Hotel Bombay
Buenos pobres, malos pobres Por Ignacio Pablo Rico
En noviembre de 2008, Bombay (India) sufrió una brutal oleada de atentados terroristas. Fueron tres duras jornadas cuyas consecuencias sociopolíticas siguen presentes hasta el día de hoy —especialmente en lo que respecta a las tensiones con el vecino gobierno pakistaní—. De los diversos espacios en los que sembraron el pánico los integrantes de Muyahidines del Decán, el hotel de lujo Taj Mahal Palace fue no solo uno de los peores escenarios de la masacre, sino que la contundente puesta en escena mediática en torno a los hechos —derivada más tarde en relato heroico a mayor gloria de los empleados del recinto— terminó por fijar la tragedia en la memoria colectiva de buena parte del planeta.
Resulta cuanto menos llamativo que Hotel Bombay, ópera prima de Anthony Maras que adapta el episodio basándose en los testimonios de algunos supervivientes, haya sido calificada tantas veces de filme grotesco no por sus engañosos, sibilinos, juego de espejos ideológico, sino por el aspecto que quizás más honre al largometraje: su confianza en los mecanismos del cine de género para aproximarse a cuestiones humanas que bien podrían haber acabado siendo carne de un dramón de sobremesa. Más aún teniendo en cuenta que Maras plantea con desinhibición un eficaz mestizaje genérico que lo lleva del thriller de acción al survival, pasando por el cine de catástrofes. Precisamente, en escenas como las que relatan la adrenalínica huida de David (Armie Hammer) de sus perseguidores, o el sofocante encierro de Sally (Tilda Cobham Harvey) junto a un bebé en un armario, es decir, cuando Hotel Bombay invoca emociones primarias, la película atina a dar cuenta de los temores, deseos e incertidumbres de quienes se hallan cercados en el edificio, incluyendo a los propios terroristas.
Como buena parte del mainstream que forzosamente ha de lidiar con cuestiones sociales y políticas internacionales al abordar un panorama complejo —pensemos en un clásico popular como es Hotel Rwanda (ídem, Terry George, 2004)—, el filme de Maras termina por recurrir a arquetipos étnicos y culturales más bien discutibles. Sin embargo, resulta imposible exculpar el trabajo del director y limitarnos a hablar de «condicionantes de producción»: el elocuente plano que abre Hotel Bombay nos muestra a los terroristas arribando silenciosos, en una balsa. Por si esta contribución al imaginario paranoico en torno a la inmigración ilegal no fuera suficiente 1 , un ejercicio —bastante sutil, debemos decirlo— de montaje paralelo sitúa frente a esta pandilla de emigrantes resentidos que no dudarán en usar la violencia para resarcirse, a Arjun (Dev Patel), miembro del personal del hotel que, pese a las condiciones de pobreza en las que malvive, no dudará, junto a la mayoría de sus compañeros, en que nada —ni siquiera su mujer y sus hijos— tiene mayor valor que el compromiso con una pudiente clientela que permanece indiferente a sus cuitas.
Patel, acostumbrado a encarnar esa «otredad» que aspira a despertar una compasión catártica, cómodamente distanciada, en el espectador de clase media, interpreta aquí al definitivo «indio bueno que el buen blanco necesita» —parafraseando a los Alain Resnais y Chris Marker de Las estatuas también mueren (Les statues meurent aussi, 1953)—. Es decir, un arquetipo definido menos por el apego a unos determinados valores que con la sumisión al amo, afablemente consciente de cuál es su inmutable lugar en ese entramado de estructuras y superestructuras que llamamos mundo. Tanto es así que, en uno de los momentos más expresivos a este respecto de Hotel Bombay, Arjun decide tolerar pacientemente los comentarios racistas de una de las inquilinas. De poco valen los apuntes —recurriendo nuevamente al montaje paralelo— que señalan el muro que separa a Occidente de cierto Oriente, o los comentarios a propósito de las diferencias económicas y de clase. El verdadero conflicto de Hotel Bombay es el que enfrenta al hombre miserable que, desde la bobería ideológica, intenta enfrentarse a un statu quo que no ha alcanzado a comprender, con el hombre humilde, maltratado por las circunstancias, pero que acepta su situación con una sonrisa no menos imbécil. Por no hablar del tratamiento de otro aspecto delicado: la toma de partido por la versión oficial india de los hechos a propósito del origen de los atacantes.
Acaso lo más estimulante de la película de Maras, aparte de su meritoria adscripción sin tapujos al cine popular, sea el retrato de los integristas que siembran el terror en el recinto. En la misma línea que los villanos pueriles y conspiranoicos de Día de patriotas (Patriots Day, Peter Berg, 2016) y del supremacista incapaz de articular un discurso coherente en 22 de julio (22 July, Paul Greengrass, 2018), Imran (Amandeep Singh) o Abdullah (Suhail Nayyar) son dignos de un filme de Peter y Bobby Farrelly: una cuadrilla de enemigos del sistema más peligrosos por su estulticia que por su maldad. Ninguno de los sofisticados planes que les encarga su enigmático superior sale bien, e incluso protagonizan varios gags —a cuenta de su absurda concepción del islam— que introducen una nota extrañamente divertida en una narración grave en casi todo momento. Los fríos, calculadores e inescrupulosos terroristas del cine de los 2000 han dado paso a millennials torpes y políticamente afásicos, en los que lo diabólico ha sido definitivamente desplazado por la estupidez.
- Otro registro cinematográfico aflora a la luz de instantes como este: el thriller conspiranoico de raíz neocon de los 70 y 80. Por ejemplo, Pánico en el estadio (Two-Minute Warning, Larry Peerce, 1976). ↩