Hotel Chevalier
Una carta desde París Por Pablo Sánchez Blasco
En una imagen furtiva de Hotel Chevalier, el cortometraje dirigido por Wes Anderson, la chica protagonista introduce algo en la maleta de su amante Jack. El ángulo cenital de la escena no nos proporciona ninguna pista sobre la naturaleza de este. No tendremos respuesta hasta que veamos la película que le sigue: Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007). En ella, uno de sus hermanos le pregunta al respecto y Jack desvela avergonzado que el regalo era un pequeño frasco de perfume, cuyo olor debía extenderse por su ropa, sus objetos y sus recuerdos para trascenderla.
El olor de esa botella actúa en Viaje a Darjeeling como un fetiche siniestro capaz de convertir la ausencia en presencia, de dar vida a lo que carece de ella; ese perfume hace más cuanto menos se emita o se evoque; cuanto más intuido, cuanto más callado, más explotará la eficacia de sus recursos.
Exactamente igual que nos demuestra Hotel Chevalier, un ejercicio magistral de síntesis narrativa en el que se citan, mediante dos personajes y un escenario, los rasgos esenciales que conforman la filmografía del director texano. En diez minutos, cada plano debe ser una fuente de información. Cada objeto cumple una función en el relato. Cada encuadre y cada objeto y cada segundo del metraje, importan.
El color importa, por supuesto. Y la habitación de Jack está pintada de amarillo, igual que el color de su albornoz, que la colcha de la cama o que las cortinas. Esta atmósfera ambarina nos remite directamente a otras madrigueras asociadas con la ternura y la calidez de la infancia. El mono de trabajo que viste Dignan en Ladrón que roba a ladrón (Bottle Rocket, 1996). Las tiendas de campaña donde se refugian Richie y Margot en Los Tenenbaums. Una familia de genios (The Royal Tenenbaums, 2001) y Sam y Suzy en Moonrise Kingdom (2012). O el submarino que hace las veces de hogar para la tripulación de Steve Zissou en Life Aquatic (2004).
A esto se le añade la disposición del personaje sobre la cama, diminuto en proporción a su tamaño, igual que un niño que está solo en casa y ha tomado posesión del cuarto de sus padres. Un niño que se siente solo en esas enormes dimensiones. O un adulto que no quiere crecer y que se aferra –con ese deseo tan intenso en los personajes de Anderson– a la ilusión de una segunda infancia feliz.
A su lado se apilan varias lecturas y un cuaderno de apuntes. En la televisión discurre, como contraste, Traidor en el infierno (Stalag 17, 1953) de Billy Wilder. Jack va vestido con un albornoz; no tiene pensado ir a ninguna parte. Ha transcurrido apenas un minuto y Wes Anderson ya nos ha definido, en solo dos planos, a un antihéroe peterpanesco en lucha, una vez más, contra el mundo de los adultos.
Los tres hermanos de Viaje a Darjeeling harán esto mismo durante todo el trayecto. Fingen ser niños para eludir los problemas del amor, de la muerte, de la familia. Y un simple cambio en el tamaño del plano va a darnos ese salto instantáneo, de la cama de los padres a la cama de los amantes, de la soledad del niño infeliz a la del adulto insatisfecho, inseguro, desorientado. Por el medio, una llamada de teléfono, una voz, casi tan sutil como un perfume, que adelanta el encuentro con la chica cuyo personaje carece de nombre tanto aquí como en el largometraje. Sin apenas pensarlo, Jack le revela el número de su habitación, pero luego le ordena que pida permiso antes de subir, como creando un ritual entre ambos, como pretendiendo que él tiene el control.
– ¿Puedo subir?
– Sí.
La relación anterior entre Jack y la mujer no está, en realidad, elidida del cortometraje. Ni siquiera es una narración ambigua. Simplemente, ambos personajes se hablan a través de estos rituales, estos objetos y símbolos que manifiestan su personalidad. Todos los preparativos de Jack no pretenden otra cosa que aparentar un orden en su vida del que carece. Se da un baño, se viste y extiende por el cuarto diversos objetos, al principio incomprensibles, que representan los países que ha conocido durante su viaje: la imagen del torero español, la postal de Bellini, la figurita de Winston Churchill o las pinturas de estilo impresionista francés. Como una estantería de trofeos o de estatuillas sagradas, como un código entre ambos que ella recorre, toca y escudriña en cuanto sustitutos de una conversación convencional. No hay tiempo para ello: el reloj marca cuatro minutos.
Desde que esa puerta se abre, el orden infantil de Jack salta irremediablemente por los aires. En primer lugar, los roles tradicionales de género: Jack asumirá el papel pasivo asociado a la mujer y ésta, la entereza y el egocentrismo que suelen relacionarse con el hombre. La chica es presentada en el umbral de la puerta hablando por el móvil –¿con quién habla?, ¿por qué?, ¿ tan importante es esa llamada?–, con un peinado corto a lo garçon, portando un ridículo ramo de flores y un palillo en la boca que se quita antes de besarle. Mientras él encarga la comida y le prepara un baño, ella pide al camarero un Bloody Mary y pasa, sin más preámbulos, al sexo –donde él le quitará las botas como a un cowboy recién llegado al hogar–. Si no fuera suficiente con introducir su perfume en la maleta, la chica comete, justo después, una auténtica violacion: accede al cuarto de baño y se lava los dientes con el mismo cepillo de él, en un gesto de intimidad que ha sido arrebatada por la fuerza.
Jack ha estado meses viajando a solas por Europa como un Richie Tenenbaum en sus horas más bajas. Uno escapaba del incesto con su hermanastra Margot y el otro huye de ese amor capaz de arrebatarle su voluntad en menos de cinco minutos cómo corre el tiempo. Y, por supuesto, ninguno de los dos lo conseguirá, como se dicen Jack y la chica en dos líneas de diálogo que condensan años de relación.
– ¿Estás escapando de mí?
– Pensé que ya lo había hecho.
Debajo de su aparente sentido del humor, Hotel Chevalier exuda una nostalgia perfectamente atrapada por Anderson. De hecho, el cortometraje cuenta con dos de los planos más duros de su filmografía. Uno es la mirada perdida de Schwartzman al escuchar en el auricular su voz, que tumba en el acto su lujosa tienda de acampada. El otro es ese plano fijo de una escena de sexo cargada de dolor, derrota y remordimientos. Y, qué duda cabe, también de amor.
Pase lo que pase, no quiero perderte como amigo.
Lo prometo. Nunca seré tu amigo.
El amor, en las habitaciones del Hotel Chevalier, constituye una forma perfumada de autodestrucción. Destrucción de uno mismo como sujeto atento a sus propios deseos; destrucción de un orden existencial por una esquizofrenia compartida. La pasión entre Jack y la chica es la de dos adictos que se necesitan para suplir y alimentar sus carencias. Al lado de ella, Jack es reducido a un ser sin otra voluntad que cumplir la suya. Al lado de él, la chica halla un colchón ideal junto al que paliar la soledad que le achaca, de fondo, en los altavoces del iPod, la voz edulcorada de Peter Sarstedt.
Quedan dos minutos –uno corresponde a los créditos– y, en efecto, no habrá catarsis sentimental en Hotel Chevalier, dependiente –en eso sí– de la aventura existencial de Viaje a Darjeeling. La voluntaria amnesia de Jack, retornado al egoísmo de la infancia, será abortada por veinticuatro horas de amor e irresponsabilidad en París. Sus barreras morales son barridas por completo. Su fortaleza le abandona. Entonces propone a la chica salir al balcón en un acto simbólico de abandonar el cuarto, de rendir su refugio individual, como claudicación definitiva frente al mundo. Jack consumará todavía ese gesto al devolverle su palillo y envolverla en el albornoz que había sido su protección hasta entonces.
Desde aquel balcón, al atardecer, los tejados de la ciudad nos anuncian la brevedad del reencuentro. La cámara lenta hace acto de presencia para retrasar o alargar esas horas agonizantes. Pero el tiempo se les escurre como nos sucede a nosotros con la duración del cortometraje. Aquello que no habrá tiempo para decir, y que Jack, de todas formas, tampoco se hubiera atrevido, es encargado así a la bella canción de Peter Sarstedt, que suena como música diegética durante toda la secuencia.
Where do you go to my lovely? fue un tema editado por el cantante británico en 1969. Su mezcla de folk y pop, más un ritmo particular de vals, nos traslada de inmediato a la cultura musical de aquella década. Narra la historia de una chica llamada Marie-Claire, quien, a pesar de su vida de lujos entre la jet set francesa, no alcanza una felicidad que parece recluida en algún lugar recóndito. Igual que la chica. Igual que Jack. Su perfecta adecuación a la película la infecta de tristeza y romanticismo, le susurra un soplo otoñal por el que desfilan múltiples referencias culturales –desde Marlene Dietrich a Aga Khan–.
No obstante, existe otro nexo sorprendente entre la canción y el argumento. Porque Peter Sarstedt nació en Nueva Delhi, por entonces colonia del Imperio Británico, y fue educado en el distrito de Darjeeling, junto al monte Everest. De este modo esa música supone una premonición del largo trayecto que Jack emprenderá en Viaje a Darjeeling, como si todo, la habitación, la mujer, París, las llanuras de Oriente, su viaje espiritual, la búsqueda del amor y de uno mismo, residiera dentro de las notas de una canción que nos interroga sobre nuestras vidas. Dentro de un perfume.
Gracias por esta publicación, me alivio la interrogante del cortometraje que no lo presentaron hoy que vi la película The Darjeeling Limited. La explicación es muy buena. Saludos.
Gracias por brindarme esta experiencia. Buena reseña