Home invasion
La invasión de lo bárbaro Por Paula López Montero
“La violencia ha de entenderse ante todo como una fuerza cuya intensidad transforma el tiempo y el espacio en el que se desarrolla. El hombre trata de inscribir esa violencia en un marco simbólico que le dé sentido, la convierte en ritual. A través del análisis de estos rituales la antropología filosófica puede satisfacer parte de su curiosidad en torno a la psique humana.” David Sánchez Usanos (2007), “Sobre la violencia. A propósito de Hemingway.”
“La estructura temporal del miedo comporta, psicológica y políticamente, una parálisis imaginaria del tiempo.”
I. Lenguaje
Todo lenguaje lleva implícita una violencia, una exclusión, y la lleva en cuanto que toda elección, selección obedece al apartamiento de una diferencia, de una marca, de un gesto, en beneficio de una identidad común, consensuada. Si a ello le sumamos que el ser humano podría -en esa reducción límite- casi significar su lenguaje nos queda que el ser humano en su acto comunicativo, en la manera de ver, pensar y cambiar el mundo ejerce una violencia. Cabe recordar estos apuntes filosóficos para ahondar en el que sea dentro del lenguaje cinematográfico, el género –junto con el cine bélico- que más explícitamente lleve la violencia a cabo, el terror, y un subgénero como el de Home invasion, que hace en cierta medida de cénit –también en tanto que es uno de los subgéneros allegados en las últimas décadas- de la conquista del espacio por parte de esa violencia que se da cuenta de que, efectivamente, no tiene fronteras y por lo tanto se ve capaz de perpetrar y llegar a la vulneración, a la destrucción de lo que históricamente había sido infranqueable, del sacro templo y santuario que es la propiedad privada, el hogar donde durante siglos el ser humano parecía inmune. Pero como toda representación, lo más alusivo para un crítico no es solo la trama misma sino las estructuras en las que se enmarcan los parámetros de esa violencia, su por qué, su modo de actuar y cuestionar su legitimación o su gratuidad en un contexto concreto. Y es que el cine de terror es el género que nos saca de esa inmunidad, de esa comodidad de butaca ergonómica, y nos mira acechante con los ojos del animal, nos pone en frente de lo primitivo, la erección de esa violencia. Decía Haneke tras Funny Games (1997) que el hecho de quedarse a ver una película desagradable, visceral y sobre todo límite en cuanto a la soportabilidad de esa violencia se refiere es porque, precisamente, el ser humano necesita ver hasta el final o bien por una excitación reprimida, desconocida o bien por buscar las respuestas al por qué de esa violencia. Digámoslo de otra manera, el cine de terror guarda algo de nosotros que desconocemos y que sale a luz y por los poros tras su contemplación. En esta misma línea escribe David Sánchez Usanos 1, quien además desvela terriblemente el trasfondo sagrado y divino que hay inmerso en la violencia y en el que trataremos de ahondar más adelante:
Pero sin duda la violencia puede interpretarse también como la manifestación de una ley, la de la necesidad. La violencia puede leerse como un atributo de poder —también divino— frente al que no queda sino acatarlo. No en vano el temor y la parálisis suelen ser las reacciones más comunes frente a la violencia que acontece. Reacciones que constituyen, por cierto, las más primitivas respuestas ante la presencia de lo sagrado. Pero el temor y la quietud que suscita no la eximen de ejercer sobre nuestra mirada una extraña fascinación. La violencia posee un hechizo que, en cierta manera, hace que nos acordemos de lo sublime. De esa puesta en escena de algo desmesurado y magnífico que, aunque destructor del sosiego, posee una suerte de armonía interna irreductible a forma más allá del espectáculo que supone su desencadenarse.
Hay dos cosas en este breve fragmento que para mi gusto son muy alusivas y que nos acompañarán a lo largo de estas discursiones, y son precisamente la apreciación del desencadenamiento de la violencia como espectáculo y como manifestación de una ley que no pudiendo ser de otro modo lo es por necesidad. Ese espectáculo será precisamente el de la escenificación de esa ley y de su violencia, haciéndonos por un lado sumisos si participamos catárticamente de ella y garantizándonos nuestra inmunidad o, por otro, reaccionarios si nos distanciamos en un gesto transgresor que compromete nuestra identidad, de un espectáculo que empieza a cuestionar su lugar tras mirarse viendo la violencia misma.
En otro orden de cosas tengo que alegar que es bastante complicado hacer un corte o una criba del cine de terror del siglo XXI en cuanto que llevamos menos de un cuarto de siglo para vaticinar toda una línea temática. No obstante me parece que este ejercicio aportará mucho para los años posteriores en donde la comparación será evidente y donde ya se aprecia una evolución incluso dentro del subgénero –Home invasion– que viene del acecho de los fantasmas al hogar –sobre todo en el terror gótico-, y que ahora son los extranjeros, y el clima se va reduciendo de la familia convencional, a la familia con un solo hijo, hasta llegar en los últimos largometrajes a las parejas turistas, sin hijos fuera de su propio hogar, o a las solteras vulnerables acotando mucho más el perímetro en un gesto muy alusivo a la tendencia al aislamiento del ser humano. Seguramente el reino y la ilusión de Airbnb como simulacro del hogar también acabe teniendo sus episodios terroríficos. Todo esto tiene que ver sin duda con ese simulacro de invulnerabilidad del hogar y de los últimos cambios del siglo.
Es cierto que las obras se pueden leer según su contexto y según sus predecesoras, y es en cierta medida cierto que los hechos históricos vienen precedidos por sus antepasados de manera que la cadena temporal se alarga atada y presa de su misma historia. Quienes somos nosotros responde a toda una línea temporal ¿verdad? El terror del siglo XXI habla de ello y vuelve a juntarnos y contraponernos en esta discutida y discutible evolución con las preguntas y miedos más primitivos del ser humano. Pero hay un punto de inflexión que merece la pena traer a colación y es el surgimiento del terror en la literatura gótica-romántica que ejerce y debe ejercer siempre como faro y punto de partida para entender sus desvíos contemporáneos. Bajo mi punto de vista no hemos dado solución a los interrogantes que surgen en esa Modernidad, y es necesario volver a ponerlos encima de la mesa para reformularlos. Y es que no me interesa tanto el género como el clima donde nace y no deberíamos olvidarnos del surgimiento de aquellos espectros, dualidades, alternativas, pulsiones, despertares y tentaciones que se descubren precisamente en el desmantelamiento de la metafísica y en el clima de sospecha que descubre la represión y da voz a unas pulsiones y pasiones que empezaban a manifestarse fantasmagóricamente –depende de para qué ideología, satánicamente- en los cuerpos, estructuras e identidades.
En este sentido y sin olvidar la deuda del Romanticismo del XIX, nos adentraremos en el siglo XXI y en el Home Invasion. Lo primero que cabe alegar es que este subgénero tiene que ver directamente con la construcción social de Occidente, con su sistema, y con la construcción misma. Casi ningún subgénero intenta cuestionar más los límites de su status quo –en un myse en abyme– y lo presos que estamos del propio sistema en el que el miedo se erige cuando se trata de salir del mismo. Además la pérdida de la dicotomía real-fantasía, como veremos, será una de las cuestiones clave para desgranar los hilos; y esa desorientación y desubicación irrumpirán en las fronteras más selladas y más cartografiadas de nuestra cotidianeidad: el hogar, que se ve acechado por todo el despertar de aquellas pulsiones, arrinconando a la identidad social en la última pared que parecía salvaguardar su invulnerabilidad, seriedad y rigidez. No es baladí que las casas sean escenarios y protagonistas de mucha de esa literatura gótica precedente. La gratuidad de la violencia, el acecho de los extranjeros, de las pulsiones sexuales, de la represión, serán los límites, las sombras y los síntomas que tratarán de desmantelar el último resquicio de la metafísica occidental, el hogar. Por cierto, Home Invasion, como todo el cine de terror, obedece a una lectura sociológica que no deberíamos abandonar.
Además comentaré que la intraducibilidad del título que hemos querido mantener se debe a que lo que se ha traducido al castellano en algunas ocasiones como “allanamiento de morada” no me parece que sea tan clarificador como esa invasión del espacio privado (espacio privado terriblemente contractual, social, y si se quiere hasta religioso). Por ello he anotado ese subtítulo que creo que obedece más a esa explicación: “invasiones de lo bárbaro”, en las que se pondrá el acento en la ley que excluye a lo otro del lenguaje –lo bárbaro- y que irrumpe a través del terror, para cuestionar precisamente no solo el género, sino el sistema mismo.
Funny Games (Michael Haneke, 1997)
II. Un juego irónico, Funny Games
Funny games (1997) se puede decir que es la precursora a las puertas del siglo XXI de este subgénero. Si bien habían aparecido tímidamente ciertos caracteres de lo que sería esta corriente –se habla de La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, Wes Craven, 1972) o el slasher Navidades negras (Black Christmas, Bob Clark, 1974)- no es sino Haneke quien asienta para mi gusto el discurso e inicia toda una corriente de la que bebería mucho del cine de autor centroeuropeo. Huelga decir que, a grandes rasgos, vuelve a hacerse evidente la bifurcación de la corriente del cine mainstream –gestado en Norteamérica- de la del cine autor –más europeo- en el sentido en el que el subgénero Home invasión a un lado y a otro obedece a reflexiones parecidas pero a su vez bastante distantes como viene siendo habitual. Encuentro, por ejemplo, una distancia irremediable en el mecanismo representacional del terror a los extremos de la producción cinematográfica: mientras que en el mainstream este terror viene del acecho de los extranjeros, haciendo mucho más velada su intromisión (a través de las máscaras, del aviso mismo del sistema de que lo monstruoso no debe tener rostro para nosotros por la temible identificación y despliegue de los afectos habitual en el espectador que rompería precisamente con el esquema del terror), del fuera de campo, del clímax del susto e insertos mucho más específicamente en los caracteres de la ficción; en el cine de autor el terror no lleva ninguna máscara sino que se gesta en la propia dicotomía ficción-realidad y en su propio cuestionamiento de las barreras, y no se fija tanto en la otredad sino en un estrato burgués de donde proviene esa gratuidad de la violencia –salvando algunas distancias claro está-. El mainstream preguntaría a través del género, las pulsiones de un sistema capitalista-consumista, a través de la redención, de la venganza y de la violencia extrema en un país donde las armas es una de las primeras industrias económicas, para devolver a su espectador a la misma posición garantista y salvaguardada de donde provenía –pienso en el ejemplo de Los extraños (The Strangers, Brian Bertino, 2008), The Collector (Marcus Dunstan, 2009), The Purge, la noche de las bestias (The Purge, James DeMonaco, 2013) o en Hush (Mike Flanagan, 2016)-, mientras que el cine de autor revelaría al espectador precisamente su complicidad frente a esa violencia, su cuestionamiento de las propias fronteras, no ya desde un terror fundado en la ficción y que aún tiene la pantalla de cine como barrera mediadora y que hace posible la identificación homeopática con los personajes –como es el caso del mainstream-, sino de ese traspaso o salto a la realidad que vuelve a dar con los momentos originales y originarios de esto llamado Occidente: precisamente la represión de la violencia, y el miedo a lo otro que ahora irrumpen temiblemente descubriendo que a través de nuestra mirada se debe gestar una posición política frente a lo mismo. En esta última vertiente Haneke nada solo y a contracorriente aunque aparecen también otras películas destacables que tienen que ver menos con el terror en sí pero sí con los cimientos de la categoría Home invasion que quizá podría desbordar los parámetros del terror – en cuanto que abandona los tropos más reconocidos de la ficción- e insertarse más en un miedo fundacional y en unas phobias y philias sociales –pienso en Caché (Michael Haneke, 2005), en Eastern Boys (Robin Campillo, 2014), Elle (Paul Verhoeven, 2016) y en tierra norteamericana madre! (mother!, Darren Aronofsky, 2017). Pero vayamos paso a paso.
Haneke muy en la línea de sus anteriores películas agrupadas bajo el rótulo de “La trilogía de la glaciación emocional” –título tremendamente alusivo- con El séptimo continente (Der siebente Kontinent, 1989), El video de Benny (Benny’s Video, 1992) y 71 fragmentos de una cronología del azar (71 Fragmente einer Chronologie des Zufalls, 1994) nos pone encima de la mesa una distancia del ser humano con la realidad en la que los medios de comunicación y de ficción tienen mucho que ver y que caracteriza no solo a todo el clima europeo, sino al mismo cine del director austriaco. Además la congelación implícita en esa glaciación emocional también tendría su desencadenante en esos “juegos graciosos” donde esa risa, que lleva implícita la gratuidad de la violencia, hace de bisagra a la parálisis que nos produce también la risa del diablo y, por cierto, también de la ironía. Digamos que juego, ironía y tentación vienen de la mano precisamente de ese diabalein, del descubrimiento en el Romanticismo de la espectralidad, la refracción, la otra vía, del Dionisos de Nietzsche, de la tentación y las pulsiones reprimidas de Freud. Y para explicar el por qué del uso irónico en Haneke, no sólo en los diálogos de la pareja cómica por excelencia del delgado y listo Paul, interpretado por Arno Frisch y del atolondrado y gordito Peter, interpretado por Frank Giering, sino precisamente en la exposición misma del filme con el juego entre realidad-ficción; me debo remontar a una pequeña explicación del surgimiento de la ironía en el Romanticismo –muy atado al empoderamiento de la bourgeois– que espero aclare ciertos velos que hacen difícil el acceso a Funny Games.
La ironía en el Romanticismo toma un curso diferente al iniciado por Sócrates, y tantos otros autores como Kierkegaard, Schlegel, Baudelaire, Hoffmann, Paul de Man o los más contemporáneos Jankélevitch o Rorty se ocupan de ella a propósito de este periodo –en el que, por ejemplo, para Kierkegaard ironía y romanticismo designan exactamente lo mismo-. Y es que precisamente el auge de la subjetividad en un clima de desmantelación de la metafísica pone en juego uno de los mayores juegos del sistema que atisba sus límites tras la caída de los dioses: la ironía. Para Paul de Man “La ironía divide el flujo de la experiencia temporal entre un pasado que es pura mistificación y un futuro acosado para siempre por el miedo a la recaída en la inautenticidad” 2. Para Kierkegaard 3 la ironía es precisamente una autointencionada búsqueda de libertad y de empoderamiento frente a la carencia más absoluta que se da en el choque entre la subjetividad y el mundo, es decir, como la emergencia de la interioridad sobre lo exterior. La subjetividad del hombre irónico ha perdido la inocencia y desde entonces, sospechosa, se dedica a desenmascarar un universo que ya no cree en los ideales sobre la unidad. Más aún, Baudelaire 4 desengranará en Lo cómico y la caricatura precisamente que esa contradicción y ese ideal de superioridad tiene que ver con una antigua caída y con la pérdida del paraíso con lo que alude sin duda a toda una tradición cristiana en la que quizá se hayan podido dar muerte a los dioses pero no una explicación a la miseria o grandeza del ser humano que se sigue cobijando en la estructura del propio sistema. Pero en realidad ¿a qué sujetos se refieren estos filósofos?, ¿quién puede ironizar?, ¿quién tiene como idea su propia superioridad? Indudablemente esto tiene que ver con un estrato burgués, con la pérdida de tiempo y con el aburrimiento también propios de la Modernidad. El juego que expone Haneke con los dos personajes burgueses a medio camino entre lo bufonesco y lo sádico y en la pérdida de los parámetros realidad-ficción es precisamente el juego irónico de esos mismos dos personajes que, ante la disolución de los corsés, la pérdida del paraíso y la imposibilidad de recuperarlo acometen desde su supuesta educación superior la respuesta más temida a la pregunta por la finitud que se escucha a lo largo de toda la tradición y que ahora ha tomado una respuesta bien diferente: el capitalismo como máquina del deseo por deseo, placer por placer sin nada detrás más que el hecho de seguir jugando.
Otro aspecto característico de la filmografía de Haneke es esa distanciación, para mi gusto, muy deudora de Brecht 5, autor que se pregunta precisamente por los mecanismos identificativos y catárticos que habían reinado en el teatro desde Aristóteles y que propone eliminar la compasión y el temor por principios más reaccionarios que interpelen al espectador y le saquen de esa comodidad despertando su inquietud y curiosidad:
La pregunta es, pues: ¿es posible el arte sin identificación, o sobre otra base que no sea la identificación? ¿Qué podría constituir esa nueva base? ¿Qué podría sustituir el temor y la compasión, el dúo clásico, para producir la catarsis aristotélica? ¿si renunciamos a la hipnosis, a qué podemos recurrir? ¿qué actitud adoptaría el espectador en los nuevos teatros si se le negara la actitud ensoñada, pasiva y sumisa al destino? No debería ser transportados, o secuestrado, de su mundo al mundo del arte; por el contrario, debería ser introducido en su mundo real, con todos los sentidos despiertos. ¿Es posible poner en ligar del temor ante el destino el ansia de conocer, en lugar de la compasión la solidaridad? ¿Se puede establecer así un nuevo contacto entre el escenario y los espectadores, podría constituir eso una nueva base para el disfrute del arte? No es este el lugar para describir la nueva técnica de construcción del escenarios y de la manera de interpretar con la que experimentamos. Su principio radica en provocar en lugar de la identificación la distanciación. ¿Qué es distanciación? Distancia una acción o un personaje significa simplemente quitarle a la acción o al personaje aspectos obvios, conocidos, familiares y provocar en torno suyo el asombro y la curiosidad.
Un gesto muy notorio de Funny Games es precisamente la ruptura de la cuarta pared con las miradas a cámara y la interpelación al espectador como voyeur cómplice de la trama. Haneke en esa línea de Brecht sacaría al espectador del temor y la compasión aristotélicas –propias también del mecanismo representacional del MRI y del mainstream– y arrancaría la imposibilidad de identificación con los personajes, la ruptura de sus convenciones, asentamientos, verdades y expectativas a través de la violencia límite e insostenible que representa, y haciendo del espectador el eje fundamental en la escena. En esa dislocación y distanciamiento, en esa ruptura de convenciones, el Home invasión -ya digo para mi gusto magistralmente regenerado con Haneke- se fija precisamente en el lugar más impensable del surgimiento o acecho de la violencia: el hogar. Pero más aún, un hogar simbólico, en pleno Schwarzwald, el lugar donde se gesta el espíritu del aislamiento e idealismo alemán a finales del XIX y que también el mismo Haneke ha interpelado en La cinta blanca (Das weisse Band, 2009), a propósito de esa violencia. Y es que, como decíamos, todo sigue teniendo que ver con aquellas preguntas y ensayos surgidos en el XIX donde precisamente Freud desvela el carácter de lo siniestro –característica fundamental del cine de terror- con el nombre tan alusivo y tan poco bien tratado como Unheimlich. No me interesa tanto las acepciones comunes en las que todos podríamos bien llegar al consenso de la paradoja de lo “extrañamente familiar” -dos términos contrarios pero que en su contrariedad despiertan precisamente ese carácter de lo siniestro-, sino que la palabra Unheimlich lleva por sema heim: hogar. Desvariando un poco ¿no remite el propio carácter de lo siniestro –unheimlich– a esa inquietud, a esa fractura identitaria que irrumpe ahora dentro de lo más asentado de nuestra civilización desde que se formaran los primeros grupos y comunidades, el hogar? ¿No es lo siniestro la sospecha y la sombra de que lo que creíamos lo más familiar, lo más parecido y seguro es precisamente aquella ilusión que tras tanto mirarla detenidamente se nos aparece extraña, distante, fuera de contexto?
El hogar, heim, el inicio de las comunidades e identidades, que lleva la apelación del nombre del padre y de la identificación en la vida social, es precisamente una de las primeras unidades de significado, uno de los primeras marcas y huellas que erigen un tipo de carácter, una construcción social. Esos pequeños núcleos, llevan implícitos -desvelábamos al principio el carácter de todo lenguaje- una exclusión, una diferenciación de tal manera que quien habita el hogar es lo familiar y lo que se encuentra fuera de ese hogar es lo extraño. Tal sería el propósito mismo de la política que llevaría mucho más extensamente el carácter de lo familiar a los muros de aquella polis, en la que esas agrupaciones familiares también tendrían una identidad común y más allá de esas fronteras, de aquellos muros, se encontraría lo extranjero, lo bárbaro, lo más allá del lenguaje. Ha sido históricamente este miedo a lo otro-extraño-extranjero-bárbaro lo que ha edificado el sentimiento de comunidad ¿Pero dónde está la violencia en el que rompe la frontera o en el que la pone? Lo más particular de esta construcción social es precisamente ese desentendimiento lingüístico donde la violencia se erige a un lado y a otro y que el Home invasion tímidamente desvelaría. No es baladí que en tantos otros filmes -pienso ahora en Eastern boys – el grupo allanador sea precisamente un grupo de inmigrantes que no hablan la misma lengua que los allanados, además de ser unos sin techo, sin hogar. Una de las paradojas del problema migratorio –del terror- que acecha a Europa se puede encontrar en esta lectura.
Pero en Haneke los intrusos hablan la misma lengua hasta el punto de que se sitúan y juegan con esa familiaridad burguesa que por reconocimiento les ayuda a entrometerse en la casa sin tener que forzar las cerraduras. El aburrimiento de la burguesía, su juego que viene desde antaño vaticinando la necesidad de entretenimiento, de la necesidad del deseo, del espectáculo, del querer más llevarían al extremo una violencia dentro del juego que ya no tiene la justificación de ese desentendimiento del lenguaje o con el otro, sino el seguir jugando mismo, su gratuidad fuera de toda ley.
Por otra parte cabe recalcar los patrones que dibuja Haneke en su filme y que serán recogidos en otras películas como premisas del cuestionamiento de ese sistema: la música jugará un papel determinante –la música heavy, descontrolada y violenta que se interpone con violencia a esa música clásica que sería la opuesto a esa serenidad y racionalidad reinante en lo clásico, el paso de lo bárbaro en esas fronteras acotadas del racionalismo y la armonía. La cámara aérea observacional, el ojo que todo lo ve, la presencia del sistema mismo y del espectador que persigue a los individuos en su cotidianeidad serán también recurrentes. Además un matrimonio aburguesado de único hijo, y sobre todo una mujer sobre la que se duda sobre su testimonio y palabra, una mujer ama de casa que tendrá siempre el papel fundamental en la trama, ya que que dentro del subgénero se esconde una gran cartografía de la mujer, históricamente gestora del hogar y que veremos más adelante magistralmente expuesta en otra película menos reconocida como Home invasion y menos aún por ser un filme de terror pero que guarda una lectura tremendamente pertinente: madre! (Darren Aronofsky, 2016).
Los extraños (The Strangers, Bryan Bertino, 2008)
III. Hogar dulce hogar
La violencia es el gesto que emerge entre la identidad y la diferencia. La cara del miedo siempre acecha nuestra identidad, trata de diluirla poniéndonos frente a lo monstruoso, lo que nos es extraño, extranjero, en definitiva, lo diferente, lo otro de nosotros. Decía David Sánchez Usanos que la violencia nos hace acordarnos de lo sublime, de lo sagrado y que su espectáculo nos recuerda a esa disolución del yo que se da ante la presencia de un dios, o de algo majestuoso que cuestiona nuestra propia grandeza en el mundo y nos devuelve al propio cuestionamiento del yo. Pero ¿quién no se ha sentido más yo que en su casa? Está claro que los muros de nuestros hogares en cierta medida hacen de muros de nuestra identidad, la cobijan, la acunan, y por llevarlo a un territorio concreto, el cuarto de baño es sin duda el que mejor nos conoce, donde a nadie más que nosotros dejamos entrar y que por ello mismo comporta en el género del terror uno de los espacios más fetiches para la escenificación del miedo. ¡Ay la tranquilidad de una bañera, el ritual de la higiene y la belleza que necesita todo ser humano occidental para volver a ser lo que ha sido, precisamente su maquillaje, su máscara! No obstante estos espacios actuarían a su vez como un reflejo del acorazamiento de la identidad del ser humano y de, por ello mismo, su aislamiento. De hecho, el home invasion haría precisamente de reducto de ese solipsismo tan típicamente tardomoderno en el que por otra parte cada vez más aparecen caracteres de un aislamiento extremo: pienso en, por ejemplo, la película Hush (Mike Flanagan, 2016), término muy alusivo en cuanto que significa acallar y silenciar que propone además una trama en la que una mujer escritora y sordomuda se retira a una cabaña en pleno bosque huyendo precisamente de ese esfuerzo por ser reconocido e identificado bajo unos patrones de la ciudad capitalista. Pero precisamente es en este aislamiento, en el ser humano que busca su identidad en pleno corazón del bosque, donde se interpone lo más terrorífico, el acecho del otro para deslegitimar nuestra identidad invadiendo las fronteras infranqueables de nuestro espacio privado. Y es que estés o no dentro del sistema, lo otro siempre acecha.
Con todo esto han surgido películas similares y algunas que se escapan de las convenciones. Frente a esa similitud se encuentran Los extraños (The Strangers, Bryan Bertino, 2008) –una de las películas más reconocidas por el público- y que vuelve a poner encima de la mesa la extrañeza frente a lo familiar y la invasión del espacio privado por un grupo de enmascarados que se suponen justicieros con el reparto económico; The collector (Marcus Dunstan, 2009), Secuestrados (Miguel Ángel Vivas, 2010), Tú eres el siguiente (You’re Next, Adam Wingard, 2011), la saga de The Purge e Inside (Miguel Ángel Vivas, 2016). Todas estas bajo mi punto de vista podrían ser agrupadas bajo los patrones del mainstream desglosados con anterioridad.
Sin embargo hay algunas –sin quitar el interés a las anteriores- que, como decía, se escapan del género mismo y nos plantean un miedo carente de efectos sonoros emocionales y sintagmas que lleven al espectador a la excitación y son las ya citadas Caché, Eastern Boys, Elle y madre! (Darren Aronofsky, 2016). Tomando como precursora a Funny Games, muy perspicazmente Haneke en 2005 con Caché nos vuelve a traer una película del acecho de los otros a la familia burguesa esta vez a través de la frontera que garantiza el anonimato en lo audiovisual, y sobre la violencia intrínseca en los medios de comunicación, los dispositivos reproductores, y los códigos desconocidos llamados “cachés” en el lenguaje digital que se entrometen en la vida privada, es decir, en el espacio privado de los personajes. En esta línea de cuestionamiento de la violencia en los medios de comunicación también se sitúa Elle en la que subyace un subtexto sobre la violencia en los videojuegos y en el giro de tuerca que supone precisamente la pérdida de parámetros de la ética y la necesidad incluso de la agredida por querer siempre más violencia. Paul Verhoeven, frente a lo que sería una especie de subgénero a medio camino entre el home invasion y el slasher, nos propone esa misma narrativa pero a través de un personaje que consume y legitima la violencia diaria a través de sus manufacturas y producciones de videojuegos sanguinolentos y que mientras lo esperado sería una respuesta de victimización frente a esa agresión, tal es el traspaso de la barrera de la violencia, la violencia sexual supone un deseo de sentir frente a la impasibilidad de los medios y la frialdad de esas pantallas que nos han enseñado a ser violentos, a morir, pero sin sentir el dolor de la carne ni el peso de la muerte.
En otro orden se encuentra Eastern Boys, un drama homosexual en el que un hombre mayor de clase media se encapricha en la estación de tren de un joven que resulta ser miembro de una banda de allanadores y traficantes provenientes de Europa del Este que consiguen adentrarse en su casa y a través del desconcierto de la incomunicación por el lenguaje, de estar fuera de contexto, irrumpe la violencia misma jugando con el nerviosismo del espectador. Aunque dicho sea de paso, finalmente, este home invasion no sea lo más importante en todo el filme pero Robin Campillo sabe esbozar muy pertinentemente el carácter del desconcierto y el miedo a través de la diferenciación lingüística y el choque cultural que aquí nos ayuda a entender mejor la ilusión de inviolabilidad de la propiedad privada y el miedo de Europa.
Eastern Boys
V. La crisis del sistema o el sistema de la crisis: vueltas de tuerca
Por otra parte, me parece muy remarcable la aparición de este tipo de películas a raíz de ciertas crisis económicas y sociales. No es baladí que, por ejemplo, Los extraños haya surgido en plena crisis económica del 2008 donde se sacan los colmillos frente a lo otro por la pérdida de garantías de precisamente aquellos estados del bienestar. La otredad irrumpe para deslegitimar los excesos de una clase alta, es decir, sobre una forma de vida. No tendría sentido alguno invadir la casa de un pobre, primero, porque, en cierta medida, el home invasion juega con la redención y la supuesta legitimidad del robo a los que más tienen en un reparto equitativo, y dos, porque precisamente es con los ricos con los que no empatizamos. El sistema representacional del audiovisual toma siempre como punto de partida la identificación al otro lado de la pantalla de la clase media sea o no el espectador de la misma, o bien proveyendo una ilusión optimista a la clase menos pudiente, o por el contrario devolviendo a la clase alta a los patrones estándar donde debería estar. La clase media es el reino del audiovisual. Si decíamos que en esta situación de crisis económica occidental surge Los extraños, un año después se estrena The Collector cuyo target vuelve a ser una familia adinerada. No es casual tampoco que estos extraños interrumpan la ilusión de crecimiento económico, pienso ahora en Secuestrados con una familia de clase media que sube su status social y se muda a un chalet en una urbanización de lujo. Los extraños a veces también hacen de control y de secuaces de un sistema de explotación capitalista, son los redentores bajo la máscara precisamente de esos excesos y a veces se camuflan bajo el yugo del “voy a robarte porque tienes de sobra y es justo”. Es decir, el género en esta sublimación capitalista jugaría precisamente con la dicotomía de la justicia, uno de los conceptos más perseguidos durante la tradición y, por cierto, menos garantizados también en estos estados democráticos. En este sentido también se articula The Purge, la noche de las bestias, donde esta vez es el sistema quien garantiza una noche al año en la que se puede ejercer esa violencia para el resto del año ser seres civilizados y comprometidos con la ética del sistema. Una película que a su vez surge bajo los mismos patrones que Los extraños y Tú eres el siguiente y que ha tenido tan buena empatía que ha tenido continuidad en tres secuelas más hasta la fecha.
Pero a veces me sorprende lo ingenuos que podemos llegar a ser pensando que el sistema pasas por ciertas crisis periódicas que tenemos que acatar para luego tener periodos de mayor crecimiento y estabilidad. Hemos aceptado la premisa capitalista bajo un esquema tan viejo como que lo bueno irrumpe como un momento de lo malo, o que el éxito está precedido por el sacrificio y fracaso en esa relación continua. No obstante, lo que se conoce como las crisis del sistema a mí me parece que no es más que el sistema de la crisis. Y estas películas creo que en cierta medida ponen en juego estas y otras vueltas de tuerca y miradas.
Una vuelta de tuerca, por ejemplo, es No respires (Don’t Breathe, Fede Álvarez, 2016) en la que los intrusos –un grupo de jóvenes con un pie fuera del sistema que buscan dinero y diversión- son los acechados por un ex militar estadounidense y ciego que guarda fardos de billetes en su caja fuerte. Esta vez, el grupo a-sistémico se entromete en la casa de un garantista del sistema por excelencia, un militar que no teme a la violencia ni a la muerte. Ahora sí, como mucho de los giros del audiovisual tras los casos de corrupción del sistema en occidente son aquellos jóvenes tentados por la anarquía los que sufren la violencia y la monstruosidad del sistema pero que les devolverá a una mejor posición de la que provenían.
No respires
En esta línea de la violencia del sistema se compone Detroit (Katherine Bigelow, 2017). En las complicaciones de un género más o menos bélico tan apreciado por la directora y que sin embargo no dista mucho del terror se da una invasión. Ahora no son los sujetos hegemónicos, la comunidad blanca por excelencia la que se ve amenazada por los extranjeros, los otros, sino precisamente son los otros –esas comunidades excluidas como los afroamericanos- quienes son acechados por la violencia del sistema. Lo mismo pasa en Déjame salir (Get Out, Jordan Peele, 2017) que aún va más allá, mientras que es el afroamericano el que podría invadir el espacio privado de la familia blanca burguesa, es la familia la que desde su hogar y santuario hegemónico invade la última frontera infranqueable, la interioridad del sujeto, su subconsciente, para dominarlo. La frontera de la franqueabilidad de esa violencia, ahora que hemos dejado traspasar el felpudo de nuestros hogares a la alteridad es precisamente el cuestionar sus identidades, franquear a través de la violencia sus cuerpos, discursos y legitimaciones.
Y ¿quién deja pasar siempre a lo otro en un gesto de hospitalidad, quién nos ha enseñado a acoger a los desfavorecidos sin mirar nada a cambio? La religión, el cristianismo como paradigma de Occidente. En este sentido y como vuelta de tuerca o, quizá, punto inicial se sitúa madre!, el mayor ejemplo de home invasion camuflado que despierta todo el sistema y constituye la pieza fundamental de la garantía de esa generosidad: el amor ¿incondicional? Se me viene ahora a la mente Políticas de la amistad de Derrida ¡Ay el perdón como tantos otros gestos son precisamente su imposibilidad de redención, de ser! En el seno propio de la tradición se da ya con recelo la imposibilidad de la hospitalidad, la imposibilidad del perdón, y precisamente por su imposibilidad la necesidad de perdonar, de acoger. Pero esto solo es posible a través de la generosidad, del altruismo ¿y qué es la tardomodernidad sino el egoísmo, el egocentrismo y la cobardía?
Por otra parte y, bajo mi punto de vista, el cine de terror mainstream sigue siendo cómplice del sistema. A través de los mecanismos catárticos de identificación el espectador aún sigue estando bajo la sombra del miedo, de lo monstruoso, y esa identificación precisamente es la que no permite esa emancipación del carácter de lo terrorífico, el sistema necesita el miedo tanto el miedo necesita al sistema ¿Pero hay un afuera posible? Sí, lo hay, pero ello implica esa salida del sistema, ese afuera de la ley y de la política como aquellos antiguos héroes que debían pagar por la pérdida del miedo precisamente con su exilio, con un enajenación frente a la sociedad, su extravío del proyecto de la ciudad, un sujeto libre y por ello antipolítico. Nos recuerda José Manuel Cuesta Abad, al que debo tras la lectura de su texto Ápolis, Dos ensayos sobre la política del origen 6 casi por entero este ensayo que:
El individuo que pierde el miedo, queriéndose más libre y poderoso solo como uno frente a los otros, es sin duda el más temible: el tirano o el enemigo público o el héroe trágico. El concepto platónico de teatrocracia sugiere que hay una conexión constitutiva entre la democracia –o su exaltación irrestricta de la libertad individual- y la pérdida del miedo a las leyes. […] Como quiera que puedan ser interpretadas, estas paradojas se deducen de la premisa patológica sobre la que pivota el pensamiento político de Platón. Si la teatrocracia es el símbolo de la corruptibilidad de la democracia, y si lo antipolítico del espectador-masa se define por la tendencia de este a la aphobia, la pólis tiene por fuerza en su origen una pasión sin la cual no podría existir el orden mismo de lo político: phóbos, el miedo. En la teoría política platónica el término phóbos aparece en correlación frecuente e inquietante con philía, el sentimiento vinculante de fraternidad, la socialidad amistosa, la concordia comunitaria. Es el miedo al otro y por el otro el que impele a los hombres a una asociación fóbico-filial bajo la que, pese a todo, alienta siempre un rescoldo de desconfianza y hostilidad recíprocas.
Además se pregunta genialmente ¿Qué sucedería si este perdiera, de ser ello posible, el miedo que le hace ser lo que ha sido hasta ahora? ¿Acaso el mundo ya no sería como es –un mundo demasiado humano-, o sería de un modo radicalmente otro? ¿De un modo acaso sobrehumano o inhumano? Es el temor y la compasión, las phobias y philias las que garantizan la humanidad de lo seres. Salirse del sistema es ser inhumano o bien por tiranía, corrupción o bien por heroicidad.
Por otra parte si hay algo que caracteriza el giro y el auge del terror del siglo XXI es precisamente el episodio del 9/11 y sus traumas –cabe recordar que la mayoría accedimos a este miedo al terrorismo a través de las pantallas del televisor-. Si hay algo que se gestó en esos días es precisamente la legitimación de la seguridad del sistema que ya había generado ese pavor y esa fobia colectiva a lo otro. Desde entonces se ha puesto el acento en la tecnología y en el audiovisual como sistema garantista de algo tan abstracto como la seguridad y se ha otorgado a las políticas de reconocimiento facial y a la geolocalización de los cuerpos y la implantación extensiva de cámaras de seguridad el poder de control sobre los ciudadanos.
En este sentido me parece pertinente traer a colación una reflexión de Roberto Esposito 7:
El Estado no tiene el deber de eliminar el miedo, sino de hacerlo “seguro”. Esta conclusión socava, con infrecuente profundidad analítica, todo el paradigma de la modernidad. El Estado moderno no solo no elimina el miedo a partir del cual originariamente se genera, sino que se funda precisamente en él, haciéndolo motor y garantía de su propio funcionamiento. Esto significa que una época –la modernidad- que se define a sí misma sobre la base de la ruptura con el origen, lleva por eso dentro de sí una impronta indeleble de conflicto y de violencia. Nótese que no estoy hablando de la simple secularización de un núcleo más antiguo; […]. Hablo de algo más intrínseco, que se podría definir como la arcaicidad de lo moderno, esto es, la permanencia del origen en el tiempo de su retirada.
Lo único que, de momento, no acecha la violencia de las cámaras situadas en las calles es el hogar y la interioridad del yo, pero está visto que es una pretensión del sistema llegar hasta estos espacios para controlar los comportamientos de los seres humanos. Cuesta Abad 8 vuelve a escribir:
“En las modernas sociedades teatrocráticas, dirigidas –según suele afirmarse- por los medios de comunicación de masas y dominadas por la espectacularización de la vida, los dispositivos catárticos, multiplicados exponencialmente, no serían sino técnicas de alienación política; es decir, “instituciones” que potencias y perpetúan la complacencia individual y social en las representaciones patológicas que reconducen al origen fóbico del orden político”.
Caché
V. Parálisis
Parálisis. Ese es el estadio del espectador. Pero parálisis también lo es de los seres que sufren y contemplan inevitablemente esa violencia ¿Cómo responder a ello, a lo que ha dejado de interpelarnos y preguntarnos un por qué? Parálisis, irrupción de la conciencia de finitud, de muerte. Parálisis reemplazada en los gestos de la tardomodernidad que aún se cree capaz de jugar con el sistema –la muerte tiene siempre una continuidad posible en la ficción, en el start again-. Si el miedo comporta una parálisis, una ilusión de muerte ¿no será precisamente el aceleramiento capitalista en el reino de las fobias extremas un síntoma y el último intento de aquella conciencia de la modernidad que se dio cuenta de la cercanía y del acecho más que nunca de aquella pulsión de muerte? El capitalismo es la respuesta que le damos al miedo de nuestra finitud. Frente a la parada final, frente a la muerte ¿cabe un flashback, un rewind? Sólo es posible en la ficción. El rebobinar o el “continuará” es una característica de la ficción y de la pérdida de parámetros ficción-realidad. En la tardomodernidad los dispositivos de ficción son las ilusiones a esa viveza imposible, anhelada, a las muchas vidas que le gustaría al ser humano vivir. Pero ¿de dónde procede la violencia de la ficción o de la realidad? Parece que la violencia siempre está más allá. Parálisis imaginaria del tiempo ¿qué hacer? Reducción, contracción, repliegue. Una parada es una reducción última, un repliegue de la abertura del espacio y una mirada hacia la quietud, hacia el ser, hacia una sola certeza ¿soy yo la que está aquí, quieta, enmudecida? La parálisis ¿qué pregunta o certeza desencadena? Mientras estamos en parada, parálisis el sistema extiende su cobertura, inunda el espacio que no defendemos. Mientras estamos en parada el sistema también intenta reanimar los cuerpos, les insuflan vida. Una parada, solo una, el silencio es desaparecer. Y es que es una característica, o mejor, una visceralidad, una debilidad del ser humano que cuando se enfrenta lo monstruosos (al más allá) se deslegitima y se diluye su identidad quedando en un gran limbo en el que ya no se edifican ni sentencias, ni leyes ni, ni siquiera, cuestiones. Es el grito contenido, el grito enmudecido, el no hablar primitivo. Porque quien habla es quien ejerce la violencia y la respuesta ante la violencia solo puede ser un enmudecimiento, un trauma que respira por los poros pero que no es capaz de poner ni nombre ni palabra… En toda esta vorágine, en este reducto, en este caos o retorno visceral la casa siempre se vuelve a levantar como frontera, como defensa de la unidad, en un eterno retorno de lo familiar –pienso en madre!– siempre en madre. Parálisis es la respuesta esperada, pero ¿cabe otra respuesta?
madre!
- SÁNCHEZ USANOS, David (2007), “Sobre la violencia. A propósito de Hemingway.” En Thémata. Revista de filosofía. Núm. 39. ↩
- DE MAN, Paul (1991), “Retórica de la temporalidad” En Visión y ceguera: ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea. Ed. Universidad de Puerto Rico. P. 246 ↩
- KIERKEGAARD, Søren (2006). “Sobre el concepto de la ironía” en Escritos, Volumen 1. Madrid, Trotta ↩
- BAUDELAIRE, Charles (1988). Lo cómico y la caricatura. Madrid, Balsa de la medusa ↩
- BRECHT, Bertolt (2004): Escritores sobre teatro. Alba, Barcelona. Pp. 82-83. ↩
- CUESTA ABAD, José Manuel (2006). Ápolis. Dos ensayos sobre la política del origen. Madrid, Losada, Pp.146-147 ↩
- ESPOSITO, Roberto (2003), Communitas. Amorrortu, Buenos Aires. Pp. 61. ↩
- Ibídem p.156 ↩