy a saltarme algunas barreras que yo me autoimpongo y quizás eso provoque que no les ayude a encontrar claves en este texto que les ayuden a comprender el film, que les descifren los códigos en régimen abierto de un film tan claramente adscrito a la materia de los sueños. Ya tendrán oportunidad de encontrar artículos que sienten jurisprudencia, que les digan o sugieran lo que tienen que pensar. O los mejores, que les ayuden a pensar. Yo sí les digo que consiguió brindarme el santo grial, salí pensando que no hay nada que se le compare, que es único, que no había visto nada igual. No me estoy saliendo por la tangente aunque lo parezca. Les reconozco que no lo comprendo como tampoco entiendo este jodido mundo en el que vivo. Es más, no quiero hacer legible los significados que pueden desprenderse, una vez que Leos Carax accede desde su habitación lynchiana a ese cine con el que se abre el film. Quiero decirles que ese pasadizo que nos lleva a las infatigables rendez-vous de Monsieur Oscar (un mayúsculo Denis Lavant), sí, es puro cine, pero no sé si el de ustedes. Avisados quedan, voy a hablar en términos emocionales estrictamente personales, que son los que me importan de una experiencia como esta. Recuerdo al salir de su pase en Sitges, del que salí notablemente trastornado, preguntarme por qué nadie de mis compañeros remarcaba el efecto desolador del film. ¿Había sido el único o es que eso no se revela en público? Todos se apresuraban a interpretar los símbolos, las metáforas y cuantas figuras retóricas se agolpan en el film. Pero yo estaba preocupado por la aflicción irrefrenable que sentía. Así pues, necesité dejarlos atrás, necesité estar solo. Todo era ruido. Y sentí un profundo desamparo sin poder acertar qué diablos pasaba para que me sintiese tan triste. Ni siquiera llegué a intuir qué teclas sensibles había tocado para acabar en tal estado.
Solo podía quedarme con la certeza de que Holy Motors se había inmiscuido en mis heridas más lacerantes, me había tocado la falta que diría Lacan. Y eso duele. Su capacidad, valga la paradoja ya que hablamos de dolor, para poder conformarme tal estado supone una parcialidad absoluta al considerarlo uno de los films más importantes de este año. Me encontré con aquel iluso que conseguía desaparecer completamente para perderse en una fantasía. Yo necesitaba soñar, porque estaba convencido que viviría en una eterna desdicha. El cine me redimía. Aunque era un aplazamiento, bien me venía para seguir continuando. Era pura ilusión, puro encantamiento. Me sentí en aquella fractura que se produjo en mi vida, cuando el cine y la música habían reemplazado el acto de vivir porque éste me resultaba insoportable. No me digan por qué, pero Holy Motors me pareció hablarme en esos términos, cuando las cámaras eran máquinas pesadas y funcionaban al ritmo de acción.
Hace poco vi la película Los chicos de la banda (The boys in the band, William Friedkin, 1970) y al verla tuve un sentimiento de pérdida. Ya no hay reuniones de amigos en las que acabamos todos inmolados, tras horas de alcohol y confesiones lastimeras. Nos hemos hecho adultos. Como me recordaba una gran amiga al encontrar su diario de juventud, en aquel entonces estábamos desbordados de energía pero no sabíamos qué hacer con ella. Lo que fue un infierno, el tiempo lo ha situado como algo entrañable. Como le comenta su jefe a un fatigado Oscar, pecamos de nostalgia sentimental. Holy Motors creo que se inscribe en un sentimiento de pérdida similar, respecto al cine, respecto a sí mismo y, claro, respecto a la sociedad en la que vivimos, con los apuntes del hombre de negocios, el banquero, la mendiga o la modelo. Carax después de tanto proyecto frustrado y tanta energía derrochada se encuentra que el 2012, cinematográficamente hablando, ha cambiado sustancialmente en sus formas de producción y realización. Todo es extraño y bizarro. Es como si se hubiese despertado de un largo sueño y lo que se encuentra es pura fantasmagoría. Ya no hay cuerpos, hay movimiento. Lo mecánico (la limosina), lo animal (Merde recuperado de su fragmento para Tokio) y lo humano se arremolinan en Holy Motors con una estructura similar a la de La ronda (La ronde, Max Ophüls, 1950), pero adaptada al micro- tiempo, la fragmentación y la dispersión de nuestra existencia, gobernada por la liquidez de la imagen digital que no crea identidades, sino avatares, efigies incorpóreas bajo las que nos representamos y que sirven de patrones para nuestro habitual sistema de comunicación. ¿Cuál es ahora la ontología de la imagen? Cuando lo post ya está caducado, ¿dónde estamos? ¿Qué nos queda? ¿Dónde está la quimera del cine? Carax no da respuestas porque no puede dar clausura a un espacio en continua metamorfosis. Es un lamento porque todo es incomprensible y vertiginoso. Por eso sufrimos por la belleza del acto, por la pervivencia de ésta a pesar de sus continuas mutaciones.
Holy Motors es esa vivencia de una temporalidad situándonos en el fin de los recuerdos, en el funeral de los sueños. Aquello que fuimos y no somos, aquello que amamos y perdimos. Sufrir el castigo de ser quiénes somos y vivir con eso, como le dice Oscar transfigurado en el padre de una adolescente, palabras que a servidor se le clavaron como dagas. Así pues, la única percepción posible es la de estar en unas exequias, donde Carax utiliza el cine de Franju o las intuiciones de Lynch como si fuese un médium (especialmente del primero con la participación de Edith Scob y las alusiones claras a Los ojos sin rostro y Noches rojas), gps para realizar la cartografía del viaje fílmico a través de las sombras ambulantes que se aparecen por una París de huellas y vacíos. Emblemas de otros tiempos derruidos como La Samaritaine fantasmática con restos de maniquíes fracturados, síntoma de viejas vivencias. Como la absorbente y fatal que vivió Carax al tratar de rodar Los amantes del Pont-Neuf (Les amants du Pont-Neuf, 1991), puente que puede verse desde la azotea, lugar elegido para el suicidio de Eva Grace (Kylie Minogue) bajo su avatar de Jean.
Creo que una vez concluida su etapa de Alex a través del periplo Boys meets girl (1984), Mala sangre (Mauvais sang, 1986) y Los amantes del Pont-Neuf)– toda una educación sentimental marcada por su relación afectiva con su actriz, Juliette Binoche-, Holy Motors, desde su fatalismo romántico y su mirada alucinatoria, se erige en sí misma en un auténtico acto poético, que en su tenebrismo y su lírica afligida encuentra la Venus buscada, aunque la haya encontrado en un pasaje entre mausoleos y visiones mortuorias. Con un apabullante sentido visual y rítmico, nota común de su breve e intensa obra -ahogada en ocasiones en ampulosidades y megalomanías, pero siempre salvada en el último momento por su pasional visceralidad-, desde el lamento por aquello que no existe, apunta hacia un futuro prometedor. Es posible fraguar experiencias perturbadoras y penetrantes. Yo soy de los que quiero creer que el cine nunca perderá su poder hipnótico porque, como decía Pasolini, su naturaleza es onírica. Así que mientras el cine siga facilitándonos tal profusión de estímulos seguirá al lado nuestro, ya que los sueños son consustanciales al hombre.