Jarinko Chie
Por Pablo López
La debacle de La princesa encantada (Taiyô no ôji Horusu no daibôken, 1968), que tras tres años de producción se mantuvo solo diez días en cartel, dejó a su director, Isao Takahata, en una posición poco envidiable. Toei, la productora del filme, le castigó a él y a otros de su equipo degradándoles en el escalafón de la empresa, lo que en la práctica suponía que sus perspectivas de volver a dirigir en esa casa eran limitadas. Si a esto le sumamos que, según se cuenta, la productora no veía con buenos ojos las reivindicaciones sindicales promulgadas por Takahata y su compañero Hayao Miyazaki, es comprensible que el director de La tumba de las luciérnagas (Hotaru no Haka, 1988) huyera de allí lo antes posible.
Segundas oportunidades
La oportunidad surgió en 1971, cuando, tras el intento fallido de levantar una serie de animación basada en Pippi Calzaslargas, Takahata y Miyazaki se ofrecieron a rescatar una serie que por aquel entonces pasaba por un mal momento. La serie era Lupín (Rupan sansei, 1971-1972), y los quince episodios dirigidos por el dúo la salvaron de la desaparición, cimentando una franquicia que hoy día, tras décadas de series, largometrajes y videojuegos, sigue mostrando una salud de hierro. A partir de aquí y durante los siguientes diez años, la televisión se convirtió en el refugio donde Takahata puliría sus habilidades y se quitaría de encima el agridulce sabor de boca de su primer largometraje. Sus trabajos en esa etapa se encuentran entre lo más popular de la animación japonesa, hasta el punto de ser una de las principales causas del desembarco del anime en Occidente durante la década de los 80. Más concretamente, tres series: Heidi (Arupusu no shôjo Haiji, 1974); Marco, de los Apeninos a los Andes (Haha wo tazunete sanzenri, 1976) y Ana de las tejas verdes (Akage no An, 1979). Aunque hablar en detalle de ellas requeriría de un texto mucho más amplio, a la hora de afrontar los largometrajes de Isao Takahata es importante comprender su relevancia: no solo rehabilitaron su nombre de cara a la industria japonesa, dándole mayor libertad para afrontar proyectos posteriores, sino que le permitieron experimentar con el costumbrismo y la fantasía, con el drama y la comedia, alcanzando una suerte de melodrama que, sin duda, venía fuertemente influenciado por algunas de las películas más populares de la posguerra japonesa: el periodo de la educación sentimental de Takahata.
Heidi
Esta debió ser la principal razón por la que su colega Miyazaki, cuando le ofrecieron dirigir la adaptación del manga Jarinko Chie (Etsushi Haruki, 1978-1997) a principios de los 80, recomendó a Takahata como la mejor opción. Tras el entusiasmo juvenil de La princesa encantada, Takahata parecía haber descubierto que la animación que más le interesaba era aquella que servía para retratar y transformar la realidad más cercana. De hecho, cuando le ofrecieron el proyecto también lo rechazó y fue solo tras un viaje a Osaka, donde se ambienta la historia, que cambió de opinión. Es posible que, caminando por las calles de esa ciudad, famosa en Japón por ser más amigable y relajada que Tokio y otras urbes del norte, comprendiese el potencial de la película. Esta es una de las grandes diferencias entre Miyazaki y Takahata: donde el primero tiende a un cine más enérgico y espectacular, el segundo prefiere la introspección y la cotidianeidad. De ahí que, mientras resulta fácil encontrar abundantes declaraciones públicas de Miyazaki, Takahata suele permanecer en un segundo plano, silencioso o incluso elusivo. La única vía para conocerle es a través de su trabajo.
Jarinko Chie
Lo nuevo y lo viejo
La historia de Jarinko Chie (1981) gira en torno a Chie, una niña de Osaka que vive con su padre Tetsu, un gamberro irresponsable que pasa más tiempo apostando y metiéndose en peleas que preocupándose por su hija. Chie, obligada a encargarse del bar de su padre, trata de conseguirle un trabajo mientras se ve a escondidas con Yoshie, su madre. A esta historia, el tronco del árbol, se suman múltiples relatos que, como ramas, parten en diferentes direcciones: un grupo de yakuzas que regenta un local de apuestas y quiere que Tetsu pague sus deudas, dos gatos que se baten en duelo, el tiránico profesor de la infancia de Tetsu intentando reconducir a su antiguo alumno, los abuelos de Chie… Este maremágnum de historias y personajes, sin duda provenientes del extenso manga, hace que la película resulte difícil de analizar por su naturaleza episódica y un tanto deslavazada. Sin embargo, aunque en su conjunto se trate probablemente de la película más irregular de su director, también sirve para intuir muchos de los aspectos que más tarde se convertirían en el centro de la obra de Takahata.
Lo primero que conviene valorar es cómo el melodrama nipón de los 40 y principios de los 50 (la infancia de Takahata) sirvió a los japoneses para afrontar el profundo sentimiento de vergüenza dejado por la guerra. Si para cualquier ser humano la vergüenza es siempre algo difícil de manejar, para los japoneses se trata de un sentimiento a evitar a toda costa. El simple hecho de que muchos oculten su risa tapándose la boca es indicativo de esto. Con respecto a una de sus primeras películas, No añoro mi juventud (Waga seishun ni kuinashi, 1946), Akira Kurosawa comentó que estaba convencido de que “la única forma de que Japón comience de nuevo es aprendiendo a respetarse a sí mismo. Yo quería mostrar a una mujer que hiciera eso mismo”. Kurosawa se refiere a frenar la vergüenza nacional para evitar el bloqueo de un país, una idea que se encuentra en buena parte del melodrama de la época. Sin embargo, cuando Takahata empieza a trabajar en Jarinko Chie, a principios de los 80, la situación había cambiado notablemente. Tras perder la guerra, recibir el impacto de las bombas de Hiroshima y Nagasaki y vivir una dolorosa posguerra bajo la ocupación de Estados Unidos, Japón había logrado convertirse en la mayor potencia asiática. En treinta años, el país se había transformado totalmente.
Jarinko Chie
Haber vivido ambas etapas permite a Takahata construir una película que se mueve por dos territorios que se enfrentan y tratan de encontrar un punto de unión. Jarinko Chie fusiona de forma sorprendente las formas del melodrama costumbrista con un tipo de comedia de tintes casi surrealistas, muy común en Japón, similar a obras posteriores como Shin Chan (Yoshito Usui, 1982- ). Takahata representa esta dualidad con notables cambios de tono y ritmo. Jarinko Chie es a ratos una comedia ligera a lo Tora-san 1 y un melodrama de Mikio Naruse en otros, y entre medias aparecen brochazos de absurdo que incluyen cosas como un combate entre gatos que acaba con la pérdida de un testículo felino. A pesar de todos estos saltos al vacío, Takahata logra mantener la coherencia en (casi) todo momento. Uno de los ejemplos más notables lo tenemos en el momento en que Tetsu y Yoshie llevan a Chie a un parque de atracciones. En el viaje de ida, la niña comienza a cantar a gritos en mitad del vagón, avergonzando a sus padres, que tratan de detener este inesperado acto de rebeldía. Sin embargo, esta sorprendente reacción logra romper el hielo y, al llegar al parque, los tres pasan el día juntos como una familia por primera vez en mucho tiempo. Donde antes las miradas se evitaban, ahora todos los planos les recogen como un grupo y, al final, incluso como una pareja. Pero la verdadera revelación llega en el viaje de vuelta, cuando Chie, agotada, duerme, y Yoshie le explica a Tetsu lo que su hija hizo durante la ida: romper el silencio, forzar la relación entre sus padres. Aquí Takahata detiene el ritmo y aprovecha el reflejo del matrimonio en las ventanas del vagón para construir una conversación de tono profundamente melancólico, de personas que desean mirarse pero no se atreven. Para cerrar la secuencia, el color se desvanece y el director nos introduce, por unos segundos, en el sueño de Chie. Un sueño evocado por las lágrimas de su madre.
Jarinko Chie
Este fluir entre géneros sirve a Takahata como medio para hablar de otros enfrentamientos que retomará a lo largo de toda su carrera: lo masculino y lo femenino; lo nuevo y lo viejo. En la película, lo masculino está siempre representado por la comedia, generalmente en un tono un tanto patético que deja escapar pinceladas de tragedia (como ese momento en el que el antiguo profesor de Tetsu deja entrever que los padres de Chie se casaron simplemente porque este, un tirano autoritario, se lo ordenó). Por el contrario, todas las escenas relacionadas con Yoshie están marcadas por una mayor atención al silencio y a las miradas: son melodrama puro, al estilo del Kurosawa de No añoro mi juventud o Un domingo maravilloso (Subarashiki nichiyôbi, 1947). Pero ¿dónde queda Chie en todo esto? En el perfecto término medio. La niña, representante de ese nuevo Japón, es el único personaje de la historia capaz de vivir en ambos mundos, y todo su esfuerzo en la película, de forma casi inconsciente, es el de conseguir que se unan. Avergonzada de su padre (al que aun así quiere con locura), triste por la situación de su madre, Chie se enfrenta a su vergüenza con todas las armas de las que dispone buscando crear un hogar donde todos convivan. La madre y el padre, los abuelos, el gato y ella. El viejo Japón del melodrama de los 40 y el nuevo del milagro económico.
Es posible que ese afán de enfrentar tradición y modernidad sea la razón por la que la película se cierra con un segundo duelo de gatos del que Tetsu es, indirectamente, culpable. Este momento imita formalmente todos los tópicos del cine de samuráis y artes marciales, pero va pasando del duelo físico al moral. Sin embargo, pese a la lección que supone para Tetsu, este clímax se siente más como una salida de tono que otra cosa, principalmente porque tanto Chie como Yoshie quedan fuera de él. Es un ejemplo de los aspectos de Jarinko Chie que no acaban de funcionar tan bien, esas ramas que parecen brotar de un árbol diferente que el que se ha plantado en las partes más interesantes de la película. Pese a ello, por sus propios logros y por ser el caldo de cultivo de todo aquello que Takahata trabajará después, Jarinko Chie es un filme más que interesante: el menos redondo y el más desconocido de los largometrajes de su autor, pero necesario para llegar a Pom Poko (Heisei Tanuki Gassen Ponpoko, 1994) y Recuerdos del ayer (Omohide Poro Poro, 1991). Aunque, antes de eso, Takahata tendrá que firmar dos películas más. Pero esa es otra historia, y nos ocuparemos de ella en otro momento…
- Tora-san es el protagonista de una serie de 48 largometrajes, dirigidos mayoritariamente por Yoji Yamada entre 1969 y 1995, en los que se narra las aventuras y desventuras de un vagabundo bonachón con poca fortuna en el amor. Las películas fueron enormemente populares en Japón, hasta el punto de que solo dejaron de producirse debido a la muerte de Kiyoshi Atsumi, el actor que interpretaba a Tora-san. ↩