Isla de perros

Afectos de las distancias Por Paula López Montero

I

Es curioso ver como la cuestión canina, dependiendo de la cultura o la religión en la que te encuentres es o un problema de salud nacional o una nueva reactivación del afecto ensimismado a través de la domesticación que personaliza y confecciona a los animales como si fueran avatares. Recientemente acabo de venir de explorar tierras asiáticas y llama mucho la atención el gran problema sanitario que existe con los perros callejeros que viven en países como Nepal, India, Vietnam o Sri Lanka, algo impensable en la tradición occidental educada en la domesticación animal y en la higiene (barrido de la fealdad y la pobreza) de las ciudades. En realidad, esta dicotomía es más simple de lo que parece, es un problema cultural: mientras que las religiones budista e hinduista creen en la reencarnación y en la libertad de los entes, las religiones judeocristiana y musulmana están edificadas en una profunda domesticación tanto humana como animal. Lo que es ética en un lado es barbaridad en el otro. Sin embargo, Japón, escenario de la acción de Isla de perros, última película del director Wes Anderson, es esa suerte de isla a medio camino entre oriente y occidente, que como se sabe no tiene una religión hegemónica sino que reincorpora a través del sincretismo y en un intento de conciliación rasgos de otras religiones o culturas y que conserva la veneración a los espíritus de la naturaleza a través del shintoísmo. Con esa cultura ancestral que se pronuncia en la teatralidad de sus espacios, gestos y silencios por sí sola –pienso por ejemplo en el Bunraku, teatro de marionetas japonés en el que precisamente se inspira Anderson- el director americano pone encima de las mesas magistralmente un puente entre los afectos orientales y occidentales y la imposibilidad de su traducción, sin abandonar una de sus técnicas preferidas el stop-motion de 12 fotogramas como ya hizo en Fantástico Sr. Fox  (Fantastic Mr. Fox, 2009).

Isla de perros

II

Para algunos estudiosos de la corriente Nueva Sinceridad (término acuñado por el escritor norteamericano David Foster Wallace que denuncia el exceso de cinismo en la televisión y ficción americanas en los años ochenta-noventa, y propone una vuelta a los afectos y sinceridades humanas) el cine de Wes Anderson es uno de sus máximos exponentes. Desconozco si Anderson conoce y se suscribiría por motu propio a este nuevo grupo de alcohólicos anónimos, pero lo que pone en juego Foster Wallace, y que se puede apreciar como nueva tendencia de la ficción americana es la conjugación de ironía, sensibilidad, sinceridad y de sentimiento de comunidad frente a la realidad más dura y es que precisamente el ser humano posmoderno cada vez es más insensible, más solitario y más tendiente a la desinformación y a eso llamado como “posverdad”.

No es baladí que tras las guerras mundiales y la debacle del racismo, xenofobia, incomunicación y miedo a lo otro se desligaran ciertos estudios filosóficos que intentaron recuperar algo así como una ética de los afectos –pienso en Jean Luc Nancy o Jacques Derrida-, o en disciplinas como la antropología durante los años cuarenta se descubriera la importancia del tacto, del tocarse en las relaciones humanas tal y como apunta el antropólogo francés Ashley Montagu. De repente se hizo evidente la llamada en contra del individualismo y el aislamiento del ser humano temeroso y se intentó recuperar gestos como la mano tendida al otro, la caricia, el cuidado o el abrazo. No obstante, estos estudios tardaron en calar en la ficción que se encontraba más preocupada por la escapatoria ante el callejón sin salida que el de deshacer los pasos andados para recuperar la evidente inercia que había hecho que llegáramos hasta allí. Foster Wallace trata de volver a esta sinceridad, a este gesto ante la tendencia de la ficción americana, a mostrarnos personajes con serios problemas y carencias de afecto que en un ejercicio de tiranía y empoderamiento buscan en el cinismo irónico su mayor aliado y que pone sobre la mesa la distancia brutal que nos separa a los unos de los otros. No obstante el texto de Foster Wallace es digno de leer con detenimiento y no caer en su trampa y espero poder ocuparme de él en otras líneas.

Ante ese auge de la necesidad de volver al afecto, la ficción americana -como bien sabe hacerlo- volvió a hacer consumo de esta carencia y esta “nueva sensibilidad”, tendencia que podemos ver en series televisivas como Community (Dan Harmon, 2009-2015),  Girls  (Lena Durham, 2012-2015), Modern Family (Steven Levitan, Christopher Lloyd, 2009-  ), etc. Lo que ponía en juego era una distracción evidente y una falsa sensación de afectividad ante los seres humanos aislados frente al televisor –siempre recuerdo en este punto el paralelismo que existe entre la señora de la película Solo el cielo lo sabe (All that Heaven Allows, Douglas Sirk, 1955) a quien sus hijos le regalan un televisor para distraerla en plenos años 50 –único espacio de entretenimiento para las amas de casa- y la señora de Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000). Y siguiendo por esta línea, ahora con las nuevas tecnologías, ay, Ready Player One (Steven Spielberg, 2017) que con un poco más de profundidad la propuesta es digna de poner en evidencia.

Bajo mi punto de vista lo que hace de una obra un producto cuanto menos interesante pero sobre todo digno de ser destacado es la reflexión y el posicionamiento que hace de la realidad. En este sentido la ironía creo que sigue siendo un uso muy fecundo ante la denuncia de una realidad posmoderna que no sabe jugar más que con copias de unos originales que ya no se sabe lo que significan ni lo que significaron. En este ejercicio se encuentra Wes Anderson, un director que confecciona y juega con los arquetipos y estereotipos de la Modernidad que con un uso irónico refrescan el pensamiento y nuestra memoria de los mismos –pienso, por ejemplo, en El gran hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014).

 Isla de Perros 2018

Podríamos decir a su vez que este exceso de mirada sensible que ve todo bajo el imperio de las emociones y que hace de los animales la nueva voz de recuperación de lo afectivo en un mundo carente de sensibilidad –ahora sí Isla de perros– es una mirada que tiene una conexión directa con ciertos posos del Romanticismo, en el que ante la notable falta de emotividad y al encarcelamiento conceptual de su periodo anterior (la Ilustración), se vuelve a fijar la mirada desde el yo psicosomático a la naturaleza, al relativismo y a la irremediable distancia en las relaciones humanas. Es tremendamente refrescante y comprometedora la última película del estudio de animación japonés Ghibli en coproducción con Wild Bunch y Why Not Pro, La tortuga roja (La tortue rouge, Michaël Dudok de Wit, 2016). Bajo mi punto de vista, una obra maestra que vuelve a jugar con el silencio y las relaciones humanas con la naturaleza dejando a un lado toda la parafernalia posmoderna.

En otro sentido, esa vuelta a los afectos recuperaría también un afecto por la naturaleza y por sus habitantes de la única manera que el ser humano sabe relacionarse –domesticando-. Es muy sutil el imaginario generacional vehiculado por productos como Pokémon en los años noventa en el que los seres humanos simpatizan con los monstruos siempre y cuando estén a su servicio y sirvan a sus utilidades donde se despierta y despliega, eso sí, el afecto del ser humano cuando algo necesita. O Hachikō quien, por cierto, goza de una estatua en pleno Tokio y a quien han dedicado una película y un remake. En cierto sentido no sé si la culpa la tiene también Disney y por ende se ha extendido el campo infantilizado de nuestras relaciones con el mundo, cosa que tampoco me parece mal.

III

Pero Wes Anderson es Wes Anderson. Y aunque se encuentre en esa nueva tendencia tiene mucho más que decir. Isla de perros es una narración distópica anclada en el Japón de dentro de veinte años donde el alcalde Kobayashi de la ciudad ficticia de Megasaki descendiente de un clan pro-gatuno, destierra a todos los perros a Isla Basura, un vertedero del archipiélago japonés, por ser un foco de infección de la llamada gripe canina o fiebre de hocico. El primero en ser desterrado es Spots, el perro del sobrino del Alcalde del cual no conocemos su nombre. A partir de aquí, el niño viajará con su avioneta a Isla basura para intentar recuperar a Spots donde se encontrará con una banda de sabuesos que le ayudará a buscarlo y a luchar contra los miembros del gobierno.

Mencionábamos antes que Anderson se inspira en el Bunraku o teatro de marionetas. La teatralidad, tan predominante en Japón, con la exageración del gesto y del movimiento a través de la fluidez pero donde la lectura no tiene un sentido predominante y hegemónico. Así Roland Barthes, admirador de esta cultura exponía en El imperio de los signos que en el Bunraku los agentes del espectáculo son visibles e impasibles. “En cuanto al actor principal, (…) su cara se ofrece a la lectura de los espectadores; pero lo de un modo preciso y cuidadoso es dado a leer es que no hay nada ahí que leer; se encuentra de nuevo aquí esa exención de sentido que apenas podemos comprender, ya que, entre nosotros, atacar el sentido es esconderlo o invertirlo, pero jamás ausentarlo” 1. El niño, sobrino del alcalde del cual no conocemos su nombre y a penas entendemos lo que dice porque habla en japonés, hace de protagonista ante una amalgama de personajes que desorientan al espectador en la acción hegemónica, al cual es difícil leer e interpretar. De hecho una de las tesis que rondará todo el filme es esa idea tan barthesiana de la imposibilidad de traducción. Precisamente los perros hablan en inglés pero los humanos lo hacen en japonés, ayudados puntualmente y cuando de política se trata por la voz de una traductora llamada Norman (Frances McDormand). No obstante el niño aparece con ciertos rasgos que no son impasibles para la cinefilia andersiana, y es que las marcas, heridas y moratones que padece en la cara tras estrellarse su avioneta, son muy parecidas a las marcas del personaje de Owen Wilson en Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), un viaje, por cierto, también oriental donde hay poco que leer y menos que interpretar más que el viaje mismo.

Isla de perros Wes Anderson

No obstante, Anderson, nos lleva de una estética pastel tras su anterior filme El gran hotel Budapest a una estética más oriental donde predominan el rojo y el metal. Para mi gusto el director americano es uno de los grandes estetas del cine en cuanto que sabe descifrar y componer una narrativa y un trasfondo cultural a raíz no sólo de los arquetipos que utiliza, sino precisamente de sus imágenes, colores, texturas y composiciones. Además en Isla de Perros no se le puede negar las inspiraciones que parece haber tomado de Kurosawa u Ozu -no es difícil hacer una correlación entre Isla de perros y El perro rabioso (Nora inu, Akira Kurosawa, 1949)-.

Todo el cine de Anderson obedece al ejercicio de dislocación, de poner a personajes en tiempos o espacios donde no les corresponde y exponer la fractura que allí se fragua. Por eso el viaje también hace de eje en el que se articulan los personajes y su narrativa en el mismo sentido de descontextualización que sufre el turista o viajero frente a una cultura nueva. La pérdida del sentido es lo más característico de su cine, donde solo se puede hallar una lectura: que en la posmodernidad, en la globalización en este ejercicio de descontextualización y dislocación lo que menos tiene sentido es el sentido, y la nueva configuración de imágenes ofrece ecos de un pasado que empieza a olvidarse y que es tímidamente reconocido para una serie de personas capaces de leer en esta fragua. Por ello no es el absurdo lo que reina en Anderson, sino una ironía muy lúcida, no es una incomunicación sino la imposibilidad de la comunicación en el reino del google translator.

Si algo hay a día de hoy que siga sin soportar el ser humano es el intrusismo, no queremos oír hablar sobre un “nosotros” a alguien que viene de fuera, por eso cuando hablan de Anderson como un colonizador de la cultura extranjera, no tengo otra opción que reírme. No hay ahora nadie tan intolerante como quien no deja traspasar las fronteras. Y vivimos inevitablemente en esos tiempos. Desde luego el dilema está servido. Anderson no pone ninguna bandera blanca en ninguna cima, al revés, es confuso ver cómo las acciones y narraciones del director acaban en el más absoluto vacío y silencio. En este sentido y en este ejercicio que culmina con Isla de perros, me parece cercano a un Roland Barthes que se siente desdibujado frente a una cultura tan diferente como la de Japón tal y como expone en El imperio de los signos. Dice así: “aprender la sistemática de lo inconcebible, deshacer nuestro “real” bajo el efecto de otras escenas, de otras sintaxis; descubrir posiciones inauditas del sujeto en la enunciación, trasladar su topología; en una palabra, descender a lo intraducible”  2. Para Barthes, precisamente el contacto con esta otra cultura, con esta otra lengua de la que queda maravillado lo que hace evidente es la imposibilidad de la traducción –tal y como apunta Anderson en Isla de Perros– y la fragua del sujeto que se siente fuera de su incubadora para abrir el canal y el abismo frente al que se edifica el sujeto ante su más absoluto miedo ante lo otro.

Isla de perros Anderson

Quizá deberíamos leer las imágenes de Isla de perros tal y como pone en aviso Barthes al inicio de El imperio de los signos: “El texto no comenta las imágenes. Las imágenes no ilustran el texto: tan sólo cada una ha sido para mí la salida de una especie de oscilación visual, análoga quizá a esa pérdida de sentido que el Zen llama un satori; texto e imágenes, en sus trazos, quieren asegurar la circulación, el intercambio de estos significantes: el cuerpo, el rostro, la escritura, y leer ahí la distancia de los signos.” 3 Isla de perros pondría en circulación un sistema de referentes, de signos, de significados de dos culturas totalmente diferentes, de relaciones entre personajes cuyas vivencias van más allá de Japón-Estados Unidos sino que van más allá de la humanidad misma y que siguen preguntándose por las relaciones de los seres vivos en un mundo posmoderno, desafectado, individualista, donde se generan islas vertedero y tendiente al colapso en el que no existe una única perspectiva, en el que no hay un único sentido sino una relación o trama de gestos, heridas y afectos con las que se construyen narraciones.

  1. BARTHES, R. (1991): El imperio de los signos, Madrid, Mondadori, p. 85
  2. Ibídem, p. 11.
  3. Ibídem, p.2
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