Into The Abyss (A Tale Of Death, A Tale Of Life)
Diez pasos, una inyección y nueves minutos Por Fernando Solla
Los estadounidenses no saben nada, no salen de su país y están
totalmente aislados del mundo (…) Ni siquiera saben que en la mayor parte
de países se ha suprimido la pena de muerte ¿Cuándo enseñarán a los
adolescentes que hay otras cosas además de McDonalds y de las
megaproducciones de Hollywood?”
Aquí llega el director, guionista, productor y eventualmente actor Werner Herzog con su nuevo documental. Into The Abyss propone una fascinante exploración de la psique humana a partir de la reconstrucción de un caso de triple homicidio cometido hace una década en Conroe (Texas) ¿Qué empuja a una persona a matar y por qué un estado responde con otro asesinato? A través de un puñado de conversaciones íntimas con varios de los afectados por el terrible suceso, el alemán nos hace partícipes de su paseo abismal a través del alma de los condenados, de las familias de las víctimas y también (y ahí reside el mayor logro del documental) de un ejecutor de la pena capital y un reverendo, que explicarán cómo suenan los últimos suspiros de una vida en el corredor de la muerte.
Herzog aporta grandes dosis de humanidad en este viaje y esquiva la caída en el morbo fácil cuando trata el incómodo terreno de lo ominoso, es decir, aquello que por desconocido o inconcebible nos causa angustia o terror. El realizador demuestra tener un talento especial (y esencial) para conseguir una genuina extroversión emocional, sincera y veraz, de todos los sujetos entrevistados, lo cual nos parece algo verdaderamente encomiable, sobretodo teniendo en cuenta el tema tratado. A lo largo del metraje de este documental, el alemán se mostrará firme en sus preguntas, claro en su posicionamiento y generoso con sus testimonios, dejando que se explayen en algunos momentos y recurran a lugares comunes en otros, mostrando una sabiduría ejemplar, ya que es así como consigue llegar al interior de esas personas.
El artífice de Into The Abyss es bien consciente de que la objetividad (ese concepto ideal de cuya posesión tanto se vanaglorian algunos de los más representativos profesionales de la comunicación de masas) no existe. Existe el razonamiento, la paridad, la intención de emitir opiniones o juicios de valor meditados o sometidos a las más profundas reflexiones. Todos hemos firmado, más o menos conscientes de ello, un contrato social que se ve delimitado por leyes, acuerdos, incluso decretos. Así organizamos nuestra vida en común. Esa organización reprime muchos de los instintos o impulsos básicos (o naturales) tales como la violencia, la fisicidad de la rabia ante un hecho injusto o la venganza.
Así pues, seleccionando unas escenas y no otras, escogiendo unas preguntas concretas y dirigiéndolas a unas personas determinadas ya nos estamos posicionando. Hezog como sujeto, al igual que el resto de nosotros es por definición subjetivo. Todos los objetos lo son desde el momento que pasan por el tamiz de la razón o las capacidades cognitivas de un sujeto, nunca en sentido contrario. Del mismo modo, no hay una única realidad o manera de conocer el mundo. La mayoría de las veces (si no siempre) necesitamos razonar o verbalizar aquello que nos preocupa para canalizar sentimientos o dilemas internos. Hasta que no convertimos en palabras estas diatribas no las llegamos a comprender (y superar) realmente.
El alemán valida esta premisa y utiliza estos dos únicos recursos para dotar de veracidad a su documental: el uso de esa subjetividad inherente que ya hemos comentado y la oportunidad que presta a los interlocutores para empalabrar su realidad, a la vez que les dota de herramientas de comprensión y racionalización para ofrecerles algo de libertad y alivio, adquiridos a través de su propio proceso de autoconocimiento. Y este acto de generosidad suprema es lo que aplaudimos y alabamos de usted, señor Herzog. El acto en sí y la forma sencilla, humilde y respetuosa con la que nos acerca al mundo de este puñado de gente a la vez que da alas a aquellos que sufren para salir de él (metafórica la escena en que unas aves sobrevuelan el cielo de Conroe) ¡Bravo!
Volvamos un poco al ámbito del séptimo arte. El uso de la cámara y de los formatos de imagen, así como la fotografía, la música y el montaje sirven, de manera ejemplar en este caso, para consolidar el documental como género cinematográfico. Más allá del trabajo de investigación y del interés humano, y de la profundización casi periodística, Herzog es un realizador de películas, cuyo interés le lleva a centrarse en el estudio del alma de sus personajes (ya sean personas o animales). Desde aquí recordamos aquella increíble Woyzeck (1979), donde Klaus Kinski encarnó como nadie la soledad de un soldado, sometido a las más flagrantes injusticias, o su insólito y precioso documental Grizzly Man (2005), donde un hombre se enfrenta a su propia animalidad conviviendo con unos osos, de los que conocemos más detalles en 103 minutos que de nuestros vecinos de enfrente durante toda nuestra vida.
Formato panorámico para las imágenes capturadas especialmente para la película combinadas con el formato 4:3 cuando visionamos los extractos de grabaciones hechas por la policía durante la investigación del caso. Adecuación a la gran pantalla de una sala de cine combinada con la ilusión de veracidad que propone Herzog con este ejemplo de citación o autoría mediante imágenes. Y una manera sutil, elegante y efectiva de pluralizar las voces y puntos de vista. Siempre va bien el uso de fuentes externas que apoyen nuestro discurso. Pura semiótica y segundo bravo para Herzog. Algo parecido sucede con la música de Mark Degli Antoni. Más que la composición en sí, lo importante aquí es el uso (y la omisión) de ella. Muy acertada pues, su presencia sobre las imágenes policiales y aún mejor logro esa banda sonora elidida durante los testimonios.
Joe Bini realiza una meritoria labor con el montaje y se convierte en mano derecha del director. Abrir la película con la participación del reverendo Richard Lopez nos parece un gran hallazgo a la vez, que sirve de primer posicionamiento del propio Herzog. “¿Por qué Dios permite el pecado capital?” pregunta Werner. “No sé la respuesta. Pero creo que siempre hay un propósito…”. Esa fe ciega ante lo desconocido nos remite al convencionalismo social del que hablábamos antes y sirve para que nos planteemos el por qué de esa falta de posicionamiento y el conformismo, o no cuestionamiento, de los mecanismos usados por el poder dominante que nos gobierna.
Esto enlaza con las declaraciones de Fred Allen, reveladas casi al final del metraje. El hombre, todavía apesadumbrado, nos cuenta que su trabajo consistía en acompañar a los condenados a muerte durante sus diez últimas horas de vida. El agradecimiento de una mujer, la primera fémina ejecutada ante sus ojos, le incapacitó para poder seguir haciendo su trabajo. La incisiva mirada de Herzog se muestra con la observación perfecta, cuyo sentido se entiende mejor en el idioma en que fue formulada: “…maybe it was not yourself but your real self”. Espeluznante y conmovedor testimonio en el que se diluye la línea que separa a las víctimas de los verdugos para meterlos a todos en un saco común de desesperación y degradación espiritual y para algunos, los peor parados, física.
Especialmente emotiva la evolución de la relación entre el condenado Michael James Perry y Herzog durante esos ocho días anteriores a la ejecución del acusado. De un comienzo algo frío en que el realizador confiesa que aunque intentará comprender a su interlocutor no podrá proferirle su simpatía, a esa escalofriante y última muestra de cariño y empatía en la que el alemán parece dar una posible (y desesperada) vía de escape al malogrado joven de 28 años, explicándole que si en el análisis médico previo a su ejecución queda inconsciente o empieza a actuar como si hubiera perdido la cordura, el verdugo no podrá finalizar su cometido. Espeluznante y, una vez más, merecidísimo bravo para Herzog.
Finalmente nos gustaría destacar ese par de denuncias encubiertas que nos reserva el amigo Werner. Mientras que Michael fue condenado a pena de muerte, a su cómplice Jason Burkett sólo se le castigó con seis décadas de trabajos forzados. ¿Por qué? Por esa objetividad que negábamos antes. El jurado popular escuchó la declaración del padre de Burkett, también presidiario, y se conmovió. Apelar a la emoción se revela una vez más como un método más efectivo (e indignante) que la razón para llegar a tocarnos la fibra. Del mismo modo, Herzog también cuestionará la rigidez en el cumplimiento del reglamento penitenciario a través del caso de Melyssa Burket, esposa de Jason, que sólo ha tenido contacto con su marido a través de un entrelazado de manos y que a través de un nuevo milagro se ha quedado embarazada.
Como último apunte, el que aquí escribe echa de menos algo de ese enfoque que Clint Eastwood propuso en la descorazonadora El intercambio (Changeling, 2008). Confundir términos tan opuestos como venganza y justicia nos lleva a una contradicción evidente: no se trata de estar a favor o en contra de la pena capital. Si no tomamos una distancia razonable ante un asunto tan delicado y nos dejamos llevar por nuestros instintos más primarios, habrá casos en los que encontraremos una justificación o argumento para aplicar esa inyección letal ¿Cuándo sí y cuándo no?
De todos modos, imprescindible documental, película, documento testimonial, obra de arte o como quieran llamarla.