Jackie
Mañana, Camelot Por Samuel Lagunas
John F. Kennedy asumió el cargo como presidente de los Estados Unidos el 20 de enero de 1961. Casi tres años después, el 22 de noviembre de 1963, fue asesinado mientras su vehículo Lincoln conducía por la calle Elm en Dallas, Texas. A su lado iba Jackie, de 34 años, vestida con un traje Chanel color rosa. Ese día un inmigrante de origen ucraniano llamado Abram Zapruder se encontraba filmando con su cámara de 8 mm el paso de Kennedy desde uno de los pilares de la plaza Dealey. Su video capta con claridad el momento de los disparos y es ahora uno de los más famosos de la historia norteamericana. Parkland (Peter Landesman, 2013) coloca a Zapruder (Paul Giamatti) como uno de los personajes centrales de la trama. Un breve recorrido por la forma en que el cine ha explorado el asesinato de Kennedy nos permite constatar que las teorías conspirativas han sido el enfoque preponderante con JFK (1991) de Oliver Stone como cima, no sólo en duración sino también en tenacidad ideológica. Este recorrido también nos permite ver que Jackie Kennedy había recibido, hasta ahora, escasa y estereotipada atención, salvo en la miniserie para televisión de 1991 A woman named Jackie donde Roma Dawney fue encargada de encarnar a la después esposa, y viuda también, del multimillonario Aristóteles Onassis. En esta estela de producciones Jackie, séptimo largo del cineasta chileno Pablo Larraín, es una grata anomalía.
Casi simultáneamente a la producción de Neruda (2016), Larraín recibe de Aronofsky la no fácil tarea de realizar una biopic sobre los primeros días de Jackie después del magnicidio. El director de El club (2015) decide tomar como punto de partida una entrevista, probablemente aquella que Jackie (Natalie Portman) concedió a un corresponsal de la revista Life (Billy Crudup) una semana después del suceso. Junto a este hecho, Larraín engarza otros más que va presentando a través de flashbacks: la preparación del funeral y entierro de “Jack” (Caspar Phillipson), la visita televisada que hizo por la Casa Blanca el 14 de febrero de 1962 y un diálogo con un sacerdote en el cementerio de Arlington. La alternancia entre estos episodios se vuelve predecible y rutinaria al punto de que es probable que el espectador llegue a cansarse, incluso a pesar del fabuloso score, a cargo de Mica Levi, que reiteradamente parece alargar la pesada realidad de Jackie hasta romperla.
No obstante su letárgico ritmo, el acierto de Jackie está en su clara voluntad de apartarse, lo mismo que Neruda, de las biopics convencionales al renunciar desde un principio a la ilusión de objetividad y abrazar la subjetividad de Jackie y, más ampliamente, apostar por la ficción. No es difícil, en este sentido, suponer la razón por la que Larraín y su guionista Noah Oppenheim eligieron precisamente la entrevista dada a Life titulada “Camelot” como pivote de toda la cinta. Como Neruda, Jackie explora la forma en que las ficciones atraviesan y configuran las identidades en momentos particularmente agobiantes, ya sea de persecución política, o de persecución mediática. Conminada a mantener un buen porte y al mismo tiempo proteger los intereses del Estado, Jackie se debate entre el duelo y la elegancia, entre el reproche y la resignación además de, interiormente, ordenar, como lo hiciera durante sus primeros días en la Casa Blanca, la forma en que su esposo será recordado: ya sea como un manojo de sesos en su traje rosa, como un presidente que no tuvo tiempo de “hacer historia”, o como un padre que tuvo que irse al cielo con su hermano. Gran parte de la cinta se concentra en tratar de equilibrar estos tres caminos: Jackie como primera dama, Jackie como viuda y Jackie como madre. La destreza que manifiesta Portman en el manejo de su voz, en su caminar grácil y en su actitud lacrimosa es destacable y consigue que la cinta no se ahogue en la monotonía y en el marasmo.
Es en la tarea indómita y siempre inacabable de la memoria en la que la ficción hace su trabajo; entonces, una canción sobre leyendas artúricas de hombres que al calor de una mesa planeaban transformar el mundo funciona como símbolo y refugio para un par de vidas deshechas. Gracias a la trama, por momentos viscosa, de Larraín, logramos conocer a Jackie en la antesala de la locura, camino que se antoja como único una vez que acabe el entierro y se dé el abandono de la Casa Blanca. La historia lo confirma. Es inevitable, entonces, no pensar en la Carlota que imaginara con ampuloso genio Fernando del Paso en su novela Noticias del imperio: a ambas sólo el arte de la ficción pudo salvarlas. Jackie, aunque dista de ser la mejor obra de Larraín, lo confirma como uno de los cineastas latinoamericanos contemporáneos más hábiles en explorar episodios amargos de la historia y recordarnos que una alternativa para superarlos y no volverlos a repetir está en la ficción. Camelot, para Jackie, es eso: una historia que hay que co(a)ntarse una y otra vez para seguir adelante.