Hotel, de Jessica Hausner
Sobre árboles y bosques Por Raúl Álvarez
La retrospectiva dedicada a Jessica Hausner en la última edición del D’A, coincidente con el estreno en este mismo festival de su último filme, Little Joe (2019), ha supuesto una oportunidad de revisar la obra de la directora austriaca; para mucha cinefilia actual, una figura de culto que bien podría pasar por la versión centroeuropea de David Lynch. Pero los ciclos tienen un propósito más allá de establecer comparaciones y lanzar etiquetas que sirvan para orientar a los neófitos. Sirven, o deberían servir, para ponernos a prueba como espectadores y mirarnos al espejo de Thoreau: “Las cosas no cambian, cambiamos nosotros”. Así pues, ¿cómo hemos cambiado desde aquel 2004, cuando Hotel, la segunda película de Hausner después de Lovely Rita (2001), se presentó en algunos certámenes como un elegante y sugerente ejercicio de terror psicológico?
Entonces, la tentación era situar la película como una rara avis en el contexto del terror de principios de siglo. Un panorama, recordémoslo, sacudido por el J-Horror –los años dorados de Takashi Shimizu, Hideo Nakata, los hermanos Pang y Kiyoshi Kurosawa– y, desde Estados Unidos, las secuelas de sagas teen tipo Destino final, Scream o Sé lo que hicisteis el último verano, prolongaciones del slasher noventero, y el torture porn post-11S, con la saga Saw debutando ese mismo 2004. Atrapada entre Japón y Estados Unidos, que de la vieja Europa saliera un producto, siquiera minoritario, como Hotel, porque en muchos países no llegó a verse fuera del circuito de festivales, fue una noticia recibida con satisfacción por la crítica europea, casi siempre ansiosa por distinguir una identidad propia en las producciones del viejo continente. Hausner lo ponía muy fácil porque en su Hotel no hay sangre, no aparecen fantasmas, nadie tiene cara de asesino y no hay una banda sonora que anuncie el próximo susto.
Dieciséis años y cuatro películas después, aquella Hausner pegada al género es casi una anécdota en una carrera impredecible, en la que cada película parece concebida como una negación de la anterior, pero a la vez coherente en tanto evolución viva de unos rasgos temáticos y de estilo que, en Hotel, vista con los ojos de 2004, no podían definirse aún con exactitud. Por eso hay que volver a las películas, como se vuelve a las personas amadas. Al igual que su padre, el pintor Rudolf Hausner (1914-1995), considerado uno de los primeros pintores psicoanalíticos, la cineasta es una artista eminentemente conceptual que usa la forma como parapeto estético de sus obsesiones; el clásico ejercicio de exorcismo tan caro a la escuela psicoanalítica de Viena. Uno de sus motivos más significativos es la querencia por las personalidades reprimidas, a un paso de la insociabilidad, ensimismadas en un mundo interno que empieza y termina en los límites de su conciencia.
La Irene (Franziska Weisz) de Hotel podría ser la Rita de su ópera prima, solo que unos años mayor; también la versión apocada de la Christine de Lourdes (2009) y una proyección romántica y, por tanto, fantástica de la Henriette de Amour fou (2014). Podría inferirse en este sentido que el cine de Hausner es una biografía in progress de su autora, que en cada película se imagina y se ve como un mismo personaje a lo largo de los años. Cuando fue Irene, una Hausner aún titubeante, en busca de estilo, recorría los pasillos de un hotel de montaña tras la pista de su fantasma de las navidades pasadas –Eva S., su antecesora en la recepción, desaparecida sin dejar rastro; un doppelgänger de manual– y de su fantasma de las navidades futuras –la Irene decidida que mira con deseo a los hombres, liberada ya de la culpa cristiana que representa su colgante con forma de cruz–. Atrapada en ese umbral tan freudiano, la leyenda local que habla de una bruja demoniaca se perfila en Irene como la metáfora de un siniestro inconsciente colectivo que oculta sus pecados tras una apariencia de belleza. ¿Habla Hausner de esa Austria idílica, de postal, que evoca sin embargo esa gran y ominosa sombra de la que escribió Schnitzler? La cura del bienestar (A cure for wellness, Gore Verbinski, 2016) discurre por ese mismo sendero.
La concreción formal de estas inquietudes se plasma en una planificación que apuesta por la asimetría como recurso principal para sugerir el evidente desequilibrio de Irene; también sus miedos y frustraciones como hija de unos padres que se intuyen asfixiantes al otro lado del teléfono. Más madera para la caldera del diván. Frente a Lourdes, Amour fou y Little Joe, en las que Hausner se revela más armónica y preciosista, en Hotel prima la descompensación entre espacios y miradas. Suelen ponerse de ejemplo las escenas en los pasillos y sótanos del hotel, tan icónicas per se como de una indudable eficacia narrativa dirigida a la creación de suspense. Convendría además poner en valor los paseos por el bosque de Irene, en los que la planificación cambia de punto de vista –de Irene a la amenaza que la acecha, ya sea real o imaginada, y viceversa– cada vez que el tronco de un árbol entra en plano. Para quien esto escribe, es el recurso visual más logrado de la película, máxime si se aprecia el efecto de jaula que producen las ramas desnudas y punzantes de los árboles. Hausner ha leído más de una vez La interpretación de los sueños.
El color es el segundo elemento formal que suele citarse en los estudios sobre Hotel, y el que, junto con la planificación asimétrica, justificaba en 2004 las comparaciones con Lynch. Hoy, en cambio, la estrategia cromática de la película parece un tanto evidente y subrayada. Rojos, azules y amarillos cumplen una función psicológica elemental, que se estudia en Primaria, sin apenas matices que subviertan los significados clásicos de esas tonalidades. Más interesantes parecen ahora los juegos de luces que permiten, a través de una inteligente combinación de sobreexposición y subexposición, sugerir las fauces de ese inconsciente primitivo que acecha a Irene en el bosque y en el hotel. Ese sencillo planteamiento revela el clasicismo de Hotel, tan bien escondido por su directora: el terror fue, es y seguirá siendo algo tan simple como una persona que se adentra en la oscuridad. Por eso volvemos a las películas.