Jean-Pierre Melville

Ética, estética, integridad Por Àlex P. Lascort

El amor que la Nouvelle Vague en general y, posiblemente Jean Luc-Godard en particular, sentían por el Cine Negro americano es tema archiconocido. No en vano el debut de Godard en el largo Al final de la escapada  (À bout de Souffle, 1960) no dejaba de ser un catálogo de intenciones (el desmembramiento conceptual del género) por un lado y un sentido homenaje (en la recreación de estilemas) por otro. Lo que ha pasado más desapercibido, cuando no directamente desechado como elemento superfluo y poco importante, es el cameo de Jean Pierre-Melville en dicho film. Evidentemente el papel del director francés es meramente testimonial pero ¿con qué propósito está ahí?

Evidentemente nada de lo que hace Godard en sus films es gratuito, todo tiene una razón de ser y, si su film debía ser un noir re-inventado eso implica que el homenaje no podía centrarse exclusivamente en lo americano debiendo buscar la complicidad de aquel que podríamos llamar padre putativo de la Nouvelle Vague, el hombre que a través de su cine inauguró una nueva forma de ver el Noir: El Polar francés.

Por ello, aunque estemos en terreno del neo-noir, quizás vale la pena dar un pequeño paso atrás, a saltarnos la cronología canónica del género y trasladarnos al universo aparentemente clásico de Bob el jugador (Bob Le Flambeur, 1956), polar que podríamos considerar como puerta de entrada a un nuevo universo de convenciones que, como en todo nacimiento, no dejan de ser mutaciones percibidas con extrañeza pero que acaban por derivar en objeto de apertura de miras cinematográficas, tal como dijo Antonio Gramsci (aunque aplicado evidentemente a otro campo): “El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

BobLeFlambeur Jean-Pierre Melville

Bob el jugador

No deja de ser paradójico que justamente Bob el jugador abra precisamente en un contexto similar, en un amanecer lento, donde la oscuridad habitada por jugadores, borrachos, matones y buscavidas se encuentra con la luz del día donde la “gente honrada” se abre paso en sus rutinarias vidas. Se podría considerar que estamos ante un film crepuscular por su concepción de fin de periodo, cierto, aunque, sin embargo, curiosamente no parece haber conciencia de ello.

Melville no filma a modo de despedida de un periodo, como si quisiera poner fin a un género por la puerta grande, más bien la autoconsciencia está puesta en el nacimiento de un estilo propio, de establecer un esquema fílmico, de creación de una serie de preceptos y arquetipos que se iterarán (con sus múltiples variantes) en cada uno de sus films.

Así pues, Bob el jugador recoge el gusto por el blanco y negro contrastado para metaforizar una vez más las contradicciones de cada uno de sus personajes y haciendo del noir una suerte de estudio psicológico. Estamos por ello ante un film humanista ya que el objeto del estudio nada tiene que ver con aspectos globales de la sociedad francesa del momento. El análisis pivota en un contexto concreto y versa sobre las contradicciones internas, en la lucha entra la ética propia y la leyes globales. Algo más íntimo, más palpable y cercano que el reduccionismo maniqueo del bien contra el mal.

Y es que estamos ante la génesis de dos constantes en la filmografía noir de Melville, por un lado la construcción y puesta en escena de individuos con códigos morales estrictos, con normas inamovibles y que, a pesar de moverse siempre en terrenos pantanosos y ser capaces de cometer actos delictivos de toda índole, siempre se rigen por una conducta estricta, obedeciendo a leyes propias, siendo militantes estrictos de sí mismos. Por otro, el desarrollo de un tono determinista en el fatalismo del fatum vital: no importa tanto el ambiente o el delito, se trata más bien de la inevitabilidad del desenlace fatídico, como si precisamente el seguimiento a rajatabla de la propia ideología personal fuera causa de la tragedia final.

Bob el jugador no escapa de todo ello, aunque, como decíamos, se trata más bien en este de caso de elementos en construcción. Bob, y en general los personajes que le acompañan, se permiten ciertas licencias o distracciones en cuanto a su modus vivendi. El sentimiento, por tanto, se desliza en ocasiones siendo esto, en este caso, el causante de las consecuencias sufridas. A pesar de ello todo el universo Melvilliano ya está ahí, preparado para ser objeto de depuración posterior, no tanto a modo de estilización genérica sino más bien en un proceso que podríamos calificar como cercano al método Bressoniano: sequedad, concepto, desnudo progresivo de elementos en la puesta en escena y personaje lacónicos hasta el extremo.

 Bob el jugador Jean-Pierre Melville

Bob el jugador

El cénit de este proceso llega con Le Samouraï (o muy acertadamente traducida en nuestro país a nivel conceptual como El silencio de un hombre, 1967). Un film cuyas dimensiones canónicas del género (o casi del subgénero melvilliano) expande su influencia aún hasta nuestros días en filmografías tan lejanas como la coreana, con ese remake no declarado llamado A Bittersweet Life (Dalkomhan insaeng, Kim Jee-woon, 2005) o bien en la manera de rodar ciertas escenas en la más reciente Nocturama (2006), donde Bertrand Bonello se apropia de la ejecución metódica de Melville en las idas y venidas del metro convirtiendo una persecución en casi un organigrama metodológico de cómo preparar un atentado.

Melville, a diferencia ya de Bob el jugador, opta por establecer su relato en un espacio que, si bien es reconocible, ya no es nombrado ni identificado como tal. El espacio es, una vez más, contexto metafórico de su obra. Si en Bob el jugador Montmatre se convertía en una estación de paso y/o transición, el París de El silencio de un hombre no deja de ser un mundo de márgenes, de no-lugares solitarios y decadentes, espacios que sirven para ilustrar una cierta vocación de universalidad por un lado y reflejo espiritual del protagonista y su cosmovisión existencialista.

Le-Samourai- Jean-Pierre Melville

El silencio de un hombre

Así pues, El silencio de un hombre podría enmarcarse dentro de lo que podríamos denominar noir existencialista, donde una historia mínima sirve de tapadera para elaborar un discurso del yo interior, para hablarnos una vez más de modos de comportamiento, de cómo ver un mundo que no se define por una realidad tangible y existente sino que se filtra a través de la mirada de su protagonista. No es de extrañar que el azul metálico de los ojos de su protagonista, Jeff Costello, confieran precisamente esta tonalidad a toda la película. Un azul frío y aislacionista no exento de melancolía y soledad que tiñe cada uno de los fotogramas. Desde la espartana habitación donde habita Jeff, pasando por los cabarets de mala muerte hasta la misma estación de policía, todo tiene un aire de desnudez desubicada, de fragmentos de almas rotas que se han ido instalando allá donde han podido.

Pero el azul, a pesar de su importancia en la puesta en escena, digamos, psicológica, no deja de ser precisamente un marco, una trasposición de lo verdaderamente determinante: el retrato profundo de un alma, de una forma de vida que se extingue, de un dolor existencial. El silencio de un hombre no es, en el terreno político, una expresión cinematográfica de un Sartre o un Camus, pero sí se aproxima a ellos en cuanto a su exploración del individuo que transita por la vida con una mezcla de indiferencia y estoicismo. No es que se trate de una cuestión de sentimientos traicionados, de golpes que hacen bajar hasta el mínimo la humanidad de la persona sino que, al igual que hablábamos de no-lugares, se lidia con los no-sentimientos, una especie de ataraxia en negativo que no da paz, sino que mueve a Costello como un autómata enfocado a su única capacidad y objetivo: matar personas por dinero.

El silencio de un hombre Jean-Pierre Melville

El silencio de un hombre

Y es que Costello ya va un paso más allá de Bob. Donde encontrábamos un hombre hasta cierto punto consciente del mundo enfangado en el que tenía que sobrevivir, ahora se pasa a alguien cuya existencia es ajena al entorno. Su misión es cumplir con su trabajo, no preguntar y salir indemne de la peligrosidad del mismo hasta el punto que, aquello que puede parecer un tótem, un desliz sentimental hacia un ser vivo como es el periquito que le acompaña, no deja de ser un instrumento, un ser que no está más vivo que una alarma anti-intrusos y que, en cierto modo, no es más que un trasunto del propio protagonista, un ser enjaulado en su propio utilitarismo, una no-vida sin más propósito que cumplir una función determinada, sin amor, sin vínculo emocional alguno.

No se puede decir sin embargo que estamos ante un retrato sesgado o negativo del personaje, más bien se trata de una toma de posición aséptica, alejada de cualquier inclinación empática sea a favor o en contra. No hay espacio, al igual que en la historia, para sentimentalismos. Aquí no se trata como, en el canon habitual del noir, de un descenso a los infiernos de una persona decente, o incluso del periplo de un anti-héroe. Aquí, como hemos visto, la palabra clave es el no, y Jeff Costello, en su construcción es, al igual que el resto de personajes a su alrededor, una no-persona, sin pasado, sin futuro, viviendo en un continuo presente que se proyecta sobre sí mismo.

El fatalismo de la obra no gira tanto entorno al drama de la no-existencia sino más bien en las consecuencias que la estricta obediencia al código personal acarrea. Lo que Melville indica de alguna manera es que la fidelidad a uno mismo siempre se topará con la “flexibilidad” moral del entorno y, por tanto, dada la naturaleza del trabajo desarrollado solo hay un destino, una línea de llegada posible: el desenlace fatal. Una tragedia que no lo es tanto a tenor, una vez más, del tono desapasionado con el que filma, como si el corte violento, seco, del plano, el balazo en fuera de campo, no fueran más que registros sordos de aquello de lo que no se puede escapar.

Jef Costello El silencio de un hombre

El silencio de un hombre

En este sentido, mucho se ha comparado a Costello con el protagonista de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) y sin embargo no puede ser más diferente, el escorpión es un ser de luz tratando de escapar de las tinieblas en las que se halla viviendo, Costello por su lado no pretende nada de eso, es un ser de oscuridad que no pretende otra cosa que seguir morando en ellas, sin desear su muerte, pero sin explorar alternativas.

Ya de por sí el noir fue, e incluso lo es a día de hoy por algunos críticos, un género en permanente discusión. Su nutrida influencia visual, esencialmente del expresionismo alemán, combinado con algunos temas recurrentes fronterizos con el realismo mágico francés, el cine de gangsters e incluso el melodrama, acabaron por conceder al género un sello de liquidez, de mutación transgenérica. Superado el periodo (también bajo discusión) del noir clásico se libera, en cierta manera, esta sujeción del esquema tan anquilosado en lo clásico para asumir sin problemas lo transfronterizo, lo transmutado.

Esto es esencialmente lo que ocurre con El ejército de las sombras (L’armée des ombres, 1969), un film aparentemente anclado en lo bélico y concretamente en la intrahistoria de la guerra, es decir el conflicto interior de un país conquistado y los esfuerzos de la resistencia para acabar con el invasor alemán. Un argumento, como vemos, que se aleja de lo habitual en el noir pero que en manos de Melville se presenta más bien como una mutación de género que, aún con sus variaciones, permite reconocer el universo particular del director francés.

Hay dos mundos habituales en el noir, un mundo de luz, el que podríamos llamar cotidiano y un submundo que se esconde en los márgenes y recovecos del primero. Vasos comunicantes donde flota en el ambiente el miedo a caer en el segundo. Dos mundos que aparentemente no existen en El ejército de las sombras o, al menos, codificados como tales. No obstante, sí encontramos dos realidades equivalentes, el de la Francia tranquila, ocupada por los alemanes, donde el ritmo de vida cotidiano sigue existiendo como si tal cosa y donde la presencia germana queda casi fuera de plano, solo subrayada por algún cartel Petainista y la presencia en plano de algún destacamento del ejército. El submundo es aquí un lugar secreto, de susurros, papeles escondidos, disfraces y conspiraciones. Es el mundo de la resistencia. Un mundo lleno de violencia y donde la vida vale menos que un franco francés de la época.

Es precisamente en este contexto donde se desarrolla la mayor parte del film, campos de concentración, dependencias de la Gestapo, pisos francos y sobre todo un ambiente gélido en lo climático y una atmósfera que parece estar rodada bajo el velo gris de la tristeza y la mediocridad. Esa es la Francia ocupada que Melville nos pone ante los ojos huyendo deliberadamente del relato postguerra donde parecía que cada francés estuvo en la resistencia o, al menos, dispuesto a luchar contra la ocupación.

Lo que encontramos en cambio es un grupo de marginados, pequeñas islas que se reúnen y conspiran y que emprenden pequeñas acciones contra insurgentes bajo el único código de lealtad al país y a sus propias convicciones. Aunque no cabe llevarse a engaño, no estamos ante un film de exaltación patriótica, ni nacionalista, aquí la libertad de Francia equivale a una suerte de liberación individual, de amor por la libertad individual per se frente a una tiranía y a un silencio impuestos externamente.

 Army of Shadows Melville

 El ejército de las sombras

Sí, aquí, a diferencia de El silencio de un hombre, estamos ante un grupo coral, con un protagonista (que no líder) que dista mucho de ser el prototipo de héroe tradicional del relato forjado por la resistencia. Estamos ante un hombre gris, con una existencia gris que se relaciona y de algún modo actúa como referente moral de otros hombres cuya existencia precaria parece cobrar sentido en el modus vivendi de la lucha. Es la voz en off de el personaje principal, Philippe Garbier, la que marca el tono, la que nos muestra los sentimientos, a menudo despreciativos e inhumanos hacia el resto (sean alemanes o compañeros de lucha) y que constantemente entran en contradicción con lo que muestra a viva voz. Philippe, así como sus compañeros no son más que máscaras, disfraces de humanos que utilizan para fines (otra vez) utilitarios. Aunque las convicciones son firmes e inamovibles no suponen en ningún momento visible un avance real contra la invasión. Solo les vemos escapar, matar traidores o alemanes y discutir el siguiente paso. Como robots deshumanizados al máximo.

Esta es una historia donde la figura del anti-héroe cobra cierta relevancia, no tanto por su condición similar a las figuras del noir clásico (personas ordinarias cayendo en situaciones extraordinarias y llenas de negrura) sino por el vaciado de todo acto heroico. El ejército de las sombras es una historia de héroes sin heroicidad, de mitos derruidos y, por consiguiente, víctimas de una fatalidad, esta vez histórica que les llevará al mismo final habitual de los personajes de Melville, su muerte anónima y, en cierta manera inútil.

yves-montand-le-cercle-rouge Melville

Círculo rojo

Pocas imágenes resultan más impactantes en la filmografía de Jean Pierre-Melville como la secuencia del delirium tremens en Círculo rojo (Le cercle rouge, Jean-Pierre Melville, 1970). No tan solo por lo explícito del horror mostrado, de la angustia que se palpa en esta extenuante y claustrofóbica escena sino por su condición de rara avis, de plano absolutamente ajeno al modus operandi habitual del director francés. De alguna manera es esta escena la que muestra el camino que Melville, sin traicionar en absoluto su ideología cinematográfica, toma en el último tramo de su carrera, un viaje que va de lo ascético a lo explícito, a un convencionalismo más cercano al mainstream, al nuevo thriller de los setenta que estaba emergiendo.

Círculo rojo es, con diferencia, el film donde la trama tiene un peso más específico, donde la importancia recae más en la idea de contar una historia con estructura concreta y que importe más que la profundidad, sin menoscabarla, de los personajes implicados, como sí, de alguna manera el título hiciera referencia a un círculo en su carrera que le haría volver a los tiempos de Bob el jugador, cerrándolo de una manera definitiva.

Estamos ante un film que se mueve en el universo de los atracos perfectos y como es norma del subgénero la planificación y el detalle forman el elemento clave de la acción. Melville recupera aquí el gusto por la partición, por repartir el metraje en subtramas complementarias, coordinándose entre ellas a través del background de sus protagonistas. Un trío que, cada uno a su manera, siguen siendo misiles teledirigidos en sus propósitos, gente altamente especializada, pero que de foma más evidente que en ninguna de sus otras películas dejan deslizar un mundo interior que dista de estar deshumanizado.

Efectivamente, en Círculo rojo nos encontramos con seres humanos que, a pesar de seguir teniendo un código moral propio y definido, son capaces de actuar más allá de él, de mostrar algún razonamiento o emoción. A pesar de este dibujo común a los tres protagonistas sigue habiendo una especificidad concreta para cada uno de ellos: no estamos ante un protagonista absoluto y sus comparsas sino más bien ante un coralidad que remite a El ejército de las sombras, pero también a obras clásicas del género como Atraco perfecto (The Killing, Stanley Kubrick, 1956) o La jungla del asfalto (The Asphalt jungle, John Huston, 1950) por citar algunos ejemplos.

Esta coralidad permite observar, incluso desde el otro lado del atraco (policías, gánsters rivales), una difuminación o si acaso perversión de la mentalidad criminal. Estamos ante personajes que pueden abandonar momentáneamente su “ética” por el bien material, como si de alguna manera Melville trasladara a la pantalla el signo de los tiempos y nos pusiera sobre aviso al respecto de una era más cínica, más materialista y superficial incluso para el elemento criminal.

Círculo rojo es un film perfectamente reconocible, a pesar de su traslado a un cierto mainstream, dentro del universo melvilliano, lo que no es óbice para detectar un agotamiento estilístico y un canto de cisne al respecto de una manera concreta de hacer cine. Como sí, y lo comentábamos anteriormente, Melville quisiera cerrar su propio círculo rojo dejando constancia y levantando testimonio no solo de la muerte de una era en lo estrictamente temporal, sino también en lo cinematográfico. Círculo rojo es quizás una obra menor, carente del empaque de otras obras, pero sin embargo sirve como excelente testimonio de una forma de hacer, de esa fidelidad a sí mismo que no entiende de discusiones entre autores y artesanos, el último aliento del que podríamos calificar como Le Samouraï del polar francés.

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Comentarios sobre este artículo

  1. CÍRCULO ROJO – Jean-Pierre Melville (80/100) La contención, el cálculo y la exactitud que forman parte del billar a tres bandas son los elementos que, a su vez, pone en juego Melville como director y guionista. Una sucinta autopsia a su cine policial nos hablaría más bien del alma criminal de la víctima y nunca de sus heridas mortales. Unas lesiones quirúrgicas que, de haberse producido, hubieran tenido como causante final ciertas soledades cortocontundentes. Interpretando el leitmotiv que da sentido a la vida del inspector Mattei en esta película: no existe la inocencia, tan solo el descubrimiento y el alivio de su pérdida. https://cautivodelmal.wordpress.com/

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