Jersey Boys
Chasing the music? Por Fernando Solla
Everybody remembers it how they need to
Oh, What a Night… Desde que el seis de noviembre de 2005 se estrenó Jersey Boys en el August Wilson Theatre de Broadway, crítica y público han coincidido en que este espectáculo ha ayudado a contextualizar el género del jukebox dentro de su vertiente más cualitativa, y no únicamente cuantitativa. Marshall Brickman y Rick Elice articularon un libreto que, ejemplificando a la perfección el qué del jukebox escénico, deslumbró en su cómo. Siguiendo las bases del subgénero, escogieron un tracklist formado por canciones, ya escritas antes de la creación del musical, por Bob Gaudio (música) y Bob Crewe (letras), y popularizadas por Frankie Valli y los Four Seasons durante la década de los sesenta. Como corresponde (aunque no siempre es así; véase el caso de Mamma mia!, Björn Ulvaeus y Benny Andersson, 1999), formatearon las canciones a modo de biopic del grupo original, circunscribiendo su historia en un argumento dramático. En lugar de intercalar una canción tras otra deteniendo la acción durante los tres minutos que pudiera durar cada una, los libretistas optaron por reducirlas a fragmentos (durante la primera parte), que daban el pistoletazo de salida a escenas cortas que se sucedían a velocidad vertiginosa, dotando al espectáculo de un ritmo inusitado sobre las tablas. Por si esto fuera poco, la trama se representaba a modo de flashback, ya que la primera escena nos situaba en el París del año 2000, cuando el rapero Yannick versionó con Ces soirées-là el éxito del grupo que nos ocupa Oh, What a Night, evidenciando desde un primer momento el cuestionamiento del mercado musical de las últimas décadas. No contentos con lo hasta aquí descrito, estructuraron la narración, jugando con el nombre del grupo, The Four Seasons, en cuatro partes, coincidiendo con las estaciones del año, y cuya transición venía marcada únicamente por el cambio de narrador, permitiendo a cada miembro del grupo retomar la historia en el punto en que la había dejado su compañero, dando así su propia perspectiva sobre su historia dentro del grupo, continuando desde ahí y sin repetir situaciones. Un cómo que funcionó (todavía hoy) a la perfección.
Casi nueve años después, el espectáculo teatral sigue ocupando la marquesina del mismo teatro en Nueva York, parapetando su preeminencia en la cartelera anglófona con diversas y longevas producciones. Sin duda, su salto cinematográfico ofrece la posibilidad de conocer y disfrutar de este título a un mayor número de espectadores, sobre todo en nuestro país, y bajo el punto de vista de un veterano como Clint Eastwood, algo que en principio parecía asegurar el interés de la propuesta.
Sin embargo, el visionado de la película resulta un tanto desconcertante. Lo primero que hay que aclarar es su no pertenencia al género musical. Primera renuncia de Eastwood respecto al material original, dejar la música en un plano secundario con respecto a la historia para moverse, en cambio, por derroteros cercanos al biopic más convencional. Una opción totalmente válida si se desarrollan las posibilidades del esqueleto argumental, algo que aquí no ocurre. En un musical son las canciones las que hacen avanzar la acción, las que permiten a los personajes expresarse y crecer ante los espectadores cuando ya no tiene sentido seguir hablando. Si a los protagonistas de Jersey Boys se les niega esta posibilidad hay que dotarles de un contexto histórico y social que permita al público entender por qué son representativos o, por el contrario, se desmarcan del momento que les ha tocado vivir. En este caso, se podía haber enlazado el pluriempleo de los protagonistas al compaginar su pasión por la música con trabajitos para la mafia antes de ser catapultados al estrellato con el mercantilismo de las productoras musicales, por ejemplo. El guión de Rick Elice y John Logan parece encandilarse por momentos con esta premisa, dotando al personaje de Christopher Walken de un protagonismo desmesurado, ya que más allá del carisma que pueda tener el actor, sus intervenciones son elípticamente reiterativas a lo largo de las dos horas y cuarto de metraje, y su personaje de padrino muy difuminado y trivial, hueco.
En lo que sí que ha acertado Eastwood es en cambiar la escenografía repleta de imágenes pop art del original y sus bocadillos (al más puro estilo Roy Lichtenstein) por referencias cinéfilas que abarcan desde el cine de Douglas Sirk a los primeros trabajos como actor del propio Eastwood, en un ingenioso cameo. Del mismo modo que el personaje de Gaudio (Erich Bergen) extraía de las viñetas los títulos de sus grandes éxitos, como Big Girls Don’t Cry o Walk Like a Man, para la película lo hará de las réplicas de los protagonistas del cine de finales de la década de los cincuenta, ejemplificando la retroalimentación de ambas disciplinas artísticas, aunque obviando el paso del artista adolescente al más experimentado y adulto.
Otra de las aportaciones del realizador ha sido la elección de John Lloyd Young, el Frankie Valli del original de 2005, para repetir en el papel protagonista, algo de lo que el largometraje se resiente profundamente. Lloyd es un buen actor y cantante que ronda la cuarentena, algo que no es capaz de disimular ante la cámara, ni con su interpretación ni con la nula caracterización a la que, como el resto de sus compañeros, ha sido sometido durante el rodaje del largometraje que nos ocupa, luciendo el mismo semblante desde que su personaje tiene dieciséis años hasta que triplica esa edad. La insuficiente dirección de actores permite que el actor se comporte igual ante la cámara, con las mismas muecas y ademanes, durante las distintas edades del personaje, negando su evolución y estatificando todavía más el desarrollo de la trama. Algo parecido sucede con las interpretaciones de Vincent Piazza y Michael Lomenda, destacando entre ellos Erich Bergen, de los cuatro protagonistas sin duda el más adecuado a su personaje.
¿“Chasing the music…” ?
En Jersey Boys sin un cuarteto protagonista a la altura de las circunstancias y con unos secundarios bastante anodinos, cabía esperar que, aunque en segundo plano, los números musicales elevaran un poco la temperatura de las salas cinematográficas. Una vez más, no.
La fotografía de Tom Stern parece pelearse con el montaje de Joel Cox y Gary Roach, ya que entre todos nos niegan la posibilidad de discernir un paso de las peculiares (y para la ocasión inexplicablemente desacompasadas) coreografías del grupo en sus actuaciones en directo. Lamentablemente la ejecución musical sigue esa misma dirección. Escuchar a Lloyd puede recordar remotamente al cantante original, aunque sus agudos son exageradísimos e inverosímiles, así como los graves de Lomenda. En los primeros planos, el actor no es capaz de disimular el esfuerzo que le supone cantar en esta tesitura, incomodando al espectador, que se distraerá de la letra y el argumento al encararse con las dificultades del actor, sin llegar a ver nunca al personaje. Es comprensible (y habitual) el uso de playback cuando se realiza un número musical en cine. Sin embargo, lo importante en Jersey Boys era diferenciar los momentos en el estudio de grabación de las actuaciones con público del cuarteto. Asistir al proceso de creación y grabación de las canciones requería de espontaneidad, frescura e, incluso, improvisación. En cualquier caso, no se debería notar el sonido enlatado de las voces en ningún momento y aquí es empezar a sonar una canción y hasta desaparece el sonido ambiente, por no mencionar la cantidad de momentos en que los cantantes se apartan del micrófono y su voz sigue sonando al mismo volumen que cuando se encontraban delante de él.
Finalmente, resulta inexplicable por qué Eastwood opta por mantener la estructura narrativa a cuatro voces, reduciéndola a tres, negando precisamente al protagonista de la historia, Frankie Valli, la primera persona. En cambio, optará por una narración omnisciente y un giro al melodrama más lacrimógeno, rodando escenas cuyas imágenes explican la historia por sí solas para luego convertir en diálogos las mismas situaciones y explicarlas de nuevo. Parece como si la participación en la producción de los integrantes del grupo original hubiese coaccionado la libertad artística de los implicados en la propuesta, ya que este montaje parece hecho a base de las escenas eliminadas o desechadas por cualquier profesional más o menos experimentado. El uso de la elipsis es completamente erróneo, dejando en el tintero lo verdaderamente interesante y presentando un compendio de anécdotas sin ninguna relación entre sí ni progresión dramática. Si Jersey Boys despierta alguna simpatía será, sin duda, por el recuerdo del material de partida o, en su defecto, por la evocación de lo que podría haber sido y no es, algo de lo que Eastwood parece ser consciente, ofreciéndonos un encore camuflado entre los títulos de crédito, reproduciendo pedestremente el gran final que se supone a todo musical, con un medley de las canciones que hemos oído durante el largometraje. Triste constatación de uno de los primeros fiascos de la temporada.