Ignasi M.
Para lo bueno y lo bueno Por Jose Cabello
Tres documentales aderezan la prolífica filmografía de Ventura Pons, por orden cronológico, Ocaña retrato intermitente (1978), El Gran Gato (2002) e Ignasi M. Tres documentos que, según el propio director, han querido rendir tributo a estas figuras a la vez que recogían el testimonio adquiriendo una carga nada baladí y asumiendo así el papel de representante de aquellas personas caracterizadas por su valentía y usadas como un paradigma descriptivo del comportamiento social en cada una de las coyunturas. Ignasi M fue ayer la encargada de abrir la decimoctava edición del festival LesgaiCineMad en Madrid tras su gala de inauguración a la que asistió tanto el director como el protagonista de esta historia.
Si bien Ocaña retrato intermitente explotaba la figura del pintor andaluz José Pérez Ocaña como espejo de una sociedad recién salida de un régimen dictatorial y ávida de libertad, El Gran Gato retrata al músico argentino llegado a Cataluña que dignificó la rumba otorgándole a este género el carácter que más tarde tendría y que los mismos catalanes denostaban a aquellos gitanos del barrio de Gracia. En ambos casos, los personajes son valientes. No son paradigmas, no pueden serlo. La sociedad iba a gatas mientras estos individuos ya caminaban erguidos sobre sus dos piernas, son pioneros liderando una pequeña muestra no susceptible de representación total de la población. Si a este bosquejo se añade la última pieza, Ignasi M., la dirección propuesta queda aun más marcada pues el director decide focalizar en un reputado museólogo sufridor, como muchos otros, de las consecuencias de la crisis económica: su empresa ha quebrado y el banco va a embargar su casa. No solo queda aquí la dramática situación del protagonista, pues como si de una historia de Charles Dickens tratara, Ignasi es gay seropositivo, forma parte de un programa de ensayo clínico, su ex mujer está en una silla de ruedas, su hijo mayor fue okupa durante un tiempo en Londres hasta comenzar con su carrera de diseñador gráfico mientras que el hijo menor, dedicado a la fotografía, parece haber sido seducido por la doctrina católica. Los padres de Ignasi no parecen mantener una relación normal: el padre vive en una residencia empleando sus días en pintar sobre una agenda y la madre, arrepentida de la omisión de figura materna, siente que también abandonó su faceta artística como pintora para entregarse a un marido autoritario.
De nuevo, el rol osado de persona abanderada de una causa cae entre los límites de lo real y lo deseado. Es cierto que la palabra familia está cambiando, que actualmente no es sinónimo de la suma obtenida únicamente de padre más madre. Es cierto que la imagen de familia convencional se está difuminando y que la asunción del ideal paterno o materno se comienza a alterar en pro de la extinción de dogmas católicos impuestos a bocajarro. Pero estos ejemplos no pueden caer en una ceguera parcial: que ocurra en un entorno cercano no quiere decir que sea la situación real, quizás podría valer como una fracción de la realidad de alguien, pero nunca como un todo. Es necesario distinguir entre la élite y el pueblo. No hacerlo puede provocar el cabreo monumental del asistente que se siente buceando, involuntariamente, en un mitin político donde el sujeto verborrea sin parar prometiendo mejoras hacia un clase media-alta que ya dejó de existir. Aquí se produce la ruptura definitiva cuando se equipara a Ocaña o al Gran Gato, con Ignasi Millet, porque a pesar de compartir un espíritu audaz, la herencia de los dos primeros queda muy lejana del tercero. Sólo en un siglo que honre al espectáculo puro, cabría la comparación porque, entonces sí, todo tiene sentido y no hay una flecha más que lanzar a su diana.
El documental, como también ocurrió con Año de Gracia (Any de Gràcia, 2011), nace a contracorriente de la infección producida por la cantidad de malas noticias diarias que saturan al país. Ignasi M. quiere mitigar parte del dolor causado por una crisis que no parece hacer maletas y para ello, director y actor, bombardean con su buen rollismo cada minuto de metraje para que no se nos olvide que, a pesar de la dramática situación que vivimos, hay que continuar haciendo el camino. Bonita reflexión, supongo que obvia para todo aquel que por desgracia goza de una tesitura igual de negativa, pero arriesgada en las formas, es decir, simplifica al máximo la crudeza de las circunstancias rozando casi la frivolidad del asunto. Y, aún más, cada uno de los distintos personajes que participan en esta tragedia griega no poseen margen de actuación sino que sus sentimientos, lejos de estar totalmente superados – hay actitudes en alguno de ellos que indican cómo aún cuesta hablar sobre determinados temas -, padecen la exigencia de ser voceados con un megáfono como si esto significara la curación de la herida. No hay mejor ejemplo de la no aceptación que transitar en sentido opuesto, así sus hijos lejos de atesorar la libertad y apertura mental de sus padres muestran actitudes más conservadoras.
A pesar de contar con un material en bruto sugerente, las decisiones de montaje no ayudan a la cimentación homogénea de la crónica, incluso incurre en la contradicción. Al comienzo se presenta a un personaje carismático, abierto, tolerante, un hombre que ha asumido su condición de seropositivo y que pone buena cara a la tromba de agua que continuamente inunda su vida, pero la inclusión de fragmentos donde encumbra su regionalismo vilipendiando el resto de opiniones deforma la empatía, innecesariamente, de un sujeto que arrastraba ya la sospecha de sobreactuado en su happy way.
Al igual que ocurría con Los amantes pasajeros (Pedro Almodóvar, 2013), irónicamente, directores que partían de un inicio transgresor ahora crean un obstáculo con el público al mostrar algo caduco disfrazado bajo etiqueta de provocación mientras viajan en primera clase, alejándose así del resto de clase turista. Además, abiertamente el mismo protagonista de Ignasi M. se jacta de la inmutabilidad de la sociedad española ante los abusos de la clase política, la escasez de protestas, la falta de acciones o movilizaciones multitudinarias mientras se evidencia la pérdida de óptica que como archivo testimonial intenta establecer un reflejo de la cotidianidad del siglo XXI.
Me molesta tanto el regionalismo catalán como el regionalismo español.
No creo que vilipendie a nadie.